A los españoles se les olvida Portugal. Claro que saben qué es y dónde está, pero se les olvida. A los portugueses a veces también se les olvida España, pero no tanto. Cuando se construye una nacionalidad, hay que desconocer un poco los demás países, sobre todo los más cercanos. Pessoa lo dijo muy bien: «Todas las naciones son misterios. Cada una es el mundo entero a solas». Los pocos textos que los diarios españoles dedicarán a las elecciones legislativas portuguesas del 27 de septiembre no cambiarán esta situación. Los nombres de los políticos lusitanos sonarán rarísimos a los pocos lectores que no se salten la noticia. Y todo volverá al olvido de siempre.
No obstante, cada vez más españoles se enamoran de Portugal y se adentran en el misterio portugués. Lo primero que comprenden es que se trata de un país apasionado por las distancias. Cuando se está en Portugal no se está en Portugal, sino más bien en el prólogo de algo que se continúa en América, en África, en Asia y en el más lejano Oriente. El destino del país vecino es el viaje: se trata de una cultura que se busca a sí misma en el más allá. La consecuencia es que Portugal se descentra, se transfiere para su periferia. Y después pasa que uno se encuentra en Lisboa con una ciudad que es un hueco de nostalgias.
Este culto de la distancia se refleja también en pequeños detalles de la vida cotidiana. Al portugués no le gusta, por lo general, convivir en la calle. Lo hace en la lejanía de las casas particulares. El primer contacto entre las personas adultas casi nunca empieza por el tú, sino por el usted. Hay amigos de muchos años y de férreas solidaridades que jamás se han tuteado. Siempre la distancia, aunque sea la distancia social de un tratamiento. Y en las cafeterías las mesas individuales se imponen a la barra multitudinaria.
Quizás por todo esto al portugués, cuando llega a España, le parece que las personas están hablando a voces y que las cosas se han acercado peligrosamente a su cuerpo. Para los lusitanos, que son seres soñadores y muy virtuales, visitar España es como darse un buen masaje de realidades. Entretenido con esta dimensión erótica de la hispanidad, el portugués suele olvidar el laberinto de culturas y nacionalidades que constituye una de las riquezas y uno de los problemas de España.
Piensan muchos españoles que Portugal es un país de pobres y se equivocan redondamente. Portugal es un país de ricos pobres, lo que es muy distinto. La nación vecina tiene, para quien la conoce bien, ese encanto polvoriento de las familias aristocráticas venidas a menos. Aunque su exterior pueda ser menesteroso, la mentalidad portuguesa es la de un rico. Pocos países habrán despilfarrado tanto. Pocos países se han relacionado con su economía, a lo largo de los siglos, de un modo tan perdulario. El rey Juan V, monarca de la primera mitad del siglo XVIII, envió al papa Clemente XI una embajada memorable, cuyos carruajes increíblemente lujosos se pueden visitar aún hoy en día en el Museu Nacional dos Coches. Al monasterio de Mafra, obra millonaria que fue uno de los símbolos de su reinado, le puso dos carillones porque uno le pareció barato.
Quizás el origen de todo esto sea la época espléndida de la expansión marítima y del imperio, los siglos XV y XVI, en que Portugal, entrando en contacto con otros mundos del mundo, se perfiló como una novela de ensueño, inventando el realismo mágico antes de que fuera inventado. Lisboa se transformó en una ciudad muy rica: una «orgía de mercaderes», en palabras del historiador Oliveira Martins. En El burlador de Sevilla,se cuenta que existían comerciantes lisboetas que medían el dinero en fanegas, como se medía el trigo, porque no había tiempo ni paciencia para contar monedas. En los pisos bajos del Palacio Real se situaba la Casa de la India, que controlaba el comercio imperial. Y en el estuario del Tajo podían verse más de 500 naves ancladas, venidas del mundo entero. Lisboa era en aquella época lo que Nueva York está dejando de ser para que Shangai empiece a serlo.
Al español le cuesta entender que el indigente portugués tenga una mentalidad tan aristocrática, pero así es, más por timidez que por orgullo. Resulta curioso comprobar que los lusitanos han sustituido los títulos nobiliarios por títulos académicos. A los licenciados se les trata socialmente de doctor y a los doctorados de profesor doctor, y en estas palabras hay como un eco de antiguos tratamientos de señor conde o señor marqués.
Por lo demás, el portugués es muy barroco. Le gustan los detalles, no las estructuras. Aprecia, en todo, el talento decorativo. En un restaurante, el filete de ternera se sirve con patatas, arroz y verduras: el filete es pequeño, pero notable su séquito gastronómico. En España, los filetes de ternera son grandes y vienen con patatas fritas. Amante de las distancias y de los ensueños, perdulario y barroco, el lusitano es además muy individualista, lo que conlleva una cierta desorganización. Portugal transmite una suave impresión de caos, parecida a la que uno siente en una tienda de antigüedades. En España reina una mentalidad más geométrica, más germánica, quizás recuerdo del esplendor alemán de los Austrias.
La historia no basta para explicar esta manera de ser tan encantadora cuanto, a veces, exasperante. Portugal nació en el siglo XII, fruto de la ambición de una familia francesa (el primer rey portugués, Alfonso Henríquez, es hijo de un aristócrata borgoñés), que se apoyó en la nobleza que existía entre los ríos Duero y Miño. En el remolino político de la reconquista nació este pequeño Estado, que en un principio intentó crecer hacia el norte, hacia territorio gallego, formando la unión lógica del noroeste peninsular. Pero la historia no es lógica, aunque pueda ser comprensible: fracasando en su aventura gallega, la expansión del nuevo reino se hará hacia el sur. Galicia y Portugal, que básicamente son lo mismo en lo que respecta a sus raíces, se separaron para siempre, y la especificidad portuguesa se desarrolló a partir de la fusión de su raíz galaica con las culturas árabes y semíticas meridionales.
En 1385, con la victoria de Aljubarrota sobre los ejércitos castellanos, Portugal se aleja de la unión peninsular y, pocos años después, con la conquista de Ceuta, en 1415, se lanza a su aventura marítima. En menos de cien años, este país construye el primer imperio de dimensión mundial, con posesiones en América, África, Asia y Extremo Oriente. En realidad, es el primer imperio global, muy frágil por supuesto, pero el imperio español y el francés, el glorioso imperio británico y el actual imperio virtual norteamericano son una continuación de este primer boceto portugués. A partir de aquí, Portugal vive en la esquizofrenia de ser una pequeña nación que ha llevado a cabo grandes cosas: el portugués actual es un enano cuyos abuelos resulta que eran unos colosos.
Desde el siglo XVIII hasta la actualidad, la cultura portuguesa, consciente de su decadencia, ha vivido marcada por la obsesión mimética de lograr parecerse a los grandes países occidentales: la misma obsesión que existió en España, pero en el caso español esta manía imitadora se equilibraba con el amor hacia la pandereta y hacia todo lo castizo. En Portugal, casi no existe este orgullo nacional. El portugués ama demasiado lo extranjero. Las películas en otros idiomas siempre se han subtitulado. Por el contrario, España no es país de subtítulos, sino de doblajes.
¿Cuáles son los retos actuales de la portugalidad? El lector ya se ha dado cuenta de que, en realidad, Portugal es un país inviable. Siempre lo ha sido. No posee una individualidad geográfica; sus raíces más profundas las comparte con Galicia; su propio idioma es una evolución, una mundialización del gallego. La independencia portuguesa hay que crearla todos los días. Por eso, ser portugués cansa muchísimo. Se puede ser alemán, británico o francés tranquilamente, pero sólo se puede ser portugués en la intranquilidad. Sin personalidad geográfica específica, los portugueses tuvieron que labrarse un territorio propio en la mar. Es con prodigios de este tipo que la portugalidad se ha ido construyendo. Cuando una pequeña nación se decide por un destino separado, rápidamente descubre que tiene que reinventar su independencia en cada nuevo día de su historia.
La identidad portuguesa se fragua en este estado espiritual de vivir en la perpetua invención de su individualidad. Esto lo explicó muy bien Fernando Pessoa en Mensagem: el portugués es un militante de la imposibilidad. De su imposibilidad. Ser portugués constituye, en el fondo, una forma de heroísmo. En un occidente laico y hedonista, la sociedad portuguesa tiene alguna dificultad en aceptar el extraño sacrificio que conlleva la identidad lusitana. Y aquí se abre una paradoja: uno de los problemas del Portugal del último siglo ha sido su exceso de felicidad. La última invasión extranjera ocurrió en 1807; la última guerra civil se concluyó en 1834. Después de esto, las grandes catástrofes han ocurrido a lo lejos, como si fueran sueños. A lo largo del siglo XX, Portugal fue un país lunar. Y la nación se ha dormido.
El Portugal actual no sabe por dónde tirar. No sabe cómo despertar. Pero este problema, que parecía ser específicamente portugués, se ha visto que, al final, es de todo el mundo occidental. Quizás a causa de la fragilidad de su economía, Portugal sintió primero los síntomas de una crisis que es de todos. Efectivamente, la Península Ibérica constituye un lugar profético. Profética fue nuestra relación con el mundo árabe, a partir del 711: un anuncio de la tensión que marca, aún en la actualidad, las relaciones entre las naciones occidentales y el islam. Profética fue también nuestra expansión colonial: un bosquejo de la actual globalización. Profética fue en fin la guerra civil de España. Quizás esta capacidad de profecía ocurra porque llegan aquí primero las pateras de la historia. En el callejón sin salida que es el presente de Occidente, Portugal se siente, por decirlo de alguna manera, en su ambiente. El futuro que no tenemos hoy los occidentales es el futuro que Portugal siempre ha tenido. Y puede que la capacidad de inventar y de inventarse de los lusitanos sea una de las llaves del porvenir.