Hoy en día son muchos los jóvenes u observadores extranjeros que se preguntan cómo es posible que Franco muriese octogenario y en la cama. Si las calles españolas estaban tan llenas de demócratas y de defensores de las libertades como se dice, ¿cómo es que su régimen duró casi cuarenta años y tuvo una vida tan cómoda? Son preguntas con sentido común, porque es evidente que hay algo que no encaja. Siempre se ha justificado la pasividad del pueblo español con el miedo, pero no fue el miedo lo que dio longevidad a aquel régimen sino las inconfesadas simpatías que despertaban en la sociedad española algunos de sus principios. Al leer esto, muchos españoles de izquierdas se escandalizarán. Al fin y al cabo es cierto que había una España antifranquista con vocación democrática que anhelaba recuperar las libertades, pero no por ello era menos nacionalista que Franco. Al contrario, su concepto de patria coincidía plenamente con los ideales que el dictador imponía, la prueba es que el más importante de sus principios fundamentales, la sagrada unidad de España, sigue vigente entre aquellos que se proclaman demócratas de toda la vida y enardecidos luchadores antifranquistas.
Esta es, por lo tanto, la respuesta a tantos silencios y a tanta pasividad. Y es que, más allá del afán de recuperarse de la humillación sufrida por la pérdida de las colonias de ultramar y de la necesidad de mantener los privilegios de la oligarquía castellana, el famoso «Alzamiento Nacional» fue una guerra contra las libertades nacionales de Cataluña y Euskal Herria. De ahí que uno de los principales objetivos del franquismo fuese la destrucción de su identidad, lengua y cultura. El dictador sabía muy bien que destruyendo esas tres cosas destruía también la personalidad nacional de esos países. El asesinato de Lluís Companys es elocuente en este sentido. España asesinó a Companys no sólo por sus ideas políticas sino por la enorme carga simbólica que tenía el hecho de ser el presidente de Cataluña. También fue por eso que lo mataron en Barcelona y no en Madrid, para que la humillación fuese aun mayor. Se trató, como sabemos, de un crimen de Estado sin precedentes en la Europa democrática.
Es posible que los españoles de hoy, intentando eludir responsabilidades, opinen que no fue España sino Franco quien asesinó a Companys. A esos españoles habría que decirles que lo mismo podría haber aducido Alemania con relación a los crímenes de Hitler y, en cambio, su sentido de la responsabilidad -responsabilidad no significa culpabilidad- la llevó a pedir perdón por lo sucedido. Fue gracias a ese gesto que la viuda de Companys, Carme Ballester, recibió las disculpas del gobierno alemán por haber entregado a su marido a las autoridades franquistas y le pasó una pensión hasta el día de su muerte. En España, la negativa de los gobiernos socialista y popular a pedir perdón por aquel crimen denota tanto su simpatía por los verdugos como su falta de cultura democrática. Ello les impide tener ese gesto de dignidad.
Así se explican, por ejemplo, los intentos de asociar independentismo a terrorismo o las palabras del filósofo Gustavo Bueno lamentando que la Constitución española no permita hacer un juicio sumarísimo a Ibarretxe y fusilarle o la arenga del ultranacionalista español Albert Boadella instando al uso de los tanques contra aquellos que trabajan pacíficamente por la recuperación de la plena soberanía catalana y vasca. Según Boadella, «la situación se puede volver complicada cuando un Estado no tiene fuerza ni disposición moral para poner los tanques en la calle, si se produce un acto de desobediencia constitucional». La respuesta a Ibarretxe, dice, debería haber sido más contundente «porque estaría bien que algunos supiesen que hay formas de responder a las provocaciones».
Por extraño que parezca, hay algo bueno en todo eso. Por fin Boadella se ha desmaquillado y ha mostrado sus afinidades con el franquismo, cosa que convierte su obra en una farsa en el sentido más patético del término. Sus montajes teatrales sobre Franco son sólo eso, montajes. Es decir, meras operaciones económicas sin el menor riesgo personal. Víctima de su propia mediocridad, la llegada del independentismo al gobierno de Cataluña ha sumido a Boadella en una gran inquietud. Se ha dado cuenta de que cuanto más avanza el autogobierno catalán más insignificante es su figura. Percibe, con acierto, el desprecio que toda sociedad con un mínimo de autoestima dedica a los colaboracionistas y no puede soportarlo. Por eso, acompañado de un grupo de franquistas inconfesos, ha elaborado un manifiesto en el que afirma que no hay más pueblo que el pueblo español. Y aquel que se oponga, naturalmente, debe perecer bajo el peso de los tanques.
Como vemos, el espíritu de Franco sigue vivo y si él murió matando también quieren hacerlo sus hijos ideológicos. Se vio en la reciente manifestación de Salamanca con las amenazas de muerte a Carod. La ilegalización de partidos es antidemocrática, pero puesto que la ley existe nadie debe ser más consecuente con ella que aquellos que la han creado. Es por ello que debe exigirse la inmediata ilegalización del Partido Popular. ¿Se imagina el lector lo que habría ocurrido si en una manifestación convocada por EHAK se hubiesen exhibido pancartas diciendo «Rajoy al paredón» o «Acebes esta es tu caja»? Ahora mismo se estaría tramitando la ilegalización de esa fuerza política. De hecho ya la exigen sin las pancartas. Pues bien, el Partido Popular, convocador de la manifestación, se convierte así en un partido terrorista que no sólo no retiró las pancartas sino que las mantuvo hasta el final. Su ilegalización, por consiguiente, de acuerdo con la ley, debe ser inmediata; y son el PSOE, CiU, PNV y IU, quienes deben promoverla ante el silencio del poder judicial. De otro modo, su silencio les convierte en cómplices. Y no lo son, ¿verdad?
Berrian euskaraz argitaratua 2005eko ekainaren 24ean