Un viejo y ya desaparecido escritor vascongado, de la zona continental, afirmaba que los vascos pertenecemos a un país que no existe. Se llamaba Mark Légasse y lo conocí hace muchísimos años, en su casa de Ziburu que se abría sobre un puerto de ensueño, como salido de un cuento, a la orilla del bravo Cantábrico. El mismo Mark solía añadir que, en ese escenario, ser vasco era lo natural, lo cual es un apunte notable. Los vascos somos, siguiendo el hilo, un pueblo original pero no extraño.
Los vascos, como otros antiguos pueblos de Europa, estamos revestidos de una aureola romántica, repleta de mitos y carente de realidades. Para bien y para mal. En ocasiones somos tratados como los últimos vestigios del Cromagnon que sobrevivió en medio de los hielos al Neandertal, nuestra vieja lengua es referida como la propia de aquellos misteriosos atlantes y nuestros instrumentos musicales son comparados a los de las tribus polinesias más salvajes. En el lado contrario, también somos retratados como feroces terroristas, intransigentes y contumaces defensores de las tradiciones más trasnochadas y, asimismo, como nefastos políticos representados por organizaciones pre-democráticas. Hay versiones para todos los gustos.
Me atrevería a decir que tanto en un aspecto como en el otro las versiones difieren de la realidad, del día a día que hacemos quienes vivimos en este territorio que se asoma a las dos vertientes del Pirineo. Los vascos pertenecemos a un país que no existe, como repetiría Mark Légasse, pero tenemos una conciencia colectiva muy arraigada. Por encima de cualquier consideración, hasta la ideológica. Con label.
¿Qué sucede entonces para que las versiones sobre las secuencias de nuestras expresiones sean tan diferentes? Creo que la respuesta es sencilla: somos un pueblo desconocido. ¿Por qué? Porque las versiones que circulan en el exterior son, por lo general, interesadas. Políticas. Incluso las más románticas son extremadamente vetustas.
El primer consejo que le daría a alguien que se interesara por el País Vasco es el más obvio. Que venga y nos conozca, de primera mano. Y que conste que no soy amigo del turismo. No estoy ofreciendo escenarios como los de Mark Legase, que los hay, sino contacto con las gentes de nuestro país, con los más ancianos y los más jóvenes. Como lo han hecho Giovanni y Ángelo, los autores de este libro.
Y el segundo consejo es, no podía ser de otra manera, el de la lectura. Podría añadir que «con criterio», pero ahí está la habilidad del lector para separar el grano de la paja. Todo es interesante.
Sobre el primero de los consejos, el de los viajeros y el País Vasco, las versiones históricas nos presentan una sociedad rural, guardián de sus costumbres, hablando el idioma del demonio… en fin tópicos con su parte de verdad que fueron propagados por Aymeric Picaud y otros viajeros que, por lo general, cruzaban el país camino de Compostela. Pero también tenemos descripciones más modernas, y acertadas añadiría, de la mano de Ernest Hemingway, John Dos Passos, Joanes Urzidil o Víctor Hugo. Entre medio, en 1961, el italiano Tognocchi escribía en una revista de viajes: «El misterio que rodea el origen de los vascos ha fascinado durante siglos a viajeros y científicos: pero el secreto de este pueblo, pobre y valeroso, que tiene dos nacionalidades y una sola lengua, permanece aún inviolado en un pacífico rincón del Pirineo».
Esta última es la versión más extendida. Que llama a engaño. Porque la sociedad vasca, 40 años después de la interpretación de Tognocchi, es una sociedad moderna, urbana sobre todo (en un 85%), que habla euskara, castellano o francés, pero también inglés, como las nuevas generaciones de jóvenes. Que ha sufrido las transformaciones propias, nuevamente para bien y para mal, de las sociedades europeas más industrializadas.
Por eso, el viajero debe de renovar su bagaje. Para encontrar, sin duda, que esta porción de tierra que nos acoge, entró también en el siglo XXI, con sus peculiaridades, sus límites y sus expresiones más avanzadas.
La invitación a la lectura, el segundo de los consejos, me llevaría a uno de los autores de este libro, Giovanni Giacopuzzi. Conocí a Gionvanni en las fiestas patronales de no recuerdo qué pueblo de Gipuzkoa, hace ya casi 20 años. Me sorprendió el interés de un tirolés por los vascos. No era una curiosidad política la suya, muy en boga en los años 80, sino más bien humana. Me sorprendió su disposición al contraste. De unas interminables discusiones nació una amistad. Entre medio, Giovanni se convirtió en experto en la cuestión vasca. Decenas de conferencias, varios libros y una sabiduría que a veces impresiona. Con Giovanni conocí a Ángelo, cuando hacía prácticas en un periódico de Madrid. Su tendencia al contraste les había unido. Lo que Giovanni escribía, Ángelo lo transmitía por la radio. Dos medios para un modelo.
Ambos me confirmaron que no todo el periodismo está alineado con el poder. Que hay todavía esperanza en la profesión. La pasión de ambos por el tema vasco proviene de sus numerosos viajes, y también de la lectura. No se equivoquen. No de la lectura de los trabajos proclives al reconocimiento de los derechos históricos y democráticos de los vascos sino de todo lo relacionado con nosotros. Como debe de ser. Con amplitud.
Porque, permítanme la perversión, uno no se hace con adulaciones, sino también con palos. Los padres sabemos que las contrariedades también forman la personalidad de los hijos. Lo decía con acierto y cargando las tintas el cubano José Martí: «el amor a la patria no es el amor ridículo a la tierra, ni a la hierba que pisan nuestros pies. Es el odio invencible a quien la oprime. Es el rencor eterno a quien la ataca». De esa máxima aprendimos y, desgraciadamente, seguiremos aprendiendo.
El País Vasco, el pueblo del euskara, su lengua, está matizado y tamizado precisamente por esos filtros. Nos han hecho en gran medida los vecinos. Con dos sociedades muy contradictorias oprimiendo nuestros pulmones, hemos marcado más aún las diferencias. No voy a descubrir nada nuevo si digo que la Francia centralista e hipócrita y la España racista y medieval, han sido los peores enemigos imaginables. Es evidente que no puedo generalizar. Pero esos enemigos nos han conformado, por exclusión, un universo político, social y cultural que es precisamente el que Giovanni y Ángelo tratan en su libro.
Con humildad, sin apariencias, el tejido social vasco tiene mucho que aprender de los pueblos de Europa y del Mundo pero creo también, desde la modestia, que tiene mucho que enseñar. La palabra solidaridad (elkartasuna) se escribe con mayúsculas en nuestro diccionario. En América Latina, en África… centenares de vascos honran el concepto solidario con su compromiso. Ese mismo compromiso que en pleno siglo XXI, en una sociedad consumista, sin valores, lleva a más de 700 jóvenes y no tanto a la cárcel por creer en un mundo distinto, a varios miles de ellos al exilio y a la clandestinidad. Pocas sociedades europeas tienen una juventud semejante que ante la elección de un compromiso cuyo final más que probable es la cárcel, no tiene duda. No estamos hablando de intenciones cuando se trata de ellos, estamos hablando de hechos.
En una medida semejante, las grandes movilizaciones europeas contra la degradación del medio ambiente, contra la energía nuclear, contra las guerras que han asolado los cinco continentes en los últimos años han tenido a nuestra tierra como escenario importante. Vuelvo a repetir con humildad que nos somos los únicos. Pero si una eslabón destacado entre los comprometidos.
Presten atención por favor a ese País Vasco desconocido, como lo hicieron Giovanni y Ángelo y descubrirán un espacio de interés. Llegarán a múltiples conclusiones, algunas de las cuales incluso las intuyo. Descubrirán que el discurso político de buena parte de los dirigentes europeos en la actualidad está envuelto de mentiras. Mentiras importantes que han jalonado la historia contemporánea de nuestro país. Tal y como las que llevaron al Consejo de Naciones Unidas a echar la culpa a los vascos del atentado del 11 de marzo de 2004 que ocasionó en Madrid casi doscientos muertos. Aquella fue una gran mentira, urdida desde el Gobierno español, como la construida 60 años antes por Franco cuando negó una y otra vez que los aviones nazis habían bombardeado Gernika.
Mark Légase, hombre socarrón donde los hubiera, nos hablaba de ese país que no existía. En su fueron interno, Mark sabía de sobra que el País Vasco, Euskal Herria, tenía, tiene, una identidad muy marcada. Sin tener que referirse a cuestiones relacionadas con el Rh de la sangre, la inclinación de la nariz en los semblantes de sus gentes o el tamaño descomunal de sus orejas. Trivialidades. La razón de la exisntencia de ese país está en la voluntad, como bien expresan Giovanni y Ángelo, de sus habitantes, de los vascos. Esa es la expresión democrática suprema. El resto son mentiras o malformaciones de la realiad. ¿El País Vasco no existe? No existe en la medida que es un país desconocido. El día que el resto de los europeos conozca nuestros códigos vitales, los políticos, los sociales, los culturales… no tengo duda de que pasará la frontera de los sueños para asentarse en el terreno de las realidades. Y dejaremos de ser ese pueblo desconocido. Porque hace tiempo que nos ganamos la existencia.