Es recomendable hacer leer a los niños, aunque sean versiones más ligeras, grandes obras de la literatura universal. Lo que es realmente bueno para los niños continúa, después, siendo excelente para los adultos. Pocas cosas se agradecen tanto como adentrarse pronto en la ‘Odisea’ o ‘El Quijote’, en ‘Moby Dick’ o ‘Robinson Crusoe’. Es lo mismo que la lectura no sea exhaustiva; lo que cuenta es el vuelo de la imaginación y la educación en la libertad de elegir. Este es el caso también, y muy destacado, de ‘Los viajes de Gulliver’ de Jonathan Swift, una lectura que transcurre entre enanos y gigantes mientras refleja un universo moral complejísimo.
El de Jonathan Swift, un hombre poseído por una pasión ética extraordinaria que se pasó toda la vida haciendo propuestas para mejorar a la vez que creía que las cosas empeoraban irremisiblemente. No es extraño que Swift, el moralista, a menudo acabe con el más negro de los sarcasmos, como cuando en el texto titulado elocuentemente ‘Una proposición modesta’ sugiere a los irlandeses que devoren a sus hijos para evitarles el miserable futuro que les espera.
El entusiasmo reformista de Swift va acompañado casi siempre de la desesperanza respecto a la naturaleza humana. Lo que modera esta compañía es un agudo sentido de la parodia que transforma, mediante la fantasía, lo trágico en cómico. Estos son los ingredientes que le permiten elaborar su gran obra, ‘Los viajes de Gulliver’. Mientras deambula entre enanos y gigantes, por Liliput o por Brobdingnag, el honesto y sensato Gulliver va descubriendo los achaques políticas, sociales y morales que el mismo Swift ha denunciado tantas veces a lo largo de su existencia en relación con Inglaterra e Irlanda. Sin embargo, la lección de Gulliver es universal y va más allá de su época. Si viajara a la nuestra no encontraría conductas muy distintas de las que encontró entre los liliputienses.
ARA