En el Estado español, independentismo es terrorismo

 

 

Hace unos días, el abogado Andreu Van den Eynde dijo que no importa lo que diga la ley de Amnistía, ya que “el poder judicial encontrará la fórmula para oponerse”. Y añadió: “El Tribunal Supremo ha instituido un nuevo delito: el delito de independentismo; y nos lo han corroborado: ser independentista es un delito”. Tiene razón. Es un delito. Un delito hermanado con el delito de terrorismo, hasta el punto de que el poder judicial, los cuerpos de seguridad y unos determinados partidos políticos y medios de comunicación se encargan de asociar ambas cosas para que arraigue la idea de que el independentismo es terrorismo. Ahora entraremos en el asunto.

Antes, sin desmerecer las palabras del señor Van den Eynde, quisiera precisar que no me parece que el Supremo haya inventado nada en este sentido, simplemente lo ha hecho más patente, dado que el independentismo catalán siempre ha sido considerado delito en el Estado español. Otra cosa es que fuera minoritario y que el Estado no tuviera necesidad de mostrar las garras que ahora nos muestra. Pero antes, durante y después de Franco, el independentismo siempre ha sido satanizado en el Estado español. Tanto las acciones reivindicativas como la ideología en sí misma. Y es que el prejuicio es ancestral y sube o baja según late la sociedad catalana.

Hay muchos catalanes que piensan que el intento jurídico de identificar el independentismo como terrorismo es un mero ardid para encarcelar al president Puigdemont, el hombre más odiado de España, y para disuadir al pueblo catalán de hacer actos reivindicativos por la libertad del país. Esta intención está ahí, claro que sí, pero la base que la motiva es mucho más profunda que todo esto. Quiero decir que no es algo que dicen sin creérselo. ¡Por supuesto, que se la creen! ¡A ojos cerrados! Como he escrito en ocasiones anteriores, España es una religión, y sus fundamentalistas, que son millones y ocupan todos los poderes del Estado, creen firmemente que el independentismo atenta contra su principio más sagrado, que es la ‘unidad de España’, y para combatirlo están dispuestos a todo. A todo. El ridículo que hacen ante la justicia europea no les frena en absoluto, ya que el rasgo más característico de un fundamentalista español es la cerrazón, y está convencido de que es la justicia europea, no él, la ignorante y primitiva.

Aunque las medidas represivas tienen un formato diferente en función del marco geopolítico, las pulsiones que vemos en el fundamentalismo islámico contra las mujeres que se niegan a llevar el velo no son ideológicamente distintas de las que se desataron contra los lazos amarillos catalanes, o de las que se desatan ante la visión de una estelada o las que adopta la homofobia contra la gente LGTBI. La raíz psicológica de estas pulsiones es exactamente la misma. En todas ellas late el odio a la diferencia, y también laten la intolerancia, el dogmatismo, el autoengaño y, a menudo, un gran complejo de inferioridad. Ésta es la razón por la que el Estado da forma jurídica no sólo a la criminalización del independentismo, sino también al hecho de ser independentista. Al igual que la religión católica considera pecado tener ‘malos pensamientos’, también la religión española considera terrorista tener ‘el mal pensamiento del independentismo’. No importa que uno sea independentista pasivo; el solo pensamiento, la sola idea de serlo, ya es la raíz del mal.

Esto explica por qué el colapso de las principales arterias de comunicación y la invasión de pistas del aeropuerto de El Prat recibe una definición jurídica diferente según quien haga la convocatoria. Si son los payeses, taxistas o controladores aéreos, la definición es ‘desórdenes públicos’; si quien la hace es el independentismo, la definición es ‘terrorismo’. Recordemos, en este sentido, qué ocurrió el 28 de julio de 2006 en el aeropuerto de Barcelona, ​​cuando más de trescientos trabajadores invadieron las pistas y detuvieron el tráfico aéreo. La acusación lo calificaba de ‘delito de sedición’, pero se desestimó y quedó en ‘desórdenes públicos’, porque los manifestantes no estaban militarizados. Estamos hablando de un Estado que realiza juicios de intenciones y que valora los actos de revuelta popular en función del pensamiento político de los sublevados.

La extensión de este odio visceral al independentismo la encontramos en la reciente causa penal abierta contra el president Puigdemont, acusándole de ‘terrorista’. La lógica que siguen es esa: si las manifestaciones independentistas fueron terrorismo, el president Puigdemont, como presidente del país en ese momento, es, por defecto, el terrorista mayor. Y para remachar este clavo le acusan de tener “carisma”. ¿Vemos el paralelismo que pretenden establecer con el ‘carismático’ Donald Trump y la invasión armada del Capitolio? Llevar pancartas que digan “Spain, sit and talk” es terrorismo; “terrorismo callejero” destinado a alterar la paz pública con intención de coaccionar a los poderes del Estado para que actúen de forma determinada. ¿Pero que no es éste, justamente, el objetivo de toda manifestación ciudadana: coaccionar a los poderes públicos para que actúen de acuerdo con las reivindicaciones? Los payeses, los taxistas, los controladores aéreos, los maestros, los sanitarios… alteran la paz pública para ser escuchados y presionar los poderes públicos en favor de sus reivindicaciones. Claro que sí. A esto se le llama estado de derecho, a esto se le llama democracia, a esto se le llama libertad de expresión. Pero sólo donde hay cultura democrática. Donde hay cultura dictatorial, se llama terrorismo. Por tanto, insto a los lectores a permanecer dispuestos al día, bastante cercano, en que, para poder conceptuar como terrorismo todo el independentismo, absolutamente todo, no sólo el que se moviliza, los poderes públicos españoles acuñarán el concepto ‘terrorismo pasivo’.

EL MÓN