Elogio del ritual

Ahora que ya han pasado las elecciones, supongo que con el resultado que yo esperaba (escribo esto, obviamente, antes del día 22), quizás vale más que dediquemos un rato a descansar de tantos discursos encendidos y vacíos, de promesas irresponsables de los políticos, y de ese aire general pesado y espeso que, desgraciadamente, acompaña casi siempre a las campañas. Descansemos un poco, unos días o al menos unas horas, pensemos en algo frívolo, o no tan frívolo pero más entretenido. Por ejemplo, el tema de los ceremoniales suntuosos, de los rituales papales, de las bodas reales que un buen tercio de la humanidad contempla embelesada en la pantalla pequeña, y otros espectáculos de este mismo estilo o contenido. Tal como afirma mi amigo Terricabras, filósofo admirable y eminente, puede que la mayor parte de la humanidad (incluida la occidental y cristiana o ex-cristiana) se encuentre en una etapa que llamaríamos premoderna, es decir prerracional y precientífica , y no en esta supuesta postmodernidad que durante tantos años se han empeñado en hacernos creer un puñado de señores muy bien puestos (y pocas señoras) de una cierta élite intelectual, principalmente francesa, es decir, presuntuosa, autocomplaciente y llena de vanidades verbales. Ellos, los miembros de esta élite pagada de sí misma, tal vez sí se pensaban ya libres de la herencia de la revolución científica, del racionalismo y de la ilustración: libres para ir no se sabe dónde, o para no ir a ninguna parte. Pero la mayor parte de la ciudadanía y del pueblo llano seguramente somos, en realidad, aún más medievales de lo que pensábamos, menos racionales y menos modernos, si entendemos por premodernos y medievales, como nos recuerda Terricabras, el hecho de embelesarnos, por ejemplo, ante espectáculos pontificales o reales, de personajes con mitras y capas o con uniformes llamativos y enmedallados, y ante ceremonias fastuosas en catedrales, plazas, calles o palacios. Ante procesiones y desfiles, y de coronaciones, bodas y otros festivales de teatro público y habitualmente gratuito. Esto, sin embargo, en diferentes medidas, es una constante de las sociedades humanas, y ya les pasaba a los egipcios, y a los asirios, a los aztecas o a los romanos. No tanto los griegos, que también en este campo de la pompa y el esplendor solían ser más reticentes y modestos, quizás más racionales también. Pobre gente del común, pobre gente del pueblo ignorante y espectador (incluidos algunos intelectuales como yo mismo, que hemos leído tantos libros, y que hemos escritos unos cuantos), que durante siglos y milenios hemos sentido un confort irracional, un calorcito emocional, un placer derivado y epidérmico, contemplando los triunfos y las glorias, las capas y las joyas (o los sombreros horribles y extremos) de los poderosos del mundo.

Pobres millones y millones de personas que en funerales, coronaciones, exaltaciones, palacios abiertos (abiertos ahora a las cámaras, a la vista de todos…), bodas, juramentos presidenciales, cenas de gala, desfiles de actrices con vestidos imposibles, etc., nos hemos embobado mirando el esplendor de actos y actores de un teatro distante, antes sólo de los titulares de las más altas jerarquías del poder, ahora también de los simplemente famosos. No los escasos resistentes a estos placeres del deslumbramiento, desde los filósofos estoicos o cínicos hasta todo tipo de partidarios de los valores más ásperos de la democracia, pensadores o practicantes de la igualdad de los ciudadanos, herejes, socialistas, liberales, poetas líricos, artistas, inconformistas, réprobos o revolucionarios. No esta minoría, pues, históricamente variable y siempre recompuesta, sino el resto de los humanos, el pueblo llano y poco leído, los premodernos emocionales, los medievales irreflexivos. Bueno pues, he aquí la pregunta: ¿qué haríamos sin estos espectáculos rituales, pobres de nosotros, espectadores del esplendor de los demás? ¿Sería nuestra vida más bella y más plena sin estas funciones de teatro abierto al pueblo? ¿No sería, quizás, una vida un poco más triste y más aburrida? No sé muy bien qué ganaríamos, los plebeyos, privándonos de esta forma de participación irracional, vicaria y derivada, en la gloria, la riqueza, la belleza (¡ay, las modelos de pasarela!). De unos pocos privilegiados, cualquiera que sea el origen del privilegio, y tanto si se trata de cardenales y papas, como de reyes y reinas, duquesas, lores y condes, príncipes y princesas, hadas en forma de actrices, futbolistas, presidentes de Francia o de los Estados Unidos (¿recuerdan la toma de posesión de Obama?, ¿y la de Mitterrand hace treinta años?…).Y etcétera, y lo dejaremos aquí, antes de entrar en confesiones inconfesables.

 

Publicado por El Temps-k argitaratua