El último viaje de Stefan Zweig

El 22 de febrero de 1942 aparecieron los cuerpos inertes de una pareja en un dormitorio del número 34 de la calle Gonçalves Dias, de Petrópolis, Brasil. Ella recostada sobre él, las manos entrelazadas. En la mesita de noche había un vaso con un trébol de cuatro hojas y restos de veneno. Y en la pared, una poesía de Camões: “¡Ay, si al menos un pliegue de la esfera terrestre fuera seguro para el hombre!”. Aquellos cuerpos eran los de Lotte Altmann y su marido, Stefan Zweig, “el más grande europeo de su tiempo”.

Así lo definían sus amigos. Y sus amigos no eran unos cualesquiera. Entre otros, Albert Einstein, Richard Strauss, Sigmund Freud, Joseph Roth y tres escritores que ya eran o serían premios Nobel de Literatura: Romain Rolland, Thomas Mann y Hermann Hesse, con quienes mantuvo un rico intercambio epistolar toda la vida. Stefan Zweig (1881-1942), cuya pasión por viajar solo era comparable a su pasión por escribir, llegó a Brasil huyendo del nazismo. “Ni en el caso de una derrota de Hitler me veo capaz de iniciar una nueva vida”, reconocía.

Desde el suicidio del escritor, de 60 años, y de su segunda esposa, de 33 años, el mundo es un poco peor. El lamento en caliente de André Maurois sigue teniendo hoy en día vigencia: “Muchos hombres de bien, en toda la tierra, deberían meditar sobre la triste noticia de este doble suicidio, además de preguntarse por la responsabilidad y la vergüenza individual y colectiva de una sociedad capaz de alumbrar una civilización donde alguien como Stefan Zweig no ha podido vivir”.

Ensayista, biógrafo, poeta, novelista, dramaturgo, traductor, conferenciante, libretista de ópera e intelectual de primer orden, este austriaco de origen judío fue ante todo un alma sensible. Y un viajero al que el planeta se le quedó pequeño. Europeísta convencido, cruzó el viejo continente de punta a punta. Visitó la India. Vivió en Suiza y en Londres, donde adoptó la nacionalidad británica cuando las leyes arias lo declararon apátrida. Antes de eso, entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, viajó a la URSS.

Y a América, cuando eclosionó el III Reich. Profundo conocedor de Estados Unidos, recorrió el continente de norte a sur. Una gira de conferencias lo llevó a la República Dominicana, Argentina y Uruguay. Y a Brasil, que fue para él lo que la estación de Astapovo para Tolstói. Como recuerda Oliver Matuschek en Las tres vidas de Stefan Zweig (Papel de liar), Romain Rolland dijo de él: “Siempre está de viaje, observando y anotando. Escribió sus obras más personales durante fugaces paradas en algún hotel”.

¿De qué huía? El azar le hizo nacer en una acomodada y poco religiosa familia judía de Viena, pero la literatura fue su única patria y Europa, su única fe. Antibelicista a ultranza, siempre se opuso al fanatismo. A cualquier tipo de fanatismo. Nunca aprobó la idea de crear un Estado judío en Palestina. “Después de regar el mundo con nuestra sangre e ideas durante 2.000 años, ahora no podemos limitarnos a ser una nacioncita en un rincón árabe”, le dijo al sionista austriaco Mark Scherlag.

El cronista envidia a quien no haya oído hablar jamás de Stefan Zweig (1881-1942). ¡Qué maravilla descubrirlo y leerlo por primera vez, como el náufrago que llega a tierra firme cuando ya se creía perdido! O como el minero que avanza por galerías subterráneas donde cada nueva veta de oro supera a la anterior. Relatos y novelas como Carta de una desconocida, Noche fantástica, Ardiente secreto, Viaje al pasado o Veinticuatro horas en la vida de una mujer, entre otras, son catedrales de tinta.

¿Y qué decir de sus biografías? ¿De sus ensayos? Sus libros reviven las vidas de María Antonieta, Fouché, María Estuardo, Magallanes, Casanova, Erasmo de Rotterdam, Tolstói, Dostoyevski, Dickens, Stendhal y muchos más. Sus reflexiones sobre la historia y sobre su propia vida, Momentos estelares de la humanidad y El mundo de ayer (ambas en Acantilado, como muchos de los títulos aquí citados) le dieron popularidad y fortuna. Pero bajo esa apariencia de escritor de éxito, había alguien muy frágil y depresivo desde su juventud.

Si la guerra de 1914 fue un duro golpe para su ideal de una Europa supranacional, imaginaos qué debió sentir con el ascenso de Hitler, la Alemania del Anschluss, la nazificación de Austria y la persecución de los judíos. Desde ese preciso momento, su destino se encamina a aquella casa del número 34 de la calle Gonçalves Dias. Jean-Jacques Lafaye, otro de sus biógrafos, dice en Una vida de Stefan Zweig (Alrevés) que “era uno de esos seres que presienten el aliento helado del invierno antes que las hojas de los árboles”.

El suicidio era su obsesión. Muchas de sus protagonistas ponen fin a sus días de forma voluntaria. El dato tiene relevancia porque él se identificaba siempre con sus personajes. Su primera esposa, Friderike Burger de soltera, aunque conservó el apellido Zweig incluso después del divorcio, sostiene que su marido le propuso dos veces que se suicidaran juntos. Esa fue una de sus confesiones a Donald Prater, autor de la que se considera la mejor biografía del escritor, European of yesterday, no traducida al castellano.

Los años de exilio y el último viaje se reflejan muy bien en una película de la directora Maria Schrader, Stefan Zweig: adiós a Europa (2016). El actor Josef Hader, con una interpretación magistral, encarna a un personaje que creía “que las fronteras y los pasaportes un día serán algo del pasado, aunque no creo que yo viva para verlo”. Él, que quería una Europa sin fronteras y sin pasaportes, tuvo que pedir visados para huir de la tormenta y cruzar el océano. No sirvió de nada. Sus fantasmas le alcanzaron.

Hay una imagen que refleja como pocas esa persecución, esa derrota asumida y aceptada. En Nueva York, antes de partir rumbo a Brasil se reencontró con Friderike y con muchos de sus íntimos, también exiliados. Aunque ellos no lo sabían, era un adiós. Cuando se despidió del poeta alemán Joachim Maass, a quien quería especialmente, le regaló su máquina de escribir Remington. Maas la aceptó encantado, en la creencia de que su amigo se compraría otra en Brasil. Pero luego se le encendieron las luces de alarma…

Cómo era posible que una persona como él, que tanto valor simbólico daba a ciertos objetos, se desprendiera de la máquina que había utilizado para escribir El mundo de ayer, su propia autobiografía. La respuesta vendría poco después desde el número 34 de una rua de Petrópolis que ha pasado a la historia universal de la literatura por una triste razón. Algunos conocen esta ciudad como la Semmering brasileña. Allí, en la montañosa Semmering austriaca, había escrito en otra vida un poema premonitorio:

Cuando la copa se inclina

se ve el fondo de oro claro,

envejecer es sólo el ligero

comienzo de la despedida.

Nunca brilla más el cielo

que con la luz que se va

 

Creía que “lo común, la unidad de Europa, es tan necesaria como el respirar”. ¿Qué opinaría del Brexit? ¿De las guerras que aún nos desangran? Clamó contra la persecución de los judíos y también se apiadó de los soldados enviados al matadero por el delirio del Führer. Cometió fallos: era humano. No fue un santo. Sobrecoge recordar que arrastró en su desesperación a una mujer que podría haber sido su hija, que estaba cegada de amor y que sin duda lo idolatraba. Pero sus lectores coinciden en que la luz de sus libros no se ha ido.

¿Sabéis qué lo hacía sentirse más orgulloso de cuanto escribió, y escribió mucho? Una carta a Mussolini en la que pedía clemencia para el antifascista Giusseppe Germani, al que el Duce conmutó la pena de muerte por el destierro. Este éxito le alegró más que si le hubieran dado el Nobel, para el que el parecía predestinado si un frasquito de veronal no se hubiera cruzado en su camino y si el mundo que hemos construido entre todos no hubiera resultado demasiado pequeño y ruin para alguien tan grande como él.

Ojalá veáis el amanecer tras esta larga noche; yo, demasiado impaciente, os precedo” (STEFAN ZWEIG ‘A sus amigos’, en su nota de suicidio)

LA VANGUARDIA