El final del independentismo

Si se quiere dar el paso definitivo a la independencia es necesario que la mayoría soberanista haga un último gran salto adelante en el cambio de visión política -de mentalidad y de relato- que nos ha llevado hasta aquí. Y es este: de la resistencia y la reivindicación hay que pasar rápidamente a una fase constructiva y a la asunción -también mental- de todas las responsabilidades propias de un Estado independiente. Dicho para que se entienda bien: hay que dejar de ser independentistas y aprender a asumir los compromisos propios de un ciudadano libre en un Estado plenamente democrático. Y, claro, hay que aprender a dejar de ser antisistema porque una República Catalana es un sistema político completo, con el perfil que las mayorías sociales le vayan otorgando, democráticamente, a lo largo de los años.

La razón de fondo es que la gran victoria del 27-S -el Parlamento de Cataluña, con una altísima participación, pasó de 24 a 72 diputados explícitamente comprometidos con la independencia- era una condición necesaria pero no suficiente para llegar a ella. El 27-S fue la expresión diáfana de la culminación del paso del autonomismo al independentismo, en un proceso de casi diez años. Misión cumplida. Nunca más habrá elecciones autonómicas. Pero ahora hay que hacer la segunda parte del camino: pasar del independentismo en su concreción a un Estado moderno, democráticamente avanzado, económicamente próspero, socialmente justo y abierto a la participación solidaria y responsable con las otras naciones que buscan los mismos objetivos. Y no tenemos diez años más para hacerlo.

Observen, particularmente, que este segundo y definitivo paso que nos llevará del independentismo reivindicativo al sentido de Estado nos ofrece la gran oportunidad de inclusión en el proceso de nuevos sectores de catalanes que hasta ahora no se han sentido llamados o que han sido, a menudo con razón, recelosos. Creo que el independentismo ya no podía crecer más en esta fase meramente reivindicativa. Por fin acabaremos con esa tontería de los “indecisos”. Para muchos la independencia ha sido una apuesta hecha a ciegas. La distancia que se ha mantenido estable en los últimos dos años entre el 80 por ciento de soberanistas -derecho a decidir y el 50 por ciento de independentistas era resultado de este vacío de contenidos y, sobre todo, de procedimientos precisos. Un vacío que no se debe a la ausencia de estudios, informes y análisis solventes sobre el horizonte de la independencia, sino a la falta de concreción política de cómo se harían realidad las promesas que se asociaban a la misma. A partir de ahora, la promesa de normalidad debe ser más convincente que la de una excepcionalidad inacabable.

La superación de la fase independentista el 27-S, según mi criterio, conllevará redefiniciones y reequilibrios -no exentos de tensiones- en el papel de los actores que hasta ahora han intervenido. Obligará a cambios importantes de terminología. Y también supondrá algunos cambios en los estilos a través de los cuales se ha expresado la voluntad de emancipación política. No digo que haya que renunciar a la “revolución de las sonrisas”, pero en los próximos meses, en más de una ocasión, tendremos que poner cara seria. Y a este nuevo período preconstituyente se deberán añadir unos modelos participativos que exigirán otro tipo de compromiso más informado, reflexivo, deliberativo y sistemático. Y habrá que tomar muchas y grandes decisiones que no serán ni unánimes ni cómodas.

El independentismo, las actitudes antisistema, no han sido fáciles, pero tenían la ventaja de delegar la culpa fuera de uno mismo. Ahora se trata de seguir siendo radicales en los objetivos mientras nos despedimos definitivamente del independentismo para asumir la condición de ciudadanos libres de la República Catalana.

ARA