El falso problema «territorial»

De hecho, no somos pocos los que nunca hemos pensado en España como una solución a nuestros problemas, sino como el primero de estos. La batalla de las palabras es muy importante y, a fuerza de ir repitiéndolas, se acaban instalando en el cerebro de la gente y la mentira se convierte en verdad, la duda en certeza y la insinuación se convierte en dogma. Es lo que sigue pasando, ahora mismo, después de la incuestionable mayoría parlamentaria de signo independentista, obtenida en Cataluña el 27 de septiembre.

La prensa española y, curiosamente, también la vasca, se refiere una y otra a lo que llaman la cuestión territorial o el problema territorial. En realidad, el debate sobre el falsamente llamado modelo territorial está más vivo que nunca. Y es así porque no se trata de una cuestión puramente técnica -de qué manera se ordena el territorio en un espacio geográfico determinado, de forma que esta planificación sea respetuosa con el entorno, la naturaleza, la flora, la fauna, etc.- como si se tratara de un tema puramente ecológico o conservacionista.

El eufemismo ‘modelo territorial’ acoge, esconde o desdibuja, según la intensidad de la intencionalidad ideológica de quien emplea la expresión, una realidad que no tiene nada ver con la geografía, la ingeniería técnica o la planificación territorial y sí, por el contrario, con la política: la realidad o composición plurinacional del Estado español actual. Plurinacional, es decir, también pluricultural y plurilingüístico. “En España existe un Estado y hay varias naciones”, afirmó hace un siglo el escritor de Monover José Martínez Ruiz, más conocido como Azorín, en un artículo en el diario español ABC. Pero cien años no parecen ser demasiados para tomar en serio la afirmación del prosista valenciano, ni siquiera para proponerse ir un poco más allá de las tres primeras letras del alfabeto, en cuanto a la comprensión y aceptación de la realidad plurinacional del Estado.

La eclosión del movimiento independentista en Cataluña y su diversificación ideológica democrática, desde la derecha hasta la izquierda antisistema, comprende todo el arco parlamentario, de progresista a conservador. Pero aún hay más: por un lado, su ampliación hacia todos los sectores de la sociedad catalana, por el otro la incorporación a la idea independentista de ciudadanos de las diversas oleadas migratorias llegadas al país, a lo largo de las últimas décadas, procedentes de los más variados orígenes geográficos, nacionales, culturales, religiosos y lingüísticos. Hablamos de factores suficientemente sólidos como para que nadie siga pensando en el independentismo minoritario, a veces romántico o prepolítico de tiempo atrás, sino de algo nuevo, merecedor de análisis cuidadosos y no el montón habitual de tópicos, tales como las descalificaciones de la especie sectores radicales, a menos que la radicalidad pueda abarcar millones de personas de toda edad y condición y a toda una mayoría parlamentaria, ganada limpiamente en las urnas. Con un simple paseo por cualquier ciudad o pueblo del Principado basta para darse cuenta de la vitalidad, actualidad e importancia del independentismo catalán, expresado, de forma espontánea, con miles de banderas esteladas que ciudadanos anónimos exhiben en balcones y ventanas y hacen volar por azoteas. Y que vuelven a sustituir, pacientemente, cuando la fuerza persistente de todos los vientos son dañadas. Cataluña ha cambiado, pero España sigue negando la realidad, despreciando las evidencias, ignorando los sentimientos de la gente. España sigue haciendo como siempre, inmutable, contraria a reconocer la diversidad y a valorarla positivamente. Por este camino, pueden acabar pasando de un territorio “donde nunca se ponía el sol”, a otro que de tan minúsculo que hará falta trabajo para que llegue a salir.

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