El desprecio de los hechos

En el excelente prólogo a la edición americana (1936) del clásico ‘Ideología y utopía’ de Karl Mannheim, Louis Wirth se admira de las dificultades que tienen los partidarios de ideologías diferentes para comprenderse mutuamente debido a las luchas personales por el reconocimiento y el poder. Y concluye: “De esta manera han entrado en el reino de las ideas y astucias del mercader, y se ha llegado a una situación en la que incluso los científicos prefieren que les den la razón antes que tenerla”. Sin embargo, la preocupación de Wirth es más global y expone las dificultades para aproximarse a los hechos sociales desde la racionalidad científica, capacidad que debería ir en beneficio de una comprensión mutua. Unas dificultades que el sociólogo norteamericano atribuye a la falta de una “visión del mundo” compartida y que ahora, empleando un lenguaje más aguado, atribuiríamos a la existencia de “relatos” incompatibles entre sí.

He recordado ahora el texto de Louis Wirth a raíz de la confrontación política actual, en la que las dificultades de comprensión mutua hacen prácticamente imposible no ya el acuerdo sino incluso el debate. Y uno de estos obstáculos es, precisamente, que cada parte sólo escucha lo que le conviene escuchar del otro, y omite todo lo que pondría en riesgo su propio argumentario. No hay, pues, posibilidad de comprensión mutua -que no implica el acuerdo ni siquiera la renuncia a la discrepancia- simplemente porque ya no se da el primer paso, que consiste en querer atender -y entender- las razones del adversario. Y que sea así en los momentos de máxima exasperación dialéctica, por ejemplo en un debate electoral televisivo, podría pasar. Pero que se repita en ámbitos supuestamente más reposados y reflexivos ya es más de lamentar.

Hay ejemplos a montones, pero citaré alguno notable, sin entrar ahora a rebatirlo a fondo. Es el caso de los que aseguran que el independentismo ha ignorado lo que se llama “el eje social”, o que ha forzado el silencio sobre el modelo de sociedad deseable del nuevo Estado. La evidencia empírica muestra que no es así y que el crecimiento de un movimiento popular a favor de un Estado propio, en este ciclo de casi diez años -y desde el primer momento-, ha ido estrechamente asociado a la esperanza de más democracia y más justicia social. Y que los debates sobre el modelo de sociedad futura han sido numerosísimos, con toda la variedad de expresiones posibles (mesas redondas, jornadas, congresos, informes, publicaciones…), en todos los registros (de los más expertos a los más populares y participativos) y en todos los campos de especialización imaginables. Asimismo, es bueno reconocer que el independentismo también ha hecho oídos sordos a lo que no le convenía escuchar -ya me he referido a ello en otros escritos-, lo que explica los límites de su último éxito electoral.

Con todo, lo que quiero destacar en estas líneas es, como Wirth, el problema general de las dificultades de comprensión mutua en una sociedad compleja, y no sólo en el debate político, sino en cualquier otro ámbito. En la mayoría de casos, el desacuerdo argumental no es consecuencia de la discrepancia sobre los hechos. En realidad, no se llega ni poder considerar y evaluar los hechos porque la discrepancia ideológica actúa, preventivamente, como arma de agresión y como escudo de defensa para no tenerlos que encarar. Véase, en este sentido, el caso de la supuesta privatización de la sanidad pública que tan bien discutía Guillem López-Casasnovas el pasado domingo en este mismo diario (*). En todos los casos, el drama no es la discrepancia de ideas, sino el desprecio de los hechos, sobre todo si ponen en riesgo los apriorismos que no están al servicio de la razón sino de la ambición.

(*) http://www.ara.cat/opinio/CUP-cafe-llet_0_1442855737.html

ARA