El camino está en cuesta, y vamos a pie

Entiendo muy bien que haya quien piense que la complejidad de la causa de la emancipación de Cataluña y el clima de confrontación política desaconsejan los ejercicios de autocrítica. Pero vista la desigualdad de fuerzas entre secesionistas y unionistas en el terreno del combate convencional -propagandístico y jurídico-institucional-, creo que el juego limpio es una de las mejores armas de las que dispone el independentismo. Y este juego obliga a la máxima exigencia crítica.

Pues bien: atendiendo a esta convicción, hay que reconocer que los resultados del 27-S no fueron ni los deseados, ni los esperados, ni los necesarios. Ciertamente, esto no resta legitimidad a las decisiones de la mayoría de diputados que se presentaron con un compromiso independentista explícito y que en tres años, de una tacada, han pasado de 24 a 72. Quien no permitió un referéndum limpio y claro no fue el soberanismo. Pero ni el número de votos ni sobre todo la composición de esta mayoría facilitan el camino. Y hará falta mucho coraje -e inteligencia- para redefinir su estrategia cuando hayan quedado desveladas las nuevas condiciones políticas: la composición del nuevo Gobierno, la respuesta que acabe dando el Estado a las intenciones del nuevo Parlamento y los resultados de las próximas elecciones españolas.

En cambio, sí que ahora mismo, un mes después del 27-S, ya se puede revisar críticamente la campaña de Juntos por el Sí, que es la que mostró menos capacidad de resistencia ante la dureza, por otra parte previsible, de las de los adversarios. Una revisión no tanto para señalar culpables como para revisar futuras estrategias, y no sólo electorales. Está claro que para hacer un análisis a fondo todavía faltan estudios pertinentes que nos informen con el máximo de detalle posible sobre las decisiones de voto que llevaron a más de un setenta y siete por ciento de catalanes a las urnas. Pero hay algunos rasgos generales que ya se pueden adelantar.

En primer lugar, me parece obvio que el eslogan de la campaña era emocionalmente potente, pero sólo para los que se consideran independentistas “de siempre”. En cambio, para la mayoría de convencidos, este no era el “voto de su vida”, sino una apuesta relativamente nueva y atrevida. Y, sobre todo, si se quería convencer indecisos -como se dijo hasta la extenuación-, este no era el mejor reclamo. Podía haber sido el voto de su futuro, o el del futuro de sus hijos, pero no el de su vida, que es una expresión que miraba más a un pasado de lucha que a una promesa de futuro.

En segundo lugar, la extraordinaria movilización que se logró gracias a un voluntariado incansable, no pudo romper los espacios de adhesión previos. La emocionalidad fuerte que crea el vínculo de unos, a la vez, define la exclusión involuntaria de los “tibios”. Y esto, en tercer lugar, pone el foco en la poca atención que el argumentario de campaña puso en los obstáculos emocionales que sienten muchos catalanes ante del escenario de independencia, mientras se limitaba a insistir en los argumentos pragmáticos. En cuarto lugar, fue sorprendente que no se profundizara en el cómo se haría la secesión, lo que podría haber reducido la aversión al riesgo, sobre todo teniendo en cuenta la gran cantidad de trabajo realizado en este terreno y que se obvió. Finalmente, creo que fue un error forzar a la cabeza de lista a mantener un perfil poco beligerante, especulando con el nivel de participación. Un Romeva suelto habría dado mucho más de sí que el perfil en el que se le encorsetó.

Sean estos u otros, el análisis de los errores de campaña permite ver cuáles son los puntos débiles del independentismo, a menudo derivados -paradójicamente- de sus propias fortalezas y, por ello, más difíciles de reconocer.

ARA