Donde hay guerra, brota la desesperación. Centenario de los Recorts de la Darrera Carlinada de Marià Vayreda.

No creo que nos atrevamos a afirmar que debemos transformar la historia o la literatura en ley. De todos modos, recientemente se insistía con énfasis en el desarrollo de las disciplinas humanísticas entendidas como un mero epígono de la ciencia. Si estas no se investigaban con una metodología científica, se afirmaba, rápidamente se convertirían en algo poco más creíble que las esplendidas y encantadoras leyendas de antaño que nos susurlan los ancianos

Actualmente, no seremos tan optimistas. Aún así, nadie se atreverá a no afirmar que se deben seguir unas normas. Otra cosa es tomar los sueños y odios de la sociedad y hacer de ellos un problema matemático, pues, indudablemente, de esta manera es dudable que se puedan percibir las raíces de una colectividad humana.

8. 1.- La historia no se utiliza, se reflexiona.

Tucídides creía que para cultivar la historia, se tenían que cumplir cuatro condiciones. A decir verdad, no son tan fuertes como una fortaleza. No obstante, a pesar de constituir una eficaz ayuda, estos condicionantes nos obligan a esforzarnos. No podemos olvidar que estas reglas se respetan cada vez menos. Según nos dio a entender Tucídides, tenemos que respetar estas cuatro tentaciones para llevar a buen término cualquier proyecto de recuperación de una memoria humana concerniente a las artes, literatura o trayectoria social. Si no las interiorizamos, sería mejor que retornásemos a la paz de nuestros hogares.

Por si acaso, si a cualquier humanista le complacen trabajar bajo su inspiración, se las recordaremos.

La primera tentación es la tentación política. La historia se utiliza como un instrumento. ¿Para qué? Para enaltecer las características patrias. ¿De qué manera se sustentan en esta desnaturalización de las humanidades? Fácilmente. Las antiguas costumbres se cambian o se amoldan a los nuevos planteamientos doctrinales con el fin de garantizar sus deseos ideológicos.

Quienes efectúan esta perversión de las humanidades no suelen mencionar los conflictos sociales de un país, sino que se regodean mencionando los enfrentamientos bélicos surgidos entre diferentes patrias. La historia se solidifica en un memorial para resucitar la conciencia nacional, o en bastantes casos para inventarla. Por lo visto, no existen otras relaciones entre hombres y mujeres que las surgidas del marco políticos de los estados.

Leopold Von Ranke, renovador de la historiografía del siglo XIX, desde su ángulo positivista, nos dejó una buena herramienta. Había que ceñirse al dato, olvidando la interpretación del mismo, que siempre era susceptible de ser subjetiva, aleatoria tal vez. Pero se le olvidó tener en cuenta que la interpretación puede ser arbitraria, pero que el dato no siempre es fuente de rigor y verdad. La interpretación será no útil, pero si la crítica del dato. Los documentos presentan interpolaciones, sentimientos unilaterales o mentiras descaradas.

Consecuentemente, el positivismo fracasó. Mommsen afirmó que según el sustrato histórico o lingüístico de Alsacia y Lorena, estas comunidades culturales debían ser alemanas. Y basta de discusión. Pero a Fustel de Coulanges no se le ocurrió quedarse sin replicar. Lo hizó. Alsacia y Lorena eran francesas, no por su devenir o sus tradiciones, pero si por algo más importante. La voluntad de los ciudadanos. Eso lo único definitorio. El nacionalismo galo siempre auspició la voluntad en la adscripción nacional como forma legítima de legalidad.

Se puede comprobar que tanto el nacionalismo historicista que se proyecta cara al pasado, como el voluntarista asentado en el futuro, ambos se afianzan en la utilización de la historia. Lo harán en nombre de unas generaciones pasadas o en el de una generación actual. Pero se efectúa.

La segunda tentación es la belleza. La literatura tiene su responsabilidad en este terreno. Claro, la novela recrea la historia como escenario primordial en su planteamiento. A ellos les da lo mismo escenificar sus tramas con fidelidad a los acontecimientos o adornarla a su antojo.

Relacionado con este hechizo, en la década de los sesenta del siglo XX, un miembro de la “école d’Annales”, Enmanuel Le Roy Ladurie, desde que intuyó que la disciplina histórica se debía insertar entre las ciencias, los humanistas empezaron a combatir aún más severamente la historia de “batallitas, listas de reyes y obispos”, así como la de “acontecimientos”. Además, Ladurie enfatizó que el historiador que no se convirtiese en un programador de computadoras, no sería nunca un historiador. De la historia de los grandes señores o dominadores del mundo pasamos en un breve espacio de tiempo al cómputo de la evolución del precio del cereal en una economía autárquica del Antiguo Régimen, preámbulo de las crisis de subsistencias que anuncian los conatos revolucionarios.

Posteriormente, Lawrence Stone empezó a reclamar la constitución de la “new old history”, apartándose de los deseos de Ladurie. Por ejemplo, Simon Schama, historiador de los Estados Unidos, insistió en que la historia se debía redactar con sentimiento y con una bella factura literaria. Partiendo de estas concepciones, Hayden White en su Metahistory dió un vuelco a la situación. Para conocer el verdadero pasado, escribía, los cuentos y moralejas eran más útiles que los informes de los intelectuales redactados según las normativas al uso.

A menudo, damos auténticas idas y retornos cíclicos, tomando lo que afirmó Tucídides como cosa sin importancia. Vayamos con la tercera tentación, la retórica, tal como la denominó Tucídides. El trascurrir de las sociedades es tomado por los políticos para fortalecer la identidad de sus partidos y ensalzar su propia trayectoria personal. Sus protagonistas, otra cosa no nos dirán, salvo afirmar que bien lo hicieron durante su mandato y que postura más desinteresada adoptaron, ¡no faltaba más!, en beneficio de la patria. De todos modos, debemos confesar que algunos políticos – ¡no los de ahora, verdaderamente! – fueron capaces de realizar excelentes trabajos de investigación. Entre ellos, cabe destacar el líder socialista Jean Jaurés, autor de la Historia socialista de la Revolución Francesa, un título de por sí atrayente.

Para acabar, la cuarta. Esta se denomina moralizante. Es la que al historiador más le ha seducido. Y todavía anda en danza. ¡Cuántas veces no habremos oído que la historia es la “maestra vitae”! Thomas Carlyle desde este temperamento educador efectuó abundantes monografías de éxito. Pero esta tentación supuso que se escribiesen libros carentes de vocación, de objetividad. Libros repletos de ejemplos y habladurías, que decían que se debían utilizar para “educar”, a la manera de un catecismo. Por esta razón, en cualquier página nos surgen los acontecimientos, las acciones de los reyes y reinas.

Al final, por decirlo de una manera delicada, la historia no recogía el eco de la vida costumbrista propia del pueblo sencillo y trabajador, sino que se dedicó a hacerse mero instrumento de propaganda de los moldes de pensamiento de los estamentos más soberbiamente ensalzados, cuando no una gacetilla del género de vida de las clases acomodadas. No hará falta que mencionemos que es este, justamente, es el parámetro de hacer historia que más debemos tratar de evitar. Si lo logramos, nuestra disciplina será más libre y sincera.

Desafortunadamente, negando la esencia de la historia, se hace filosofía. A veces, teología. Es un hecho que cada vez se insiste más en que los acontecimientos históricos sucedieron por que debían suceder así. por una ley que se escapa al juicio crítico de las personas. Nos preguntaremos que tipo de historia estamos haciendo. Relacionada con esta pregunta, es justo la obra que queremos describir en la que encontramos una serie de virtudes que permiten no deslizarse por las laderas del moralismo. Además, sobre ella se habló mucho el año pasado, especialmente en su patria natal, en Cataluña.

8. 2.- Recorts de la Darrera Carlinada: ¿La historia que no hacemos?

El centenario de María Vayreda (1853-1903) ha sido muy divulgado. Pensemos. que el año 2003 ha sido el año o “Any Marian Vayreda”. ¿Las razones? Vayreda es para la literatura catalana lo que para la literatura en lengua vasca fue la trilogía Auñamendiko Lorea, Kresala y Garoa de Domingo Agirre.

Vayreda publicó la novela Sang nova en 1900, a la que sucedió La punyalada cuatro años después. Pero había fallecido en 1903. Esta novela nos habla de los “trabucaires”, de su pobreza y sus pasiones. Su proximidad es su valor primordial. El final de la carlistada nos lleva al mundo de los desesperados, de los rebeldes, refugiados y huidos. Vayreda no hermoseaba la realidad.

Fue un escrito y un pintor afamado de la Renaixença. Con su hermano Joaquim, llevaron al óleo escenas de la naturaleza de L’Empordà con acento impresionista. La escuela de Olot difundió un estilo propio.

Pero fueron sus recuerdos los que le llevaron a las letras de oro de la literatura catalana1. Y en el año 1898 los daría a publicar Recorts de la Darrera Carlinada. ¿Con este título no estaremos ante una obra exaltadora?

Se fue joven Vayreda a luchar con los carlistas, entre 1872 y 1875. Pero no hace elogios de lo que ve y vive. Nos cuenta lo que paso, sin mitificaciones. El idealismo y la maldad, la desesperación y la esperanza. Todo aparece en esta obra, reflejo de los actos nocivos y nobles de la sociedad. No, no encontraremos testimonio de una tentación política.

Las acciones acontecidas, a veces, son desgarradoras. Aquí no nos aparecerá la caballería al galope, a la manera del general Custer. La guerra es lo que es, algo sin sabor, sin tambores y enseñas ondeantes. La muerte, además, es contemplada radicalmente, sin estrellas. Muchas veces es planteada como una estupidez. A veces, sin sentido. Sin querer, y mucho menos sin desearlo, el autor nos ha dejado una obra pacifista. Y nos cuestiona, si, nos impulsa a interrogarnos. La guerra; eso, ¿para qué? La segunda prueba, la inspiración estética, la apetencia por la tentación por la belleza literaria, ¡ni se percibe!

¡Ni que decirlo!, tampoco comprobamos que el autor se haya dejado llevar por la tentación retorica. El tomo parte en el conflicto. Y nos lo cuenta sin idealizaciones. Una vez, en los campos de los Pirineos, la caballería carlista tuvo que lanzarse al ataque. Pero el caballo no andaba cómodo en ese terreno. Vayreda nos dice que su valentía consistió en no caerse del caballo. Bastante tenía con mantener el equilibrio.

Tenemos que plantearnos el tema de la perspectiva catalanista del autor. ¿El talante catalanista era un reflejo del carlismo de su adolescencia? ¿O fue el catalanismo que adoptó en su madurez el que le condujo a la advocación de su juvenil adscripción carlista desde un talante catalanista? En verdad, no encontraremos una evidencia de una mitificación de sus años juveniles desde la percepción ideológica de su madurez. Nos dice que combatieron a favor de la religión. Eso sí, nos dice sinceramente que para él el carlismo constituía un referente federalista. Pero no tenemos documentos que avalen que, al recordar su carlismo militante, interpolase o insertase la tendencia catalanista que desarrollaría en su posterior trayectoria estética.

Por otro lado, ni se concibe la tentación moralizante. Este librito es como la hierba que surge en primavera. Emana el reflejo de una sociedad herida. Y con todas sus miserias. El propio Vayreda nos cuenta, entre tanta aspereza que surge en toda guerra, que abandonó a un compañero, sin prestarle auxilio.

Según nos cuenta el escritor olotí, estaba realmente fatigado. Pero nos aclara que no tenía derecho para en la huida tener un comportamiento tan mezquino. Nos narra lo que es la sociedad, con toda su crueldad, también con su generosidad. ¡Esto es un libro y no la propaganda clásica del género militar!!

8. 3.- La guerra, fracaso de la sociedad.

No nos extenderemos, pero capítulo a capítulo resumiremos la obra. En el primer libro, ¿cómo no?, ya entramos en el terreno de los debates historiográficos.

1.- “Carlins á la montanya”.

El autor nos señala cuáles fueron los motivos que les impulsaron a combatir. Vayreda enfatiza que lo hizeron por la fe y la identidad cultural de una comunidad, una región que posee su “seny”, su identidad diferenciada; Cataluña.

Nos cuenta que un día leyó un título demoledor. “Cataluña vindicada de la nota de rebelión con la que la han motejado sus detractores”. Esta investigación rechazaba la interpretación castellanizante, nacionalista española, de Cataluña. En esta interpretación, los consellers o ciudadanos que combatieron por las libertades propias, nos dice, son convertidos en traidores a España. Si creemos las palabras de Vayreda, el surgimiento del regionalismo debió de ser como una aureola para sus protagonistas. Fácil es ver, aquí, como los regionalismos o los legitimismos abren brecha en una terreno donde germinarán los diferentes nacionalismos periféricos más modernizadores:

(…) com un toch de corneta en mitj d’aquell estat de postració y enviliment en que la corrent centralista y castellanisadora nos havía enllotat, arribantnos á fer perdre fins la noció de notre propi sér y renegar de nostre passats2.

Vayreda nos enseña el concepto de España en el que creían los carlistas catalanes. Estas páginas fueron suprimidas en la segunda edición del libro, realizado por la Editorial Selecta en 1950. En la tercera, emprendida en 1982, esas páginas serían repuestas. Entre ellas, entresacamos estas declaraciones:

Ab semblants disposicions, se comprén que las doctrinas proclamadas per l’Aparici y sa escola venían a omplir un buyt de mon esperit, y la carta, programa de D. Carlos a son germá, seguida del decret de restauració de les Furs havía d’aparéixer á nos ulls com lo verb de la nova idea. Era la doctrina regionalista que’m seduhía. encara qe no la comprenía pas be, portat per un intens amor á las cosas de casa, pressentía la reconstitució de nostra antiga nacionalitat y la resurrecció d’una federació espanyola com á única reparació de punyents injusticias y desastrosos erros polítichs. Aixis concebí jo’l carlisme, y aixís vaig aceptarlo3.

No es de extrañar. Al historiador catalán Josep Benet le pasó lo mismo, en la misma época de Franco, como ya vismos. Y sólo por recordar la propuesta del diputado republicano Pere Corominas.

II.- “La xacolatera”. Se nos habla del único cañón que tenían los carlistas. ¡Escena encomiable por su hilaridad! Nos lleva a los tiempos de Zumalakarregui con su cañón “El abuelo”, tal como lo recogió Henningsen.

III.- “Bateig de foch”. El autor se pregunta si la tan ensalzada valentía guerrera no será, quizás, un acto de fanfarronería sin sentido.

IV.- “Epissodi Dolorós”. Con un talante racional, el autor se pregunta sobre el nervio de la guerra. Descarnada y fríamente, sólo hay esta respuesta. Sufrimiento.

V.- “Lo valencianet”. Capítulo romántico y verdadero como pocos. Una joven muchacha, vestida de hombre – nos recuerda a la legendaria Catalina de Erauso, la monja alférez – se fue a luchar con los carlistas. Fuerza y carácter los demostró. Pero se caracterizaba por cierto aire melancólico. Los voluntarios de don Carlos pensaban que vendría de las riberas de más allá del Ebro. ¡La nostalgia del hogar le embargaría al pobre soldado valenciano! Pero el pobrecito resultó ser pobrecita cuando el padre se presentó ante los jefes carlistas, diciendo que tenían una chica voluntaria. De hecho, Alfonso Carlos y María de las Nieves de Borbón la tomaron a su cargo. Al menos, así lo confirma la príncesa en sus memorias.

VI.- “La barreja”. El protagonista, Vayreda, en un encuentro debió de acometer a un enemigo. Entre el perseguido y el perseguidor surge una relación especial. No era, evidentemente, una escena para adornar textos sobre el honor del combate.

¿Qué les embarga? Miedo, nerviosismo, ganas de acabar con aquella grotesca situación, ¡y cuanto antes mejor! Es de agradecer al narrador y voluntario en la guerra que nos recrea el adoptar un actitud tan desmitificadora y realista. No escribe para hacer de los que no es deslumbrante un enternecedor cantar épico. Se husmea el olor a muerte, el sudor de los dos soldados mientras se persiguen sin realmente saber que pueden hacer para quitarse de los hombros esa pesada situación. Quieren acabar bien. Aspiran a no matar y a no ser matados. Pero mientras dura la persecución, los amigos contemplan la escena y esperan que se porte brillantemente. Esa es la raíz de la guerra. No el no deseo de paz. Es el miedo al qué dirán si me rindo.

El soldado no posee libertad. La cotidianidad le mueve, las circunstancias también. Los protagonistas no tienen poder sobre la guerra. Es ella la que los domina ¡Cómo dominar lo que no corresponde a la escena de los moldes racionales del comportamiento humano!

VII.- “Fantasías”. La guerra es propaganda y mentira. Todo es falsa apariencia, en las escenas reseñadas.

VIII.- “Lo Noy de l’Alou”. Nos narra la aventura de un joven soldado que evidencia el lado generoso y altruista de la guerra. Es la persona siempre dispuesta a acometer una acción que de gracia a los demás. Su muerte no deja de ser una triste acometida del destino. Una escena fuerte, excesivamente.

IX.- “Desesperació”. La guerra, como siempre, es testigo de la maldad. Otro correligionario de Vayreda, el trovador “Txirrita”, con toda la tranquilidad del mundo, proclamaba en sus versos que era más deleitable saborear una sardina vieja de la paz que el más delicioso manjar de carne producto de la guerra.

X.- “L’Esquadró de la Sanch”. En el alzamiento de los “matiners” se destacaron los Bartolomé Ros d’Eroles, Marcellí Gonfaus i Casadesus “Marsal” o Mossèn Benet Tristany. Sus antiguos soldados conformaron un batallón de honor. Vayreda los describe como un destacamento medieval. El romántico y liberal Joseph-Augustin Chaho en su “Voyage en Navarre pendant l’insurrection des basques”, percibía lo mismo respecto a los voluntarios de Zumalacárregui y Sagastibeltza. Las mitificaciones pueden ser ciertas para los sentidos, pero lo importante no es dejarse llevar por ellas. Hay una nota de ironía y humor en este ímpetu de unos guerreros que estaban ya en edad de disfrutar de su sopa en torno al fuego de la mansión.

XI.-“Paréntessis”. Mientras unos mueren, otros permanecen placenteramente en la retaguardia. En este capítulo, p. 141, nos habla de esos “hojalateros” que en el hospital de Camprodón platican sobre batallas a las que no asistirán. Pero presumirán de su militancia. Y proclamaran que ojalá ataquen, ellos, y ganemos, nosotros.

Santiago Palacios en El Batallón de Guernica tituló un capítulo “De ojalatero”. Los líderes del nacionalismo vasco y catalán nos recordaran que eran los oficiales de la meseta castellana los que se paseaban, sable en ristre, por los pueblos, sin ir a combatir. Sabino Arana a través de su «El Partido Carlista y los Fueros Vasko-Navarros» polemizó con Eustaquio de Echave-Sustaeta, el director del órgano juvenil carlista bilbaíno “Chapel-Zuri”. Fue un debate que llega hasta la cuestión de si a los oficiales que nunca veían el frente se les debía apelar ojalateros u hojalateros. Echave-Sustaeta entiende que la denominación ojalateros procedería de la expresión ¡ojalá ataquen…!, con la cual la “h” sobraría. No comparte el mismo criterio Arana (Obras Completas, vol. II, p. 1139 y pp. 1237-1238), pues cree que la expresión hojalateros proviene del resplandor de los lujosos uniformes y sables de los oficiales castellanos aficionados al dulce regazo de la retaguardia. El despecho de una guerra perdida fue un factor decisorio en la remodelación de un regionalismo que se mutó en nacionalismo.

XII.- “La persecució”. De nuevo, una vez más, se nos habla de los falsos honores que conllevan toda guerra. Nosotros estamos acostumbrados a los libros impregnados de romanticismo. Por ejemplo, las memorias del príncipe Lichnowsky son un buen reflejo. Es cierto que siempre se topa con algún Von Goeben, dispuesto a puntualizar un guion más meditado sobre lo que observa. Pero, en general, los militares de cualquier conflicto, indiferentemente del bando en que se posicionen, casi-casi acuden – las motivaciones de los viajeros y los periodistas son más objetivizadoras – con su tomo de recuerdos bajo el brazo. Entonces, no nos extrañe que, atendiendo a su mirada, todos los acontecimientos que observen los adornen según su ideal. Y también según sus prejuicios y educación. Sin olvidar su modo de concebir la vida, la cual, de un modo u otro, está mediatizada por tu tendencia elitista, cuando no por su mirada despectiva respecto a sus subordinados. Por eso no son obras fiables, ya que se conciben desde unas mentes de dirigentes.

Vayreda, al contrario, no gesta una mentalidad de protagonista. Tampoco incurre en la hermosa “tentación”, digna por otro lado, de convertirse en poeta del pueblo sacrificado y humilde. Nos cuenta los sucesos como los contempla. Mujeres y hombres, de vez en cuando, se comportan como seres nobles y generosos; otras, actúan con un egoísmo refinado. Nobleza se liga, al fin y al cabo, al otro prisma del egocentrismo. Somos personas de dos rostros. Esto le salva a Vayreda de redactar una novela de caballerías, otro “Amadís de Gaula”, del cual no hubiésemos aprendido mucho.

XIII.-“Calvari”. Los carlistas de Valencia y Aragón cruzaron el Ebro, extendiéndose la miseria en todo el ejército carlista catalán. ¿Era sospechosa esa huida del Maestrazgo y de Valencia? ¿El gobierno sobornó a algún general carlista? Vayreda entiende que la guerra está ya perdida. Y no acusa a nadie. ¿Será por la carencia de pruebas?

Un espíritu sensible como el de Vayreda sabe que las guerras, en este mundo crucificado, las pierde siempre el pueblo, sea en el bando del vencedor o del vencido. Y las altas jerarquías, así como los desleales que mudan con desenfado de bandera o que trafican son la sangre de los sacrificados, siempre las ganan, les toqué donde sea.

XIV.- “L’hospital”. Por fin, encontramos un elogio a algún protagonista de las guerras. Las hermanas de la Caridad. Se refiere a las monjas que se ocupan de cuidar los hospitales carlistas. Vicenta María de Cascante fue su fundadora.

En la fuga, y el propio Vayreda nos lo contó, que no había tenido una actitud humana. Su ayudante era un muchacho desertor, castellano. Era el sálvese quien pueda. Vayreda estaba atemorizado con la presencia nada agradable de los “cipayos”. Se despidió sin decirle adiós…, pues no sabía ni qué consejo darle. Y se marchó al exilio. ¿Se arrepintió al redactar su primera novela en lengua catalana? No nos interesa. Lo que debemos señalar es lo que nos cuenta. Que fue un cobarde, que sólo pensó en sí mismo. ¿Habría escrito semejantes palabras otro autor? ¿No nos habría hecho creer que asistió cuál caballero de la Tabla Redonda a algún encuentro digno del “Poema de Mio Cid” o la “Chanson de Roland”?

8.4.- ¿Un testigo sencillo, único?

En esta obra, a decir verdad, no encontramos las mentiras que obstaculizan el conocimiento de la verdad. En cualquier aspecto de la enseñanza, para iniciar un debate sobre el significado de la guerra y la paz, es un elemento muy útil.

Desgraciadamente, no la encontraremos traducida del catalán, ni al castellano, ni al vasco ni al francés. ¡Pero que lectura! Eficaz para, además de motivar la propia capacidad crítica, reflexionar sobre toda iniciativa humana que supedita la dignidad de la persona humana a cualquier aventura ideológica, económica o religiosa.

El regionalismo autonomista, y los carlistas asís se conciben, aparece como es. Un reflejo de la sociedad, con sus grandezas y miserias. Y este nos hace comprender las aspiraciones y deseos que bullen en los nacionalismos. ¿Cómo se opera ese trasvase de la defensa de los valores autóctonos a la idea de crear un estado diferente al que se crítica por su centralismo?

Todo movimiento debe ser investigado y estudiado para conocer nuestra sociedad. Sobrevalorizándolo o detestándolo, no se obtiene nada. Y lo mismo le pasa a otros valores de la cultura pirenaica, sean los cátaros de Occitania, los calvinistas del Reino de Navarra y el vizcondado de Bearne o la tradición republicana de las áreas pirenaicas situadas en diferentes márgenes de la frontera administrativa.

De esta pluralidad ha sido muy consciente la historiografía pirenaica. Antoni Rovira i Virgili, nacionalista catalán, nos resume en pocas palabras su interpretación. Lo debemos leer con atención. Tampoco es para recitarlo y asumirlo como el “Padre nuestro”. Pero encontramos una interpretación muy grata a todo historiador nacionalista. Si la nación ha existido desde antaño, antes de resurgir, no cabe duda que se encuentren más o menos velados testigos portadores de esa conciencia nacional. No cabría más que remontarse a los ancestros, por lo que constata que «els hereus de 1640 i de 1714 són els carlins de la muntanya catalana»4.

Por otro lado, otro representante de la historiografía pirenaica, Joseph Zabalo, escritor de la Vasconia Aquitana, nos ofrece una interpretación similar.

Aujourd’hui, chez les Basques du Nord, le carlisme n’est plus qu’un vague souvenir, une lueur au fond de la mémoire collective. On imagine mal combien il a compté, tout au long du siècle dernier, pour les habitants des Basses-Pyrénées5.

Como tantos sectores sociales que han quedado estigmatizados, ha llegado el momento de estudiar las cosas con serenidad. Movimientos que, al fin y al cabo, pertenecen a la sociedad de la cual han surgido, y no a sus herederos políticos o a los grupos que reivindican y se disputan su contendido. La memoria carlista, como otras, pertenece a todas sus ciudadanas y ciudadanos de Cataluña o de otras comunidades históricas. No es patrimonio, ni mucho menos, de los grupos que se autodenominan carlistas.

Para concluir, sólo nos queda recordar que la edición de 1898 se realizó en un catalán anterior a la modernización y sistematización que impulsó Pompeu Fabra. Por esta razón, aparece la palabra “Recorts” en el título. En la actualidad se escribe “Records”. Lo mismo acontece con el nombre. Marián, Marià o el actual Marian podremos encontrar. la edición que hemos utilizado es la primera, pero las otras son más accesibles. Aquí dejamos recogidas las diferentes ediciones:

a.- Marián Vayreda, Recorts de la Darrera Carlinada, Impremta de Narcís Planadevall, Olot, 1898.

b.- Marià Vayreda, Records de la darrera carlinada, Editorial Selecta, Barcelona, 1950 y 1982. De la edición de 1950 es de la cuál suprimieron los textos de factura federalizante y regionalista, situados en el primer capítulo, que repondrían en 1982, sin la censura de la época franquista. Las páginas suprimidas se encuentran en “Carlins á la montanya”, Records de la darrera carlinada, Selecta, Barcelona, 1982, pp. 22-25.

c.- Marian Vayreda, Records de la darrera carlinada, L’Avenç, Barcelona, 2003.

IX.- ¿Pinceladas de literatura pacifista en la carlistada?

Vayreda nos ha ofrecido una relación personal del conflicto que es muy útil para que el lector conozca las miserias de las guerras. También las mezquindades de las pugnas intestinas de los carlistas.

Para el alumno será muy provechosa esta imagen que rompe esa imagen heroica de las innumerables batallas militares, ideológicas o personales que jalonan las vidas de las personas. Algo por lo que no merece la pena malgastar la belleza de la vida, pero sobre lo cual los líderes de este mundo nos hacen creer que son valores por los cuales merecería dar la vida. Ellos, por si acaso, permanecen en la retaguardia.

Muchas veces en los institutos se insiste en la necesidad de educar en la diversidad. Respetar a la compañera o alumna musulmana que considera que hacer deporte con el resto de la clase es un acto contrario a los credos de su civilización. Comprender los hábitos de otras minorías culturales. Ayudar a quiénes muestran un rendimiento más bajo o su capacidad de asimilación es más pausado. A veces puede ser entendido como un trabajo en vano, cuando en la universidad algún profesor o alumno salte que los campos de concentración nazis son un mito. Pero sea cual sea el resultado, la semilla de la paz hay se encontrará iluminando. Eso lo debe saber bien cualquier comunidad, sea escolar o no, sean creyentes o humanistas no creyentes.

Sin embargo, eso no se podrá abordar si se continúa con el esquema clásico de unas humanidades que educan clasificando entre buenos y malos, o insistiendo en una educación de guerras, banderas y distinciones nobiliarias. Eso no ayuda a la persona a pensar por sí misma, a autorealizar lo mejor de sí misma. Lo que se hace es extirpar su criterio crítico para imbuirlo en una serie de ideologías o heroísmos supuestos que concluirán mal. O se dará cuanta tras muchos engaños, o nunca se dará cuenta, y terminará en Somorrostro, igual que el voluntario Ignacio Iturriondo. Y es posible que su muerte no sea ni siquiera tan placentera.

Unamuno ya nos previene frente a la historia de tambores y trompetas que tan bien han cultivado, en lo que se refiere a las carlistadas, del Burgo y Clemente. Las lecturas de Ignacio crearon una persona buena y entregada. Por eso mismo, escribe el novelista bilbaíno (Miguel de Unamuno, Paz en la Guerra, Librería de Fernando Fe, Madrid, 1897, pp. 25-26), es una persona fácil de manipular por los mesías ideológicos, sean de raíz política, socio-económica o religiosa.

Estas visiones vivas, fragmentos de lo que leía en los pliegos y veía en sus grabados, se dibujaban en su mente con indecisos contornos, y junto a ellos resonábanle nombres extraños, como Valdovinos, Roldán, Floripes, Ogier, Brutamonte, Ferragús. Aquel mundo de violento claroscuro, lleno de sombras que no paran un momento, más vivo cuanto más vago, descendía silencioso y confuso, como una niebla, a reposar en el lecho de su espíritu para tomar en éste carne de sueños, e iba enterrándose en su alma sin él darse de ello cuenta. Y desde el fondo del olvido le resurgía en sueños un mundo, mientras solo, sentado allí, acurrucado y caliente en la tranquila confitería de su padre, dormitaba al runrún de la tertulia. Era un mundo rudo y tierno a la vez (…); mundo en que se codeaban Sansón, Simbad, Roldán, el Cid y José María; y como último eslabón de aquella cadena de héroes, sellando la realidad de aquella vida, Cabrera, Cabrera exclamando al salir de su juventud turbulenta, que habría de hacer ruido en el mundo, revolviéndose como una hiena, rugiendo como un león, arrancándose los pelos, y jurando sangre mientras llamaba a voces a duelo singular al general Nogueras, por haber fusilado a su pobre madre, ¡de 60 años!, Cabrera corriendo de victoria en victoria hasta caer extenuado. Y este hombre vivía, le habían visto Gambelu y Pedro Antonio con sus ojos, y era a la vez un hombre de carne y hueso, un héroe de otro mundo, un Cid vivo que había de volver el mejor día con su caballo, para resucitar el mundo encantado del heroismo, en que la ficción se baña en realidad y en que las sombras viven.

Unamuno nos enseña que las guerras no sirven para nada. La contraposición entre las negras alimañas que merodeaban sobre las personas que hasta hace poco eran sueño, proyecto y alegría para pasar de repente a una no-nada, a un nirvana nietzschianamente desalentador, tratan de provocar que el lector y la lectora reflexionen. ¿A que conducen estas situaciones?

Frente al idealismo quijotesco de los Ollo y Radica, desaparecidos en la flor de su vida, el astutamente sabio Unamuno contrapone al ya decrépito Elío. El conductor junto a Zaratiegui de la expedición de 1838 que tomaría Valladolid, ya no es más que un can de la dinastía exilada. Le apoya Andéchaga, de quien se conserva una alocución por la cual se convoca a los vizcaínos a resistir, ya que todavía poseen hierro en el subsuelo de sus montañas así como la madera suficiente de sus hayedos y robledales para combatir a los beltza.

Será sin embargo – y aquí Unamuno sabe extraer una moraleja al estilo de las fábulas de Esopo – el septuagenario Cástor de Andéchaga el que fallezca al mando de sus encartados en las Muñecas, la cordillera que cierra la entrada cántabra a Vizcaya. Ha quedado sólo, aislado, ha perdido su vida. Todo un mundo se pierde con él, pues para el novelista vasco una vida es un montón de universos sensoriales, afectivos y filosóficos. Cada persona es diferente. ¿Y para qué? En cambio, Elío, legitimista y jefe de estado mayor, no ha sacrificado nada.

Elío nos recuerda a esos caballeros de la legitimidad proscrita que pueblan las páginas de los libros de Josep Carles Clemente, de esos héroes que nunca han hecho nada por los demás, ni siquiera por su “causa”, salvo vivir del trabajo ajeno y sacrificar la vida de los demás a cambio de una condecoración. ¡Lástima que un Aristófanes nos los haya conocido! Sin enlazar con el instinto pacificador del autor de la comedia titulada Las acarnienses, Unamuno se sitúa en lo debeladores de la guerra. No desde la acción resuelta de Lisístrata, pero si desde ese estilo caustico e irónicamente satírico tan genuino en Unamuno. Captamos las extravagancias de las luchas de partidos, patrias y banderas. Las envidias entre individuos que suelen tomar cariz religioso cuando se ocultan bajo la sacralidad de las iglesias (Miguel de Unamuno, Paz en la Guerra, 1897, p. 265).

En la noche triste del 28 durmieron los vivos cerca de los muertos, mientras los cuervos se congregaban en las alturas. Los navarros murmuraban porque se les había sacado de su tierra para llevarles al matadero, ¡y todo por aquel condenado Bilbao! El desaliento hacía presa hasta en los jefes. Aquella noche, en consejo de generales presidido por el viejo Elío, el héroe de Oriamendi en la pasada guerra civil de los siete años, diez y ocho (sic) asistentes, incluso el Rey, opinaron se levantara el sitio de Bilbao, para economizar sangre y tiempo. Opusiéronse Bérriz y el viejo Andéchaga, alma de los vizcaínos, caballero andante. Y Elío, acostándose al parecer de los dos contra el de los diez y ocho, acordó continuar el sitio.

¿Y don Carlos, esa persona que recoge las aspiraciones de todos? También se pierde su aureola. Ni la ataca ni la desmitifica de cuajo. Tampoco la diviniza. Es una persona normal. Es decir, que vive también su propia epopeya, el número de teatro que le ha tocado y que se desvive por sobrellevar lo mejor que puede. Es un jefe que actúa al igual que los otros jefes no sacralizados por un carisma sacro y que, por lo tanto, Unamuno, (Paz en la Guerra, 1897, pp. 119-120), lo valora en semejanza a los otros jefes. Un caudillo, una ambición.

– ¿El rey y el convenio? El rey es otro pastelero…lo dicho. Ha puesto de comandante general de Guipúzcoa a ese traga-santos que no es guipuzcoano… ya sabemos lo que quiere el rey… Aquí no hay más que don Manuel, ¿a quién temen los guiris? ¡Que poco han puesto a precio la cabeza del rey! Los jefes no nos quieren porque quieren pastelear y pintar la mona. Batallas… campaña… ¡chanfaina! De eso se ríen ellos… Aquí la cosa es cansarles, molestarles, no dejarles vivir, y cuando se nos vienen encima, como el azogue, desparramarlos para juntarnos luego, y volver a no dejarles vivir. Así se cansarán. Lizárraga quiere quitar a don Manuel los chicos, y entregarnos, quiere que le demos nuestro cañón… ¡bastante tienen para fantasear con el que han cogido en Eraul!

Unamuno ve la verdadera vida en los humildes que viven de su trabajo manual, gozan y sufren de las cosas de este mundo, pero sin otorgarles verdadera importancia. Al estilo de John Ruskin, W. Whitman, Henry David Thoreau, León Tolstoi o los prerafaelistas británicos, la inclinación del filósofo – y muchas veces teólogo – hacía la gente sencilla le hace escribir estas páginas (Paz en la Guerra, 1897, p. 86), lejanas del liberalismo comercial bilbaíno y de las tertulias carlistas donde se anhela poder y se respira el ansia de aplastar al adversario.

Mientras Domingo comía su borona en leche o sus patatas, podía rascar el testuz a las vacas, que comían junto a él, sentir los resoplidos de su aliento, verles llevar de una lado a otro del morro el maíz fresco; y ellas, cuando bendecía él la mesa, mirábanle con sus dulces ojazos húmedos, impregnados de resignación, como si quisieran tomar parte en la plegaria.

Por estas épocas Unamuno se acerca al socialismo. Llega a escribir en el órgano bilbaíno “La lucha de clases”. No es el primer vasquista que realiza esa aproximación. Tomás Meabe, comisionado por Sabino Arana-Goiri para conocer más esa ideología ante el temor de cierta atracción entre los jóvenes, la espío tan bien que quedó prendado de ella.

Esta página podría ser interpretada como una denuncia de la situación de abandono en que se encontraba el nekazari vizcaíno. Le paso lo mismo a un cuadro afamado, el angelus de Millet, donde el pintor ha esbozado la oración de una pareja de labradores en un campo pletórico de sol. Pero otros entienden que hay una crítica de la vida miserable del trabajador. Otro artista de esa época, Courbet, pintaría un óleo que es un retrato de Pierre Proudhon. Jon Juaristi, en El linaje de Aitor, por ejemplo, opina que Unamuno ha caracterizado la degradación de un campesinado que se animaliza en esa comida compartida.

Hay también otras escenas. Los ojos bovinos de la joven baserritarra de las aldeas carlistas con la cual el kaletarra Ignacio sólo puede intercambiar unos saludos con el paupérrimo vasco aún heredado de su padre en la atmósfera bilbaína o en el no menos escaso castellano de ella.

Hasta los héroes desean paz. Se han cansado de ser marionetas de los partidos políticos. O quedar anulados por ellos, o vivir. Cabrera, hastiado de soldaditos de plomo que nunca ven el sufrimiento del campo de batalla, ha mandado – antzarrak ferratzera – a los caudillos carlistas al museo-panteón de mentirosos. La dinastía legítimamente autoinspirada en el mandato divino le quita sus medallas, aunque ya no le puede arrebatar sus cicatrices. Tampoco su idiosincrasia. Entre el pueblo carlista, continúa siendo don Ramón. La medida arbitraria hace vacilar a los veteranos. Peru Anton va ser la persona escogida por Unamuno para insertarnos en otros valores. Su aprendizaje de la vida y la paz hace de él un pacifista, un creyente sin ostentaciones y una persona. Ser persona es más importante que ser vasco o español, liberal o carlista. ¿Es carlista? Si, por su hijo, por sus heridas de la guerra del 33. No por los discursos cambiantes del carlismo oficial de turno, por las hazañas de los ojalateros del cuarte real de Tolosa o por el esplendor de sus pretendientes. Peru Anton percibe otra realidad cuando lee los manifiestos de Cabrera (Paz en la Guerra, 1897, pp. 310-311), al que los representantes del carlismo acusan de masón.

(…) oía aquella voz diciendo a sus antiguos devotos que les dejaba el Rey para irse con Dios y con la Patria; que en vano querían llenar con palabras el vacío de las ideas. ¡Extraño eco en el alma del chocolatero el del eco de aquella voz del viejo guerrillero, cargado de heridas y de gloria, hablando desde un misterioso Valle Invisible de ideas y de paz, del poder de la doctrina sobre la fe ciega, pidiendo compasión para la patria, su madre, y que rechazasen de una vez para siempre la injuria que inferían a su dignidad los que califican de ingobernables a los españoles (…)

“Esto no es Cabrera, es un misionero”- pensó Pedro Antonio, recordando a aquel otro predicador que al aire libre, en el cementerio de Bilbao, hablaba de paz evocando recuerdos de la guerra de los siete años, y de la noche de Luchana, al pie de la matrona que coronara a vencidos y vencedores.

El voluntariado aparece esbozado por el talante primitivista que guía a sus acciones. Los sucesivos programas doctrinales del carlismo no han hecho mella en él. Unamuno aquí caracteriza la artificiosidad de los carlismos que se han sucedido a lo largo de la historia. Por mucho que hable José María de un proyecto intelectual, la gente se mueve por otras realidades. Venganzas, piadosas inspiraciones, pobreza – un ejército campesino como el carlista poseía una alimentación equilibrada donde las medidas de carne y vino estaban mejor repartidas que entre los trabajadores – o como nos dice con sorna el escritor bilbaíno, el miedo a la reacción que en casa provocarían los suspensos de junio.

Unamuno intenta ver un carlismo sencillo y no encuentra otro que el del cura Santa Cruz. Sus virtudes no son muy angelicales. La sociedad campesina busca quién le defienda de las exacciones del gobierno y lo ha encontrado. Es la vida real en unas guerras cuya máxima carencia es no poseer una explicación racional. Ferrer i Dalmau escribió que el párroco de Hernialde representa el sentimiento de la sociedad vasca. Contemplamos (Paz en la Guerra, 1897, p. 117) que todas las sociedades poseen sus virtudes y sus defectos. El aprecio por la vida de los demás no era una de ellas en aquella época.

Aquella tarde pudieron oir las hazañas del cura cabecilla de labios de sus voluntarios, para los cuales no había ni más listo, ni más valiente, ni más bueno, ni más respetuoso, ni más serio que aquel hombre de pocas palabras, que se paseaba solo horas enteras, y que cuando mandaba no había chico que se atreviese a mirar cara a cara aquellos ojos en el rostro lleno de barba, bajo la boina; hombre que con toda calma daba órdenes de fusilamiento. No, no se podía hacer la guerra como quería el santurrón de Lizárraga, con cataplasmas y novenas, había que ahorrar sangre propia, y no escatimar la ajena; ¡escarmiento! Si no fusilaban sería fusilados. Y el cura hacíalo con razón, y dando media hora al condenado para que se pusiese a bien con Dios.

De todos modos, Unamuno (Paz en la Guerra, 1897, p. 125) no pierde la ocasión de registrar las fibras de ese carlismo que es popular por eso mismo, porque no se condensa en unos lemas.

¡Que entusiasmo el de los navarros por sus jefes, por Radica! Querían a los caudillos hechos por el pueblo, no a los impuestos por el Rey.

El carlismo católico-monárquico, el carlismo semifascistizado del requeté o el carlismo socialista han sido creaciones que han tratado de fijar algo tan comunitario, tan vivido y tan poco codificable en códices por su propia tendencia consuetudinaria que a la larga ha ido reduciendo al propio carlismo. Las etiquetas matan la vida. La invención de nuevos dogmas fortalece las iglesias que excomulgan pero marchitan la hierba.

Quizás aquí radica las ganas con las que Unamuno, tras valorar al carlismo de la gente sencilla, no pierde ocasión de lanzar su sátira despiadada contra los dirigentes. Y en su crítica podemos ver condensados a los de antes, a los coetáneos o a los futuros. No sólo a los carlistas. En general, a toda ansia de dominar. Unamuno entendería que la cultura libera. No es así. ¿Se equivoca? Muchas veces la cultura se utiliza para dominar a los demás y someterlos al egoísmo personal. El buen maestro, parta de la filosofía, de la fe o no creeencia que sea, es el que trata de curar la ignorancia o redimir a las personas del cuarteamiento de su personalidad a que les han llevado las drogas, las ideologías o las banderas.

Pocos utilizan su sabiduría dedican a sanar psicológicamente, a dignificar al abatido, a la función del samaritano de atender. Y menos los líderes. Juan XXIII no fue único, pero pocas personas que llegan hasta tan alto se dedican a los demás.

Los manuales insistirán en el camino para alcanzar la santidad o la verdad. Cuando Pío XII sabía a pasear por los jardines vaticanos, los jardineros debían ocultarse a su vista. Era la forma en la cual las religiones antiguas destacaban su propia divinidad. Consistía en alejarse de los demás y crear una barrera entre ellos y los fieles. El misterio y el desconocimiento de la realidad tonifica una aureola de inmortalidad. El temor a lo desconocido, la divinización de la jerarquía salida del propio seno de la inmortalidad.

El papa Roncalli les aconsejó a los jardineros que se acercasen, que no se escondiesen, que dialogasen con él. ¿El buen vicario saboyano de Jean-Jacques Rousseau? ¿La ascendencia roncalesa de Urzainqui? ¡Qué va!, ni siquera se impondría imitar al buen samaritano. A Juan XXIII la santidad no le preocupaba. No tenía un programa político o una filosofía moralizante encaminada a ser santos a base de codos o de vanagloriarse en los propios méritos, hazañas o cumplimiento de órdenes. Juan XXIII fue santo ya que la santidad le emanaba como algo natural, al estilo de una fuente interna. Era amigo de Jesús y no se preocupaba de sí, sino de los demás. Este es de verdad el buen santo, sea de la confesión, iglesia, raza, sexo, idioma o condición social que fuese. E incluso sea no-creyente o creyente.

Por esta razón, Unamuno se inclina hacía las tesis del filósofo tradicionalista y calvinista escocés Thomas Carlyle (Paz en la Guerra, 1897, p. 81), para el cual también los hombres silenciosos son la sal de la tierra.

El día de la Gloriosa había sido para ellos como los demás días, como los demás sudaron sobre la tierra viva que engendra y devora hombres y civilizaciones. Eran los silenciosos, la sal de la tierra, los que no gritan en la historia. No se quejaban, como en la villa, del gobierno, ni le culpaban de sus males. la sequía o el pedrisco, el carbunclo o la epizootia, no eran debidos al hombre, sino al cielo. Viviendo íntimo y cotidiano con la naturaleza, no comprendían la revolución; la costumbre de habérselas con aquella, que procede sin odio y sobre todos llueve lo mismo, les daba resignación.

¿Los carlistas vasco-navarros son los tímidos de la historia? Unamuno ha tratado de verlos, que nosotros los contemplemos, que sepamos que piensan. El ya muy bilbaínizado Ignacio Iturriondo le sirve de puente, pues en su corazón aún anhela y siente el espíritu paterno del baserri.

Unamuno se ha esforzado por llevar el alma de los testigos mudos de la historia. Esto no lo consigue Baroja a pesar de utilizar el cancionero vasco o de deleitarnos con el bertsolari liberal Bilintx. Tampoco lo alcanza Valle-Inclán, quien acusa estéticamente mediante juegos de palabras, pero sin corazón, el vocabulario y la vida de los voluntarios. Benito Pérez Galdós ni lo intenta.

Unamuno se trabaja la ambientación, las actitudes, las filosofías que impregnan la vida. Llega hasta superar la diglosia de la cultura vasco-navarra, que es social y económica. Las clases privilegiadas – incluida la de los diputados en cortes y juntas generales – utilizan la lengua culta, la que da salida económica, la que les permite a los nobles vascongados ser secretarios de los monarcas y grandes de España en la meseta castellana.

El labrador y el pescador continúa apegado a su lengua materna. Es el idioma de los sencillos, de los que están fuera de las instituciones. Quizás por esta razón Unamuno no simpatiza con el nacionalismo vasco.

Había que llevar el euskera, lengua de los humildes, a las instituciones. ¿Eso servía de algo si a los humildes no se les llevaba a los parlamentos? ¿Pero, ellos querían ir? A lo mejor, lo único que auspiciaban es a que les dejasen vivir en paz. ¿Habría intelectuales o jefes naturales que los representasen? En el fondo, el cristiano Miguel de Unamuno desconfía del cristiano Sabino Arana. Al existencialista se le antoja su rival en la oposición a la cátedra de euskera de la diputación foral vizcaína demasiado integrista. El seguidor del luterano danés Sören Kierkeegard no le place un Arana-Goiri admirador del muy castizistamente español Ramón Nocedal.

La burguesía jelkide, al no llevar a las masas vascoparlantes a las diputaciones forales, intentará crear un euskera más sabio y depurado. Unamuno considera esto un artificio y se va con los socialistas vascongados.

Las acusaciones nacionalistas contra Unamuno fueron bastante desafortunadas. Unamuno amaba su lengua como el que más. De hecho, insistir es poco, estamos ante una novela bilingüe a pesar de estar íntegramente escrita en castellano.

En vasco aparecen interjecciones, tres o cuatro frases, especialmente en el diálogo pletórico de galanterías entre el todavía lozano Ignacio y la muchacha campesina de los ojos bovinos. Y, sin embargo, el euskera, cual partisano noruego en los fiordos, se huele de una manera clandestina. En esta realidad yo creo que están todos de acuerdo, desde José Extramiana hasta Juan Pablo Fusi Aizpúrua.

Dado que es el vehículo corriente de comunicación entre la gente sencilla, los silenciosos, la lengua vernácula no permanece ausente, pero si en silencio. Esa falta de diálogo hablado, pero si íntimo y gestual, se pone de manifiesto cuando Ignacio marcha con otros voluntarios carlistas de valle en valle, hospedándose en caseríos y baserris. Los niños y niñas permanecen silenciosos, temerosos, ante los recién venidos, en el fondo del salón. La presencia de esos jóvenes armados les abruma. Entonces les ofrecen carantoñas, o les sientan en sus piernas mientras les dirige Ignacio algunas palabritas en vasco.

Para Unamuno, en coincidencia con Baroja, la cultura autóctona es algo más que folklore. Es un sentir. O una senda de vida. Podrá haber caminos más majestuosos, pero ese caminito chiquitín es el nuestro, como diría sainte Thérèse de Lisieux. ¿que los hay más poderosos? Bien, parecen decir Unamuno y Thérèse de Lisieux, mejor para ellos. Pero que nos dejan seguir con nuestro caminito de vida, el de la historia de un alma, el de san Manuel Bueno Mártir.

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1 Se ha llegado a afirmar que «algunes d´aquestes narracions hagin estat considerades de primer rengle en la literatura catalana», La Punyalada, Edicions 62 i «la Caixa», Barcelona, 1980, p. 10.

Veáse Jordi Plens Peig, «Sang Nova, novel.la regionalista» eta Antònia Tayadella, «A propòsit de la gènesi de la punyalada, de Marià Vayreda: El tractament de la figura del bandit», Congrés Internacional d’ Història. Catalunya i la Restauració 1875-1923, Centre d’Estudis del Bages, Manresa, 1992, pp. 477-481 y 483-488.

2 Marián Vayreda, Recorts de la Darrera Carlinada, Impremta de Narcís Planadevall, Olot, 1898, p. 5.

3 Marián Vayreda, Recorts de la Darrera Carlinada, p. 6.

4 Antoni Rovira i Virgili, Historia dels moviments nacionalistes, Societat Catalana d’Edicions, Barcelona, 1914, pp. 191-192.

5Joseph Zabalo, Le carlisme. La contre-révolution en Espagne, J & D éditions, Biarritz, 1993, p. 187.