Asambleas

En las películas norteamericanas los infiltrados suelen tener una actitud muy discreta, cautelosa y prudente, dada su frágil condición. Desconozco si se trata sólo de un lugar común cinematográfico como tantos otros. Lo que creo que puedo afirmar taxativamente es que en nuestro entorno inmediato las cosas funcionan de una manera muy diferente. Quiero decir que, aquí, las características básicas del infiltrado suelen ser -por paradójico que esto pueda sonar- la vehemencia y la visibilidad, sobre todo en contextos asamblearios. Evocaré algunos ejemplos pasados para que vean que no exagero. Sólo indicaré la inicial del supuesto apellido porque no tengo nada claro que se trate de una identidad real (con la excepción, quizás, del primer caso) sino de un simple alias. En el magnífico trabajo de investigación que hizo David Fernández en 2009 -‘Crónicas del 6 y otros recortes de la cloaca policial’, publicado en Virus Editorial- aparecen los teóricos nombres completos.

En 1990, sólo dos años antes de los Juegos Olímpicos de Barcelona, los aparatos policiales y judiciales españoles consideraron que había que desmontar el núcleo duro del independentismo catalán. No se trataba de un simple aviso, no: sólo hay que mirar la larga lista de los detenidos, torturados y, en muchos casos, también encarcelados, en la operación Garzón. Una pieza clave de esta acción fue José María A., nacido en Manresa y conocido como Txema. No se ajustaba modo al tópico del adolescente alocado; era un empleado de sucursal bancaria de 35 años. Su objetivo no fue sólo la raquítica estructura de Terra Lliure, sino sobre todo la de un independentismo político entonces claramente emergente. Antes se había dejado ver en todo tipo de asambleas y asambleitas. Los dos casos de especialistas en manipulación asamblearia a quien me referiré ahora, sin embargo, van mucho más allá de la figura de un vulgar delator como el tal Txema. Se trata de los agentes de la Policía Nacional Albert M. y Ángel G.

A comienzos de la década de 1990, y durante años, los dos policías consiguieron, con una desconcertante facilidad, cortar el bacalao en el seno de la abigarrada constelación de los movimientos antisistema de la época. Por supuesto, sólo fueron la punta del iceberg de un gran ejercicio de control que, por fuerza, estaba constituido por muchas otras personas y organizaciones, especialmente los micropartidos de ultraizquierda que pululaban por los bares de las facultades, la mayoría de un profundo españolismo mal disimulado. La trayectoria de Ángel G. -de Ángel G.H., para ser más precisos con las supuestas iniciales- es muy significativa. No estamos hablando de una infiltración cualquiera, sino de un personaje que probó de todas y cada una de las ollitas de la extrema izquierda de salón, gracias a su capacidad para regurgitar la fraseología habitual del ramo. De hecho, Ángel G.H. llegó a tener un programa propio en una radio alternativa de Nou Barris, y fue una de las voces de más renombre del Kau subversivo (que tenía un local cedido por la misma Universidad de Barcelona en la Facultad de Historia, aunque ubicada en el campus de Pedralbes). Ya ven, pues, que en nuestro país los infiltrados tienen poco que ver con los de las pelis americanas: aquí no callan ni bajo el agua, y su hábitat natural no son los aparcamientos con poca luz sino las asambleas amplificadas con megáfono (siempre lleno de pegatinas, y con ese sonido sucillo tan característico).

¿Un escándalo? Quizás sí, pero un escándalo más viejo que el ir a pie. Dejemos ahora los locales okupados de Gracia o de Sants y, dando un gran salto en el tiempo, trasladémonos a la mismo cuna de la democracia directa, hace 25 siglos. Aquello nació y degeneró en el mismo lugar: el montículo llamado Pnyx, donde se reunía la Asamblea o Ekklesia, en la Atenas del siglo IV. Sócrates, por ejemplo, fue una víctima (mortal) de un sistema político que, por inercia asamblearia, entronizó el demagogo de verbo inflamado y retórica florida, a quien transformó en el centro de la vida política. La idealización -en general, muy indocumentada- de la democracia directa suele hacer pared con la apología del populismo más aceitoso y tronado. Aunque pueda parecer lo contrario, el infiltrado de hoy y el demagogo profesional de la época de Platón están ligados por una característica común: la insólita capacidad de convencer a los más ingenuos para que actúen contra sus propios intereses. Esta tradición, como hemos podido constatar en las últimas semanas, sigue muy viva en nuestra casa, pero ya ven que no siempre acaba triunfando. Me encanta escribir artículos de rabiosa actualidad sin ni siquiera mencionarla.

ARA