En cuanto Junts obtuvo del gobierno de Sánchez la promesa de ceder las competencias en inmigración, todos los demonios salieron a aullar como un solo hombre. La derecha, que es transversal y no sólo geográficamente, ha reaccionado como siempre que Cataluña está a punto de obtener algo. Nada ha cambiado desde que los diarios de Madrid protestaban porque el gobierno estaba en manos catalanas. Hablo del tiempo de la primera república. Entonces la alarma tenía algún fundamento, porque por primera vez un catalán presidía el gobierno español y otros dos catalanes dirigían un ministerio –Gobernación y Hacienda–, pero ahora la histeria es decididamente demencial. Los adheridos a España sociedad limitada se suben por las paredes, porque los destinos patrios, dicen, están en manos de un terrorista que se burla del juez Llarena, nada menos que como el ratón Jerry del gato Tom. Y la izquierda, que también es transversal, silba en medio de la tormenta, acostumbrada como está a encoger la manga mientras hace el gesto de estirar el brazo.
En Cataluña el espectáculo es aún más divertido. El principal beneficiario de la ampliación del autogobierno, la Generalitat, querría que la competencia quedara tan circunscrita como lo fue tiempo atrás la policía autonómica. La explicación más acreditada de este desprecio de un pájaro relativamente gordo en la mano es los celos de ERC, enrabiada porque algo de audacia política logre más que preparar y quitar la mesa de diálogo. La explicación es verosímil, pero hay una más adecuada: ERC no quiere la competencia en inmigración. Le produce horror gestionarla, porque le desmontaría el tramado ideológico. Pese al maniqueísmo moral, que la izquierda ha llevado al paroxismo, la inmigración no es ningún asunto de derechas o de izquierdas sino un asunto de Estado, tan estructural como lo son la seguridad, la economía, la fiscalidad, el medio y la educación. Una cuestión aparte, y no menor, es que algunos partidos profesan un ‘laissez faire’ anticuado para sacudirse el deber de controlar las fronteras.
Cuando sale el tema de la inmigración, el autómata ideológico actúa de oficio y derrama moralina por las juntas. Sobre todo por dos, porque éste es literalmente un tema de doble moral. Para unos la inmigración es buena independientemente de dónde venga, de cómo llega y en qué proporción. Cuestionar su oportunidad o escrutar los derechos, la disposición y la conducta de los recién llegados es para los beatos del altruismo ilimitado una prueba de racismo, xenofobia, fascismo, exclusivismo, ultraderechismo y más epítetos cariñosos. Para otros, inmigración equivale a corrupción de una identidad, a menudo imaginaria, que tan pronto confunden con los privilegios de una casta política como la proyectan hacia un pasado en gran parte desconocido. Para ambos, la inmigración es un problema. En clave negativa para los primeros, pues le niegan con la misma frivolidad que el opusdeísta Rafael Calvo Serer respondía con un ensayo titulado ‘España, sin problema’ al libro ‘España como problema’ del también franquista y confeso “nieto del 98” Pedro Laín Entralgo. Para los entusiastas de abolir las fronteras la cosa está clara: ¡Inmigración, sin problema! Para los demás, la inmigración es intrínsecamente el problema, tan ilustrativo del rompecabezas nacional como lo era “el ser de España” para los herederos de Ganivet, Unamuno, Ortega y Gasset.
Social y políticamente, tanto unos como otros son un problema, pero intelectualmente no son ninguno. Como los números primos o los números naturales, todos son perfectamente intuitivos. Unos profesan indiferencia o incluso animadversión a la pertenencia valorativa a un grupo nacional. Se declaran anacionales, si no directamente antinacionales. Hasta el primer tercio del siglo XX eran internacionalistas dentro de la clase obrera; en la segunda mitad del siglo se convirtieron en cosmopolitas, reubicándose en la ‘jet set’ intelectual y tecnológica. Para otros la nación es una idea divina que subsiste en las peores catástrofes y existe ‘in aeterno’ independientemente de las peculiaridades visibles: idioma, herencia cultural, organización política, costumbres y convicciones, formas de actuar e instintos de grupo. Para estos habrá catalanes tanto tiempo como se conserve el nombre del territorio.
Mientras que para los naturalistas de los ochocientos, clima, régimen de vida y paisaje formaban la personalidad colectiva, para los actuales deterministas territoriales es la pertenencia jurídica lo que constituye la catalanidad. Dicho en lenguaje de Pujol: es catalán todo el que vive, trabaja o recibe ayuda social en Cataluña. De tan inclusiva como se ha convertido en la identidad, sólo faltaba añadir que lo es todo el mundo que quiera serlo, como efectivamente se hizo en tiempos de Jordi Pujol, para acabar de reducirla al absurdo.
Víctima de la bacinada populista, un excelente comentarista político cae en contradicción en una misma frase cuando escribe que el 40% de los catalanes de 25 a 40 años son nacidos en el extranjero y acto seguido concluye que, de acuerdo con estos datos, actualmente viven en Cataluña 1,3 millones de extranjeros, sin tener en cuenta los llegados de otras partes de la península. Aclarémonos: ese millón y pico que viven o malviven en Cataluña o son catalanes o son extranjeros. Equiparar ambas condiciones implica, por simple permuta de los términos del silogismo, que los catalanes se han convertido en extranjeros en la propia tierra, posibilidad que la mayoría de comentaristas niegan con una inquietante vehemencia.
Si todo el mundo que entra en el censo se convierte en catalán por puro efecto de la contabilidad administrativa, entonces podemos parafrasear a Calvo Serer afirmando todo orgulloso: Cataluña, ‘sin problema’. Ahora, cuando una cuarta parte de la población de la capital ha nacido fuera no ya de Cataluña sino de España y la proporción se acerca a la mitad en el segmento de edad propicio a la fecundidad, y en ciertos grupos este segmento manifiesta una capacidad procreadora considerablemente superior a la de los autóctonos, es necesario ser muy idealista para confiar en la integración ecuménica de masas culturalmente muy compactas en una población ya minorizada por anteriores migraciones. Unas migraciones que a partir de los años sesenta dejan de integrarse “modélicamente”, como todavía proclaman políticos interesados. ¿Cómo se explica, si no, el triunfo espectacular de Inés Arrimadas, la hija del torturador franquista, en las elecciones de 2017, las más patrióticas desde la transición? O, más generalmente, ¿cómo se explica la entrada con fuerza de Vox en el parlamento catalán, la renovada pujanza del PSC, o la manía asimilacionista de los comunes, si no es por el decaimiento del catalanismo como fuerza social hegemónica desde los años setenta?
Pese al “ascensor social”, el fracaso de la normalización lingüística y de las políticas de integración cultural durante los gobiernos de CiU prepararon el terreno para que las oleadas migratorias de este siglo permanecieran impermeables a la cultura autóctona. Considerada a nivel nacional y no sólo a la vista de los casos individuales, la integración ha sido un fuego fatuo cada vez más elusivo. En Cataluña, el autoengaño es el deporte de alto riesgo más popular, pero con la aplicación del artículo 155 y la persecución judicial del independentismo llegó la gran revelación. Porque si en las naciones bien trabadas los sentimientos de solidaridad se inflaman ante un peligro exterior, la soflama real del 3 de octubre de 2017 provocó por primera vez un alzamiento popular de solidaridad represiva, prueba de un cisma nacional en fidelidades antagónicas.
Antes he dicho que la negación enfática y la afirmación igualmente enfática de la nación, así como los extremos de glorificar y maldecir la inmigración, no presentan ningún problema en el entendimiento. El problema, desde el punto de vista intelectual, son las posturas que se desplazan por toda la extensión de la escala, buscando una cómoda equidistancia entre ideología y realidad. Por ejemplo, distanciándose de quienes condenan a la hoguera todo debate sobre la inmigración, pero proclamando al mismo tiempo el derecho universal de atravesar las fronteras sin estorbos, doctrina que cancela el debate. O afirmando como un dogma de fe que la inmigración es preceptiva e indeclinable, y la competencia, si llega, debe limitarse a gestionar los recursos para integrarla y no para regularla con todos los atributos.
Es difícil atacar posiciones que parecen razonadas porque combinan una dosis de realismo –reconocen los hechos más conspicuos– con la corrección política y disimulan la gravedad de la situación. Así las posiciones expulsan del debate las razones de alarma tildándolas de alarmistas y esconden el problema convirtiendo en problema la divulgación de los hechos. Pero este redescubrimiento de un realismo bondadoso a raíz de la negociación de una competencia, que cabe decir que nunca ningún gobierno catalán ha reclamado, tiene un carácter derivativo muy pronunciado. Y es que, tras décadas de irresponsabilidad, los partidos europeos de centro y algunos de izquierda comienzan a darse cuenta de que la bomba migratoria cada vez está más cerca de explotarles en la cara y que el caos resultante beneficiará a los partidos que han hecho suya la causa. En Alemania, ‘Die Linke’ se extinguió cuando Sahra Wagenknecht, la líder más carismática del partido, puso el tema sobre la mesa y creó otro partido para frenar el ascenso de AfD (1) al este del país. Ocho años desde de que Angela Merkel abriera la puerta a un millón de inmigrantes de Siria, Afganistán e Irak con el eslogan “wir schaffen das” (‘lo conseguiremos’), la CDU de Friedrich Merz ha descubierto que el centro político del país y no sólo la ultraderecha pide que se ponga fin al abuso del estatuto de refugiado político. Dentro de la propia CDU se configura una escisión parecida a la que ha puesto fin a ‘Die Linke’, con Hans-Georg Maaß preparando la fundación de un partido de centro-derecha, la ‘Werteunion’, para arrebatar votos a la AfD ya en las próximas elecciones en varios länder de la antigua Alemania del Este. Asimismo, el gobierno de coalición encabezado por el socialista Olaf Scholz, sintiendo en la nuca el aliento de la derecha, mientras agiliza el trámite y los plazos para obtener la nacionalidad, acaba de aprobar una ley para acelerar la expulsión de los inmigrantes a los que se haya denegado el derecho de asilo. Los cambios no están solo en el continente. En Inglaterra el gobierno de Rishi Sunak ha confirmado que enviará a Ruanda a los inmigrantes que entren en Reino Unido de forma irregular.
En Estados Unidos la posibilidad, cada vez menos inverosímil, de que Donald Trump vuelva a la Casa Blanca no radica tanto en la insatisfacción con la economía, que presenta cifras históricamente bajas de desempleo, un incremento de los salarios y desde el pasado año un descenso apreciable de la tasa de inflación, como en la inquietud por la presión migratoria en la frontera de México. Atrapado entre los republicanos y el ala izquierda de su partido, Joe Biden se debate con propuestas que ponen de relieve su impotencia. El presidente es especialmente vulnerable por una política que se aparta de la de los presidentes demócratas anteriores. Barack Obama y Bill Clinton combinaban la defensa de los derechos de los inmigrantes con reforzar la seguridad en la frontera. En 2015 Bernie Sanders, el candidato deseado por la izquierda, se hartó de denunciar que la reforma de la política de inmigración entonces propuesta respondía al anhelo de Wall Street de inundar el país con mano de obra barata por reventar los salarios americanos. Durante su mandato, Obama deportó a muchos más inmigrantes que Donald Trump. Pero la chapuza, la indecencia, el racismo con banderas desplegadas, el maltrato infligido a las familias separando a los padres de los niños provocaron una reacción no sólo del Partido Demócrata sino de una mayoría de americanos contra Donald Trump. La actitud ha cambiado durante la presidencia de Biden, sin que el Partido Demócrata haya vuelto a las posiciones anteriores. Ha cambiado sobre todo porque el presidente no ha sido capaz de aplicar una política disuasoria. Los inmigrantes viajan en grupos multitudinarios, convencidos de que, con el actual inquilino de la Casa Blanca, si llegan a poner el pie en territorio americano podrán quedarse.
Y tienen razón, porque un buen puñado de políticos demócratas apoyan la entrada de inmigrantes muy por encima del límite permitido por la legislación federal. La crisis fronteriza ha llevado a una confrontación entre algunos de los estados en primera línea del tsunami migratorio y el gobierno de Washington. En esta crisis el Partido Demócrata tiene su principal tendón de Aquiles, y no es capaz de revertirla en buena parte porque hace tiempo que se ha convertido en el partido de la clase profesional liberal y ha cedido su antigua base en la clase trabajadora al Partido Republicano. Incluso teniendo en cuenta la raza, factor tradicionalmente favorable a los demócratas, se puede comprobar que este valor ideológico se les vuelve en contra cuando converge con el factor de clase, porque muchos trabajadores negros, hispanos y asiáticos reprueban la laxitud del gobierno con la inmigración ilegal. La acracia de los demócratas agobia las aspiraciones de Biden y da a Trump una ventaja en la carrera para la reelección.
No es, pues, como suele decirse, que los moderados se dejen arrastrar por la extrema derecha cuando empiezan a hablar de regular el desenfreno migratorio. Es más justo decir que, al darse cuenta de que la nacionalidad no es infinitamente maleable, husmean el peligro de abandonar en manos de la extrema derecha y de la extrema izquierda las políticas que determinan el sentimiento de pertenencia y solidaridad interna de un país. Políticas que van desde la promoción de valores culturales comunes hasta la defensa del nivel económico de la gente, pasando por el compromiso con la seguridad colectiva. Y esto es cierto independientemente de la oscilación en el sentimiento nacional y las fluctuaciones en la definición de ese sentimiento. Convertirlo en piedra de toque de la heterodoxia política, como hacen el actual gobierno de Cataluña y sus satélites a la izquierda, sólo puede llevar a un reequilibrio social impulsado por la extrema derecha. Emplear la fuerza migratoria para hundir la solidaridad nacional con la esperanza de alcanzar una hegemonía escurridiza no sólo es una maniobra destinada al fracaso, sino una fórmula segura para disolver la particularidad catalana en la universalidad española.
(1) https://es.wikipedia.org/wiki/Alternativa_para_Alemania
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