Desde hace siglos, los esfuerzos para crear un estado-nación único en la península han sido prioritarios para sus promotores. Curiosamente, sin embargo, la identidad “nacional” española siempre se ha caracterizado por reforzarse no consolidándose hacia el interior de sus propias raíces, sino que, para afianzar su identidad, ha necesitado salir fuera y destruir, negar, perseguir la de los demás, la de aquellos a los que, finalmente, ha logrado asimilar o hacer desaparecer. Todos los que eran distintos debían dejar de serlo, para que ellos fueran algo. Se afirman, pues, negando. Primero fueron los judíos, después los moriscos, más adelante los protestantes… Y, una vez independiente Portugal, España siempre ha mirado a su estado vecino con una mezcla de paternalismo colonial y desprecio imperial. Nunca les han perdonado que se hubiesen liberado.
En un estado-nación como España, fracasado como tal, ya que no ha conseguido uniformar a todos los pueblos sometidos a ella en una sola identidad, conciencia, y sentimiento nacional -el español-, necesita siempre enemigos para afirmarse y cohesionarse. Enemigos del interior del propio Estado, pero no pertenecientes, claro, al grupo nacional de matriz única castellano-madrileña. Y estos enemigos, aquellos que logran personificar todas las iras por su actitud contraria a la españolización política, cultural y nacional, van cambiando según las épocas.
La catalanofobia, es decir, el odio, el rechazo, la persecución de todo lo que sea catalán, es un elemento constitutivo del nacionalismo español y, al mismo tiempo, un factor esencial de cohesión nacional y social española. La catalanofobia es interclasista, plural desde el punto de vista ideológico, no hace diferencias entre generaciones y abarca todos los territorios españoles. El conocido “a por ellos” es entonado, así, por voces diversas, que, en otros temas, se encontrarían en campos contrarios. Pero en este, cuando se trata de ir contra Cataluña, todos cierran filas. Y por supuesto, por motivos lingüísticos, culturales, económicos, demográficos y territoriales, la catalanofobia supera, con creces, las actitudes antivascas.
Durante mucho tiempo, cuando la resistencia a la uniformización española estaba viva, sobre todo, en el País Vasco, estos enemigos públicos de España eran, pues, vascos. Es el caso de Xabier Arzallus y, después, de J.J. Ibarretxe. A principios de 2004, la animadversión se desplazó hacia Cataluña, por lo que, durante cuatro años seguidos, en una encuesta de un diario madrileño a miles de personas, un político catalán fue votado como “la persona más odiada de España”. La campaña de linchamiento, con la inevitable colaboración catalana, fue tal que el odiado en cuestión ya no ha vuelto nunca más a España ni como turista. Y, por lo que sé, no tiene la intención de hacerlo en el futuro. Ya es indicativo de qué tipo de sociedad es aquella en la que hay diarios capaces de realizar encuestas de este tipo.
No hay dudas de que, en estos momentos, en España, el enemigo público número uno se llama Carles Puigdemont. Las iras que suscita son extraordinarias y tan colosales como las ganas de detenerle. No pueden disimular que le tienen ganas, babean imaginándolo, es su sueño húmedo. La catalanofobia personalizada ahora en el president Puigdemont logra la unanimidad de sus detractores españoles, con la siempre presente complicidad interior catalana, por lo que no hace distinciones entre ellos. De derechas y de izquierdas, jóvenes y mayores, hombres y mujeres, de pueblo y de ciudad, Puigdemont ha logrado lo más difícil en política: la unanimidad, en contra, pero unanimidad.
Al ser detenido en Alemania y hacerse pública su noticia en un espacio televisivo con público en el plató, éste estalló en un aplauso colectivo apoteósico, espontáneo, vivido con la máxima intensidad patriótica, con la complicidad sonriente de los conductores del programa. Eran aquellos días en que, tertulianos que un día fueron de izquierda, solidarios, antifranquistas, vociferaban con el mismo fervor “rojigualda” que sus compañeros de mesa, más fachas aún que Roberto Alcázar y Pedrín. Aquella progresía española, antifranquista, que alzaba el puño y que simulaba simpatizar con la cultura catalana, ahora ha enmudecido vergonzosamente ante la represión contra los independentistas, si no es para formar marcialmente, “prietas las filas”, junto a los que vilipendian Cataluña, la lengua y la cultura de los Països Catalans. Actores, cantantes, escritores, sin vergüenza alguna, diciendo lo mismo que militares, jueces y policías. Las pocas excepciones sirven, en todo caso, para confirmar su regla.
A menudo cuesta ver que, en la Generalitat, existe un govern independentista y, en el Parlament, una mayoría del mismo signo. Cuando partidos que se llaman “independentistas” forman gobierno en municipios, consejos comarcales y diputaciones con fuerzas contrarias a la misma, nada hace pensar en ello. Ni tampoco cuando el gobierno español sabe que puede contar con los votos fieles y seguros de diputados y senadores “independentistas” en el congreso y en el senado de España. Los presupuestos, las leyes fundamentales que se van aprobando y el mantenimiento del gobierno español son posibles porque tienen el apoyo de “independentistas” para la estabilidad política de España.
Ven tan seguro su apoyo, que se permiten ridiculizar y humillar a los catalanes independentistas con desprecio y esa chulería política tan típicamente española. Por eso aseguran en voz alta que el proceso ha terminado y que en Cataluña todo está controlado y sin ningún conflicto nacional. Y, realmente, lo parece. Todo apunta a que hemos dejado de ser un problema para España, una vez neutralizado, domesticado y engañado muy buena parte del independentismo político e institucional, en cuyo interior también hay quien dice que el proceso ha terminado o que está congelado.
¿Todo? No. Pero la voluntad de independencia vive en las conciencias y en el corazón de la gente y, en menor medida, en las calles y plazas. Y como en la época de los romanos, en el norte de la Galia, hay un Astérix que no encaja en el diseño español, porque es la pieza que falta por presentar como completo, terminado y normalizado el rompecabezas constitucional español. Y, mientras esté ahí, con la voz libre, es la garantía de continuidad de la lucha de emancipación nacional. Querrían más que detenerlo, capturarlo, como un “capo” de la mafia, el líder de un cártel de la droga o un criminal de guerra y pasearlo esposado por España, exhibiéndolo de forma vejatoria como el trofeo más preciado, ocupando portadas de periódicos y abriendo telediarios con la misma foto, para escarmentarnos y hacernos creer que nuestro proyecto es imposible.
Detener a Puigdemont, neutralizar a Puigdemont, acallar a Puigdemont es el objetivo básico de estado que tiene España en estos momentos y así lo dicen, sin tapujos, varios ministros. De ahí los esfuerzos no ya de jueces y magistrados, sino también de la Fiscalía y la abogacía del estado que todo el mundo sabe, como Sánchez no se olvida de recordarlo, de quien dependen. La defensa de Puigdemont y la de todos los independentistas sin excepción debe ser prioritaria para el independentismo, como lo es su anulación y persecución por parte de España. Sólo el sectarismo puede impedir ver que es el político catalán más conocido en todo el mundo, con sus errores incluidos, y todo el mundo sabe los motivos de su exilio en plena Unión Europea. Es la única pieza pública que nos queda para desmentir que nos han desactivado como pueblo. Puigdemont debe volver, no esposado, sino con toda normalidad, para que el regreso no sea la foto de la derrota de nuestra ilusión colectiva, sino la imagen victoriosa de un avance simbólico en la lucha por nuestra libertad nacional.
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