Forma parte del minoritario grupo de escritores que hubiera deseado conocer. Panfletista, agitador, espía, periodista, Daniel Defoe parece poseer las claves para entender la transición entre los siglos XVII y XVIII. Entre sus muchos textos, uno de los más impactantes es ‘Diario del año de la peste’, una obra entre la ficción y el periodismo que retrata la gran epidemia de Londres de 1666. Aunque Defoe aún era un niño en ese momento, se esfuerza en reconstruir minuciosamente lo que pasó en la capital inglesa. Su crónica, escalofriante en muchos momentos, incluye detalles de historiador o, al menos, de cronista de la ciudad.
Naturalmente, sin duda, Defoe es conocido por todos por el glorioso náufrago de York, Robinson Crusoe. Los ingleses suelen considerar a ‘Robinson Crusoe’ la primera novela de su literatura. Puede ser. De lo que no hay duda es de su éxito popular inmediato y de lo que, desde entonces, ha tenido siempre. Leí ‘Robinson Crusoe’ de niño y el gran náufrago no se convirtió en uno de mis héroes favoritos. Me interesó pero no me emocionó. Admiré, por supuesto, su capacidad de adaptación, pero no conquistó un lugar en mi imaginación, como sí lo hicieron los héroes de Verne, Salgari o Jack London.
Me he preguntado alguna vez por el origen de esta desafección. Creo que ‘Robinson Crusoe’ me parecía demasiado pragmático. Entonces no valoraba, claro, que tuviera una mentalidad colonialista -como diagnosticó James Joyce- e incluso racista. No era eso. Era su exceso de pragmatismo, lo que, por otra parte, sin duda le permitió salvarse. Creer que la inteligencia consiste en la capacidad de adaptarse a las situaciones nuevas es una perentoria lección de realismo, si bien no es la más emotiva de las definiciones de la inteligencia. Esto no impide que ‘Robinson Crusoe’ sea la novela ideal para leer en una isla solitaria. Sobre todo después de un naufragio.
ARA