Los okupas y los monjes franciscanos

El italiano Giorgio Agamben (Roma, 1942) es uno de los grandes pensadores de Occidente. El tema del origen del poder es central en su obra. Agamben nos recuerda cómo el siglo XIV los monjes franciscanos se desmarcaron de la curia romana: “Sólo aceptaban el derecho de no tener ningún derecho”. El derecho principal al que renunciaban era el de propiedad, lo que, claro, puso muy nerviosos a los teólogos oficiales del Vaticano. Los franciscanos defendían la pobreza absoluta y lo hacían a partir de la idea de “el uso de hecho, no de derecho”. Creían que no era necesario poseer los objetos para poder utilizarlos. Recuerda un poco al movimiento okupa, ¿no? O a la lucha contra los desahucios, es decir, por el derecho a la vivienda por encima del derecho a la propiedad.

El papa y jurista Juan XXII renegó de la bula de su predecesor, Nicolás III, que había aceptado la tesis de los teólogos franciscanos y negó el uso separado de la propiedad. “Seguramente encontramos aquí la primera teorización del consumo. Y es que en el fondo lo que está diciendo [Juan XXII] es que el uso no existe sino que, de hecho, sólo existe el consumo. Una idea que tiene mucha validez para nosotros, que ya no usamos sino que consumimos”.

Estas reflexiones forman parte de la obra de Agamben ‘Arqueología de la política’ que ahora nos llega de la mano de la editorial Arcadia, con traducción de Robert Garcia Orallo, y que recoge las lecciones que impartió en la cátedra Ferrater Mora de la Universidad de Girona en abril de 2014. Agamben bucea en la génesis de las palabras, en concreto y sobre todo, del verbo usar, que considera central para entender las ideas de política y poder. Cita a Walter Benjamin, para quien “la justicia consiste, más bien, en la condición de ser un bien que no puede ser apropiado”. Ya no se trata, como los franciscanos, de renuncia a la propiedad, sino que las cosas son directamente inapropiables. Es más radical.

Para ejemplificarlo, Agamben pone el ejemplo del cuerpo: es bien nuestro, pero a la vez tiene vida propia, nos debemos adaptar al mismo (no podemos decidir no orinar, por ejemplo). Lo mismo con la lengua: la relación que uno tiene “comporta dos polaridades opuestas: una de propiedad y una de impropiedad. Toda relación profunda con la lengua implica a ambas. Es interesante, en este sentido, el ejemplo de los autores que escriben en lengua extranjera, a través de esta relación de impropiedad”. Y un tercer ejemplo es el del paisaje, ese paisaje que queremos, que consideramos nuestro: “No podemos poseer el paisaje. Por eso es tan terrible destruir el paisaje. Cuando lo hacemos, posiblemente estamos destruyendo la relación más auténtica que mantenemos con el mundo”.

La política también es todo esto. No es la esgrima que vemos estos días de campaña electoral. La de verdad está en la arqueología de las palabras, los conceptos y las ideas. ¿Qué entendemos por poder, propiedad, justicia o identidad? Termino con este último concepto: “Cuando se habla de identidad no se debe olvidar que se trata de una realidad temporal y discontinua”. Agamben hace suya la visión de Shlomo Pines, según el cual, al revés del enfoque habitual, el desarrollo histórico discontinuo es un hecho y la identidad es un problema. O, dicho de otro modo, la diversidad es la norma y la homogeneidad el problema.

ARA