Esta historia comenzó en uno de aquellos días de pleno verano en que uno anda descalzo por la hierba y por primera vez en el año es picado por una abeja. Al menos eso es lo que siempre me ha pasado a mí. Y ahora sé que esos días de la primera y a menudo única picadura del año, por lo general, coinciden con el abrirse de las flores blancas del trébol, del que crece a ras del suelo, en el que las abejas retozan medio escondidas.
Era un día soleado, también eso como siempre, de principios de agosto, pero, en todo caso bien entrada la mañana, aún no hacía calor, y en lo alto, y cada vez más en lo alto, el cielo azuleaba constante. Apenas había una nube, y si se formaba alguna: se disolvía de nuevo. Una brisa suave, que daba alas, soplaba, como suele ocurrir en verano, desde el oeste –en la imaginación desde el Atlántico– refrescando la bahía de nadie. No había rocío que secar. Igual que desde hacía ya más de una semana, al vagar temprano por el jardín, tampoco se había notado humedad bajo las plantas desnudas de los pies y, menos aún, entre los dedos.
Se dice que las abejas, a diferencia de las avispas, al picar, pierden el aguijón y que, por eso, a causa de la picadura, tienen que morir. En todos los años anteriores, pocas veces me habían picado –casi siempre en el pie desnudo– sin que yo mismo lo presenciara, por lo menos si tenía en cuenta el arpón de tres puntas, tan diminuto como poderoso, que parecía desgarrado de la carne interior de la abeja y alrededor del cual se hinchaba algo inconsistente y gelatinoso, las entrañas del insecto; a la vista estaba, además, un ser combándose, temblando, tiritando, cuyas alas perdían fuerza.
Pero aquel día de la picadura en el que la historia de la ladrona de fruta tomó forma, la abeja que me picó a mí, el descalzo, no sucumbió. Aunque se trataba de una abeja del tamaño de un guisante, peluda, lanosa, con los consabidos colores y franjas de las abejas, al picar, no perdió ningún aguijón y, después de la picadura, una picadura de abeja como pocas –tan repentina como intensa–, se elevó zumbando, dándose un impulso, no solo como si no hubiese ocurrido nada, sino como si, además, en virtud de su acción, hubiese recuperado nuevas fuerzas.
A mí la picadura me pareció bien, y no únicamente porque la abeja había sobrevivido. Hubo además otras razones. En primer lugar, se decía que las picaduras de abeja, de nuevo supuestamente a diferencia de las de las avispas o de los avispones, eran buenas para la salud, para aliviar los dolores reumáticos, para fortalecer la circulación sanguínea o para lo que fuera, y, ahora, una picadura así –otra vez una de mis imaginaciones– me reanimaría al menos durante un rato los dedos de los pies, que de año en año tenía más débiles e insensibles, prácticamente entumecidos; por una fantasía o imaginación similar, arrancaba yo las ortigas con las manos descubiertas, a menudo ramos enteros, tanto del jardín de la bahía de nadie como de las terrazas de la lejana finca de la Picardía —aquí, suelo de loess; allí, calcáreo—.
Di la bienvenida a la picadura por una segunda razón. Me la tomé como una señal. ¿Una buena señal?, ¿una mala? Ni buena ni mala y en absoluto funesta, simplemente una señal. La picadura dio la señal de partida. Es hora de que te pongas en camino. Aléjate del jardín y de la región. Vete. Ha llegado el momento de marchar.
¿Pero necesitaba yo esta suerte de señales? Aquel día, en aquel entonces: sí, y aunque de nuevo sea solo una imaginación o una ensoñación de verano.
Ordené lo que se tenía que ordenar en la casa y el jardín, también dejé expresamente esto y lo otro donde se hallara o reposara, planché las dos o tres camisas viejas a las que tenía más apego –apenas se habían secado en la hierba–, hice el equipaje, metí dentro las llaves de la casa de campo, mucho más pesadas que las de la casa de las afueras de la ciudad. Y no era la primera vez que, poco antes de salir, al atarme los cordones de las botas de caña corta, se me rompía un cordón, no encontraba de ninguna manera las parejas de los calcetines, me pasaban por las manos tres docenas de mapas detallados sin que apareciera el que me interesaba; la diferencia esta vez fue que se me rompieron los dos cordones de los zapatos –durante el cuarto de hora previo que tardé en desanudarlos se me rompió la uña de un pulgar–, que al final hice pares con los calcetines desaparejados –prácticamente sólo de esos–, y que de repente me pareció bien ponerme en camino sin tener ni un mapa.
De repente también me liberé de la falta de tiempo en la que había quedado atrapado, una falta de tiempo infundada que me invadía siempre, no solo en las horas previas a la partida; por lo general, entonces, me cortaba sobre todo la respiración y, en la hora antes de salir, era verdaderamente asfixiante. Ni una hora más allí. ¿Libro de la Vida? Libro en blanco. Se acabó el sueño. Se acabó el juego.
Pero ahora, de manera inesperada: la falta de tiempo se había esfumado, no tenía objeto. Todo el tiempo del mundo tenía yo de repente. Viejo como era: más tiempo que nunca. Y el Libro de la Vida: abierto y, a la vez, bien sujeto; las páginas, en especial las páginas en blanco, resplandeciendo al viento del mundo, de esta Tierra, del aquí. Sí, por fin conseguiría ver a mi ladrona de fruta; hoy no, mañana tampoco, pero pronto, muy pronto, y la vería como una persona, entera, y no meramente en los quiméricos fragmentos que, durante todos los años anteriores, por lo general, entre la multitud y, además, siempre solo de lejos, habían aparecido ante mis ojos envejecidos dándome otra vez nuevas alas. ¿Una última vez?
¿Es que has olvidado que eso de hablar de una “última vez” no se hace, tan poco como de una “última copa”? O si se habla de ello, entonces como aquel niño que, después de que le hayan dejado que juegue “¡una última vez!” (pongamos que con el columpio o el balancín), grita: “¡una última vez!”, y luego: “¡una última vez!”. ¿Grita? ¡Vocea! ¿Pero eso no lo has dicho tú a menudo? Sí, pero en otro país. Y eso qué más da. (…)
LA VANGUARDIA