El 1 de agosto hará 200 años del nacimiento de Herman Melville, el autor de ‘Moby Dick’, una de las novelas que se disputan el honor de ser la obra fundacional de la narrativa norteamericana. La otra es ‘Las aventuras de Huckleberry Finn’, de Mark Twain.
“Decidme Ismael. Unos años atrás -no hay que precisar cuantos-, tenía poco dinero, o ninguno, en la bolsa, y no había nada de particular que me interesara en tierra, y pensé en irme a navegar una poco para ver la parte líquida del mundo”. El comienzo de ‘Moby Dick’ es uno de los más recordados y citados por los amantes de la literatura, a pesar de ser una obra densa, monumental y abrumadora para lectores poco avezados. Los capítulos de acción se alternan con lecciones de cetología, descripciones de todos los tipos de ballena posibles y hasta el mínimo detalle de los tipos de arpones, embarcaciones y técnicas de la caza de ballenas. Son ejercicios de estilo interpretados, por la mayoría de expertos melvillianos, como un intento de dar verosimilitud al resto de la narración sobre el capitán Ahab. Unos contrapuntos ensayísticos que provocan la desesperación entre los lectores acostumbrados al ‘bestseller’ del ‘fast-book’ pero que conservan el estilo deslumbrante de Melville y pueden ser interpretados como los antecedentes, en la literatura, de los capítulos descriptivos de ‘Las uvas de la ira’ de John Steinbeck o, en nuestra literatura (catalana. Nota del traductor), los textos aparentemente científicos dedicados a botánica que aparecen en ‘Las historias naturales’ de Joan Perucho (por poner sólo dos ejemplos).
Estos capítulos añaden complejidad a una obra que Melville ya hizo bastante sofisticada. Lo sugería Vicenç Pagès en su ‘De Robinson Crusoe a Peter Pan. Un canon de literatura juvenil’ (Proa, 2006): “Las referencias al Antiguo Testamento, a la mitología grecorromana, en ciudades y obras de arte de todo el mundo son constantes. La sintaxis es ampulosa y bíblica. Seamos francos: es improbable que un lector, aunque sea adulto, llegue a ‘entender’ todo el libro”.
La ambición de Melville a la hora de enfrentarse a este libro es tan inmensa como la de su protagonista a la hora de perseguir la ballena blanca. Moby Dick tiene tantas lecturas, intrahistoria y referencias que se convierte en una novela de novelas. Es tanta su capacidad de meter miles de cosas que un referente de la crítica internacional, Harold Bloom, decidió excluirla de su libro de ‘Novelas y novelistas. El canon de la novela’ (editado en castellano por Páginas de espuma) y situarla en el volumen dedicado a La épica: “Obras de estructura colosal, como el ‘Ulises’ de Joyce o la vasta narrativa de Proust -Explicaba Bloom en la introducción-, han sido excluidas y destinadas al volumen consagrado a la épica. Lo mismo ha ocurrido, de manera inevitable, con ‘Moby Dick’, de Melville”.
Una obra épica que Bloom sitúa en paralelo a obras capitales de la literatura universal como ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘Ulises’, pero que no fue siempre bien entendida: el valor de ‘Moby Dick’ no fue reconocido por la crítica de su tiempo, que la arrinconó durante décadas.
El autor, Herman Melville, se vio sentenciado a una vida gris, de funcionario de aduanas, a pesar de haber sido marinero en un barco ballenero y de haber tenido bastante éxito como escritor con su primera novela, ‘Typee’, sobre sus aventuras reales con los nativos -presuntamente caníbales- de las islas Marquesas. Cinco años antes de publicar ‘Moby Dick’, aquella ‘Typee’ que ahora queda semiolvidada triunfó en ventas y en crítica como una de las primeras novelas de aventuras de la época.
De ballenas y pulgas
La obsesión de Melville era hacer una obra “colosal” sobre un animal “poderoso”. En el capítulo 104 de ‘Moby Dick’, como recuerda Pagès, Melville sentenciaba: “Para escribir un libro poderoso, hay que elegir un tema poderoso. No se puede escribir nunca un volumen grande y permanente sobre una pulga, aunque haya habido muchos que lo han intentado”.
La crítica no entendió las dimensiones de su apuesta. Ni siquiera reconoció, posteriormente, las virtudes de un cuento largo con el que Melville demostraba precisamente lo contrario de lo que había defendido sobre los libros poderosos (que el bote pequeño puede contener la buena confitura): con ‘Bartleby, el escribiente’, Melville hizo una historia sobrecogedora, a largo plazo reconocida como obra maestra de la literatura universal a pesar de ser una propuesta de dimensiones y alcance mucho menos ambiciosos.
Y tan famosa como la frase inicial de ‘Moby Dick’ es la educada respuesta con la que Bartleby rechaza invariablemente los trabajos que le encarga su jefe: “Preferiría no hacerlo” (“I would prefer no to”).
La rehabilitación de Moby Dick llegaría hacia los años veinte del siglo XX, setenta años después de su publicación y treinta años después de la muerte de Melville. Para muchos críticos e historiadores es el “supremo clásico de la literatura norteamericana”, como lo define José María Valverde en su ‘Historia Universal de la Literatura’. Pero esta historia del mar siempre se debe pelear por este podio literario con una novela fluvial, ‘Las aventuras de Huckleberry Finn’, escrita por Mark Twain en 1884. Incluso el mismo José María Valverde escribía que “Si tuviéramos elegir una sola novela de aquella época ‘dorada’, quizá se nos permitiría preferir ‘Huckleberry Finn’ de Mark Twain”.
La predilección por ‘Huckleberry Finn’ es, hasta cierto punto, lógica. Ernest Hemingway dijo que “toda la literatura norteamericana moderna proviene de un libro de Mark Twain, llamado ‘Las aventuras de Huckleberry Finn'”. Y el citado Harold Bloom hace una selección de las mejores 18 novelas de autores de EE.UU. -entre las cuales, por supuesto, ‘Moby Dick’- para acabar eligiendo a Twain: “Considerando en conjunto estos dieciocho libros, si tuviera que llevarme uno solo a la celebérrima isla desierta, optaría por ‘Las aventuras de Huckleberry Finn'”.
La obra de Mark Twain es una delicia desde el “Aviso” cargado de humor que precede al texto: “Las personas que intenten encontrar un motivo en esta narración serán perseguidas. Las personas que intenten encontrar una moral a la historia serán desterradas. Las personas que intenten encontrar un argumento serán fusiladas”. Desde el primer momento se adivina el humor pero ni de lejos se llega a prever cómo puede llegar a cautivar la historia del amigo de Tom Sawyer que huye por el Misisipí como un rayo en compañía del esclavo Jim.
Hay una clara ventaja de ‘Huckleberry’ sobre ‘Moby Dick’ para un lector actual: Twain escribe como lo haría un autor que hubiera nacido hace treinta años. Melville tiene algo del siglo XIX que puede asustar a algunos lectores, con sus excursus y cierta actitud trascendental.
Pero nada es tan sencillo en la literatura. La obra de Twain va más allá, según Bloom: “Huckleberry Finn es un libro demasiado sorprendente, está demasiado cerca a la épica de la conciencia estadounidense, junto a ‘Hojas de hierba’ y ‘Moby Dick’, porque lo vemos como el único que busca ser una bonita historia”.
‘Huck’ no es sólo una bonita historia y ‘Moby Dick’ no es sólo una novela. Melville rompe los límites del género. Y parece que al autor, en cierta medida, la historia se le va de las manos. Los estudiosos indican que las primeras cuarenta páginas parecen avanzar una historia de amistad entre Ismael y Queequeg que luego se deja de lado para centrarse en una alegoría, un símbolo. Cada lector dirá qué simbolismo interpreta porque hay teorías para todos los gustos.
El novelista E.M. Forster (1879-1970), autor de ‘Howard’s End’ y ‘Pasaje a la India’, insistía en que ‘Moby Dick’ es una lucha. Pero tampoco aclara si es un lucha “entre el bien y el mal o entre malos irreconciliables”, como señala Valverde. Forster opina que “su canto profético fluye paralelamente a la acción y a la enseñanza superficial, como una corriente sumergida. Queda al margen de las palabras. Nada puede afirmarse sobre ‘Moby Dick’ sino que es una competición. El resto es canto”.
Curiosamente también ‘Huckleberry Finn’ parece una novela que supera las expectativas del autor. A Mark Twain también se le va de las manos la historia de ‘Huck’. El libro debía ser la segunda parte de ‘Tom Sawyer’, un libro juvenil, y su comienzo indicaba que podía ser simplemente eso: “Seguro que no has oído hablar de mí, si no ha leído un libro que se llama ‘Las aventuras de Tom Sawyer’, pero no tiene ninguna importancia. El libro fue escrito por el señor Mark Twain y, en esencia, decía la verdad. Hay cosas que él infló pero en conjunto decía la verdad”.
Pero, en el sexto capítulo, Huck decide huir de los malos tratos de su padre y va hacia el río Mississippi, donde encuentra a Jim que también quiere escapar de la esclavitud. El poeta y dramaturgo T.S. Eliot (1888-1965) escribió que en ‘Huckleberry Finn’ los personajes son los mismos que en ‘Tom Sawyer'”pero aquí es Tom quien tiene el papel secundario”. Y argumenta que “el autor probablemente no era consciente de ello, cuando escribió los dos primeros capítulos: ‘Huckleberry Finn’ no es el tipo de historia en la que el autor sabe, desde el principio, qué pasará. (…) Tom tiene la imaginación de un niño animado que ha leído mucho de la ficción romántica: se puede convertir, por supuesto, en un escritor; puede convertirse en Mark Twain. (…) Huck no tiene imaginación, en el sentido en que Tom la tiene: tiene, en cambio, visión. Ve el mundo real; y no lo juzga, le permite juzgarse a sí mismo”. T.S. Elliot sitúa ‘Huckleberry Finn’ entre los personajes literarios universales, como el Ulises, Don Quijote o Fausto.
Otra semejanza entre la novela de Twain y la de Melville es que ‘Huckleberry’ tampoco gustó a los críticos de la época, que la menospreciaron como cualquier obra dirigida a un público juvenil. “El mismo autor -recuerda Valverde- no pensó que aquella obra pudiera ser propiamente literatura, ni mucho menos gran literatura: cosa curiosa, porque, a la vez que tenía un sentido crítico sobre la buena y mala escritura no distinguía entre los esfuerzos sin valor y los aciertos, en el conjunto de su obra”.
Ahora, dos siglos después del nacimiento de Melville y 109 después de la muerte de Twain, ambas obras están en el Olimpo de la literatura universal y en el podio de las novelas de los EE.UU.
Y es que ‘Huckleberry’ ha recibido las alabanzas mencionadas de Hemingway, Harold Bloom, o T.S. Elliot, pero ‘Moby Dick’ no se queda corta. El novelista estadounidense indudablemente más reputado e influyente del siglo XX, William Faulkner, dijo que el libro que él hubiera querido escribir es ‘Moby Dick’.
Sobre la influencia de las dos novelas en la narrativa del siglo XX, y sin salir de los Estados Unidos, hay pruebas incontestables. Sobre todo, los elogios de los mismos novelistas y críticos. A los nombres de Hemingway, Faulkner o E.M. Forster y T.S. Eliot hay que añadir muchos otros, entre los cuales Rudyard Kipling.
“El auténtico precursor y héroe literario de Kipling -recuerda Harold Bloom- fue Mark Twain y ‘Huckleberry Finn’ y ‘Tom Sawyer’ aparecen ineludiblemente reflejados en ‘Kim’, que sin duda es el máximo hito conseguido por Kipling”.
El autor de ‘El libro de la selva’, efectivamente, sentía tanta admiración por Twain que grabó dos horas de entrevista con él, una conversación que empezaba con esta frase de Twain: “Bueno, usted piensa que está en deuda conmigo y ha venido a decírmelo. Esto es lo que yo llamo saldar bellamente una deuda”.
Otra cosa es que críticos y autores coincidan en la influencia de Twain o Melville sobre ellos mismos. A pesar de las palabras de Hemingway sobre ‘Huckleberry’, Harold Bloom cree que “el ‘Kim’, de Kipling, está mucho más cerca de ‘Huckleberry Finn’ en su estilo y su forma que cualquier texto que haya escrito Hemingway”.
En cuanto a Faulkner, Bloom afirma que su novela más deudora de ‘Moby Dick’ “es ‘Absalón, Absalón!’, cuyo protagonista obsesionado del mismo, Thomas Sutpen, podría ser considerado el Ahab de Faulkner”.
En la cuenta a favor de ‘Moby Dick’, Bloom añade cinco obras más en su ensayo ‘Cómo leer y por qué’ (Anagrama/Empúries, 2000): “’Señorita Corsolitari’ de Nathanael West, ‘The crying of lot 49’ de Thomas Pynchon, ‘Blood Meridian’ de Cormac McCarthy, ‘Invisible man’ de Ralph Ellison y ‘The song of Solomon’ de Toni Morrison”.
‘Huckleberry’, en cambio, sumaría influencias sobre los dichos Hemingway y Kipling, sobre John Steinbeck -sin duda- y, según Bloom, sobre Walker Percy (1916-1990) y su ‘The movigoer’ (‘El cinéfilo’, 1961) y, más recientemente, Don de Lillo, especialmente con ‘White noise’ (Ruido de fondo, 1997).
Lo que se hace evidente, con perspectiva, es que ambas novelas empiezan dos caminos diferentes en la tradición narrativa americana posterior. Uno, marcado por Melville, buscaría la épica, las respuestas a las grandes preguntas y esta obsesión tan estadounidense por escribir “la gran novela americana”, con toda la trascendencia que ello implica. El otro sigue la corriente del río de ‘Huckleberry’ y retrata al americano -un individuo liberado del pasado, como los EE.UU. lo están de Inglaterra- en un viaje de formación en busca de la libertad, sea hacia el oeste, el espacio o, simplemente, el futuro. Tal y como marcan las frases finales de ‘Moby Dick’ (“Después todo se vino abajo, y la gran mortaja del mar continuó meciéndose como hacía cinco mil años que se balanceaba”) y ‘Huckleberry Finn’ (“Me temo que tendré que salir disparado hacia el territorio indio antes que los demás, porque la tía Sally me quiere adoptar y me quiere civilizar, y eso yo no lo puedo soportar. Ya he pasado por este trance antes”).
Publicado el 1 de julio de 2019
Núm. 1829
EL TEMPS