Este domingo ha hecho exactamente treinta años que defendí mi tesis doctoral en la UAB, “El calendario y su significación en la sociedad moderna” -publicada en 1985 con el título ‘Saber el temps’ (‘Saber el tiempo’)-, dirigida por el doctor Joan Estruch y con un tribunal presidido por José Luis L. Aranguren. Esa semana, como hecho expresamente para añadir tensión informativa al tema de la tesis, había vivido un conflicto con el tribunal de la Audiencia de Barcelona. El consejero Joan Rigol había suprimido del calendario festivo el 12 de octubre en 1980, pero a raíz de una demanda de la Federación de Sociedades Regionales y Provinciales de Barcelona, amparada por el delegado del Gobierno Juan Rovira Tarazona, el tribunal resolvió contra la Generalitat, y suspendió el calendario catalán. El argumento del recurso era que “la suspensión festiva del Día de la Hispanidad, Día del Pilar y de la Raza, causaría perjuicios morales irreparables”. El Avui de aquel 9 de octubre de 1981 -portada, tres páginas, editorial y última página- anunciaba una solución salomónica: el 12 sería fiesta laboral, excepto para los ámbitos administrativo y judicial. La indefinición legal de la fiesta se mantuvo hasta que fue declarada oficial en 1987, en una historia digna de pasar a los anales del nacionalismo español más rancio, ahora hegemónico tanto en el PP como en el PSOE.
En la transición del calendario franquista al actual, además del debate político, también se empezó a debatir la conveniencia de evitar determinadas acumulaciones festivas por razones laborales. En 1988, el mismo gobierno del Estado había trasladado la fiesta de la Inmaculada al lunes 5 de diciembre, pero después de decretarlo, las presiones episcopales le forzaron a dar marcha atrás. La posibilidad de trasladar fiestas de ámbito estatal a lunes, a excepción de las fiestas de Navidad, Fin de Año y Primero de Mayo, estaba prevista en el artículo 37.2 del Estatuto de los Trabajadores. En Cataluña, la defensa de la racionalización del calendario tuvo defensores destacados como el padre capuchino Jordi Llimona, ¡que llegó a proponer un calendario decimal con semanas de diez días! Sin embargo, pasada la década movida de los ochenta, los calendarios de fiestas encontraron una notable estabilidad no fundamentada en ningún criterio racional, sino en la fuerza de una rutina que desde entonces, de forma implícita, ha sido imponiendo la afirmación de una “identidad estatal y la singularidad nacional del pueblo español” -tal como quería el legislador- junto con el mantenimiento de una tradición católica en estos momentos aún más injustificable.
Pero he aquí que el melón del calendario se ha vuelto a abrir. Es una buena noticia. Estamos ante una nueva grieta en el edificio del nacionalismo español que ocultaba el calendario. Por un lado, el final de la paz autonómica, certificada por el fracaso de la reforma estatutaria, la sentencia del Tribunal Constitucional y ahora el descaro electoral de la voluntad recentralizadora de Rajoy y Rubalcaba. Por otro lado, por la grave recesión económica que debería llevar nuestro gobierno a utilizar todos los instrumentos legales a su alcance para imponer la racionalización y europeización de un calendario que ha sido erosionando gravísimamente las virtudes catalanas de una sociedad laboriosa y laica. Hace años, en un acto público y ante un Artur Mas que entonces era conseller en cap, advertí -irónicamente- que si mandara alguna vez, lo primero que haría sería cambiar calendario y horarios, un paso imprescindible para hacer progresar el país. Lo sigo pensando, y ahora es la hora de hacerlo.