Últimamente, y con fundamento de causa, se ha ido imponiendo el argumento económico como principal razón para defender la independencia de Cataluña. ¡Un argumento que sería tanto o más sólido para pedir también la independencia del País Valenciano o de las Islas Baleares! Ya hace años que ERC había hecho circular con éxito esa caricatura de Cataluña como una vaca flaca, ordeñada por España hasta quedar en la piel y los huesos. Fueron los primeros, y en ese momento fue un gesto audaz y valiente. Se suponía que los sectores de población a los que era difícil llegar con apelaciones sentimentales, serían sensibles a otra vía, por otra parte, no menos catalana: la del bolsillo. Y si esto fue un buen argumento cuando todavía creíamos que podíamos atar los perros con longanizas, ahora que España nos atornilla hasta el ahogo, el viejo argumento del expolio fiscal tiene más vigor que nunca.
Pero sería una lástima que quedáramos atrapados en la indignación por el expolio. Primero, porque la independencia sería deseable, incluso, en la situación contraria, es decir, si perdiéramos económicamente. La emancipación nos haría espabilar para buscar la prosperidad del país sin vivir de la limosna. (Dicho sea de paso: lo mejor que les podría pasar a los españoles, económicamente hablando, sería hacer frente a su emancipación). En segundo lugar, no sería bueno quedarse varados en el expolio porque no basta con el argumento del bolsillo para llegar al corazón ni a la razón de los catalanes más distantes de la expectativa independentista. El debate de la redistribución fiscal es muy técnico y nos hace sentirnos víctimas. Además, por injustificado que sea, exteriormente nos construye una imagen egoísta e insolidaria de insistir más en la dimensión reivindicativa que en la de hacer propuestas.
Desde mi punto de vista, hay otras dos patas fundamentales de la reivindicación independentista: la radicalidad democrática y la emancipación de la tutela de una nación que no es nuestra, o si se quiere, el logro de la dignidad nacional. No sé si dentro de un estado radicalmente democrático los catalanes tendríamos tanta ansia de independencia como ahora. Y es que a mí lo que me hace más difícil de digerir del Estado al que estamos encadenados es su escasa cultura democrática, que lo hace tan irrespetuoso y hasta intolerante con la diversidad. Cuando un antiguo portero del Real Madrid se siente patrióticamente justificado por el hecho de insistir en decir “José” a Pep Guardiola “porque estamos en España”, es decir, cuando la diversidad de lenguas es vista como un peligro para la dignidad política de España, es que ha llegado la hora de huir. Y pongo el caso de Paco Buyo porque en su intuición de que su patriotismo gustará al público en general, recoge bien la falta de cultura democrática de la idea de la nación española.
La baja cultura democrática de un pueblo no es resultado principalmente de la ignorancia, sino de la calidad democrática de sus estructuras políticas. Por eso no avanzan. Aunque al final haya acabado bien, que el Tribunal Superior de Justicia avalara los impresentables informes de la Guardia Civil para impedir que la coalición Bildu fuera en las municipales vascas, señala bien el nivel de las instituciones españolas. Y si este tribunal lo vio así, ¿por qué la prensa -como “La Razón”- no puede decir de la rectificación del Tribunal Constitucional que “ETA gana, la democracia pierde”? O, ¿cómo puede el pueblo raso entender nada sobre la necesaria división de poderes en una democracia, si la alcaldesa Rita Barberá, representante destacada de la corriente de ultraderecha del PP que podríamos llamar “The Horchata Party”, atribuye la decisión del alto tribunal al gobierno español? Nuestro problema con España es sobre todo un problema de democracia. Y si es cierto que la independencia sólo podrá venir de una decisión democrática de los catalanes, es también a favor de la democracia el que la decisión debe ser tomada.
Hay, finalmente, la cuestión que un poco enfáticamente podemos llamar de la dignidad nacional. Aquí entra desde el deseo de prosperidad y justicia, hasta la aspiración de tener voz propia en el mundo para aportar nuestra experiencia de combate por el progreso y la libertad. Desde la defensa de una tradición cultural y de una lengua milenaria y con voluntad de seguir abiertas al futuro, hasta la reivindicación de una unidad civil de los catalanes que la dependencia con España nunca permitirá alcanzar de forma definitiva. Después de tantos años de confusión, ahora sabemos que la dependencia de otro estado nacional es lo que impide nuestra cohesión nacional. Por eso el autonomismo no ha podido pegar simbólicamente lo que separaba estructuralmente. Por ello, el único nacionalismo que tiene un comportamiento política y culturalmente étnico y no cívico, en Cataluña, es el nacionalismo español.
En definitiva, que tres son los objetivos, y tres las bases sobre las que tenemos que construir nuestro futuro: la prosperidad económica, la radicalidad democrática y la emancipación nacional catalana.