Cuarenta meses lleva el Tribunal Constitucional estudiando el Estatut de Catalunya. Y cuarenta es la cifra bíblica para señalar los periodos de prueba y castigo. Cuarenta días con sus noches duró el diluvio de Noé. Cuarenta años tardó en llegar el pueblo judío desde Egipto a la Tierra Prometida y cuarenta días de ayuno pasó Moisés antes de recibir las Tablas de la Ley, algo así como la sentencia de su dios constitucional. Y cuarenta son los días de Elías y de Jesús en el desierto, o los de la Cuaresma cristiana, todos ellos tiempos de tentación, ayuno y penitencia. Quizás ya sería hora de acabar con la prueba y dar por finalizado el castigo.
Debo hacer constar que no me apura ninguna impaciencia por conocer la sentencia y los complicados vericuetos interpretativos que vayan a utilizar las magistradas y los magistrados para castrar químicamente al Estatut manteniendo su apariencia eréctil, es decir, para conseguir que su intervención “surta el efecto sin que se note (demasiado) el cuidado”. Es cierto que el caso de la sentencia del Tribunal Constitucional después de un referéndum está poniendo a prueba no sólo al Estatut, sino a toda la arquitectura constitucional y, en consecuencia, a la propia legitimidad del tribunal. La dilación en la sentencia, por su parte, favorece el desarrollo de todo tipo de sospechas sobre posibles presiones políticas y las dificultades para enmascararlas hasta convertirlas en argumentos jurídicos, ajustando la decisión final al momento electoral más propicio. Pero este ya no es un problema catalán, sino una cuestión de estado que España deberá resolver cuando haya podido salir de este callejón tan estrecho.
Lo que realmente me preocupa es que la incertidumbre creada por todo este embrollo constitucional oculte otros asuntos más graves. Efectivamente, mientras el Tribunal Constitucional se debate en cuestiones como las de ver cómo, una vez reconocido el “deber” de conocer la lengua catalana en Catalunya, se inventa deberes de primera y de segunda clase para que todo siga como estaba antes de la reforma del Estatut, lo cierto es que lo que nadie ha puesto en cuestión tampoco se cumple. Ya vimos que sin necesidad de intervención del Constitucional, criterios fundamentales del nuevo Estatut relativos a la financiación como la bilateralidad del acuerdo o el principio de ordinalidad se convertían en objeto de cambalache por compromisos sin cifras como el de no quedar por debajo de la media de financiación. Pero es que ahora ya tenemos noticias ciertas de que el Ministerio de Fomento no va a cumplir con sus compromisos de inversión en infraestructuras del 2009. Por lo que respecta a las inversiones en transporte terrestre, gestionadas por el Seitt, no van a llegar ni a la tercera parte de lo pactado en los presupuestos. Por su parte, según la Cambra de Contractistes de Catalunya, las licitaciones de obra del Estado, entre enero y agosto, ha caído un 44 por ciento respecto del periodo anterior. Y, finalmente, nadie sabe dónde han ido a parar los millones previstos en la disposición adicional tercera del Estatut.
En resumen: que mientras estamos pendientes del desarrollo de los debates bizantinos del Tribunal Constitucional, el Gobierno socialista, con la complicidad silenciosa de los 25 diputados del PSC, se zafa descaradamente de los compromisos que nadie ha dudado que sean de justicia para Catalunya.
Por otra parte, la tensión política creada por el proceder del Tribunal Constitucional se traduce aquí en una suma de despropósitos que siguen erosionando el prestigio de las instituciones, de sus responsables en particular y de la política en general. Si no, vean las recientes declaraciones en Catalunya Ràdio del conseller de Relacions Institucionals en las que afirmó que si la sentencia del Tribunal Constitucional – él dijo “dictamen”-contenía “aspectos negativos”, como más tarde saliera, mejor, ya que así, de momento, se podría seguir desplegando el Estatut. Literalmente. Con tales aliados, sobran los peores enemigos. A la vista de declaraciones de este tipo, no se me ocurre mejor réplica que la de Debra Winger en su magnífico personaje de Joy Gresham en Shadowlands (Tierras de penumbra) dirigida por Richard Attenborough, cuando ante la impertinencia sexista de un profesor de Oxford, responde: “¿Está tratando de ofenderme, o simplemente es estúpido?”. Creer que un gobierno que no sólo es incapaz de cumplir sus promesas sino que ni tan sólo cumple la ley en lo que tiene de constitucional, va a atreverse a burlar la sentencia del Alto Tribunal en lo que pueda considerarse inconstitucional del Estatut, implica suponer que el ciudadano es estúpido y que aún no se ha dado cuenta de la larga serie de engaños a los que nos tiene acostumbrados Zapatero y compañía.
Los cuarenta días de Moisés en el Sinaí recibiendo largas y minuciosas instrucciones de Yahvé acabó con el pueblo elegido sin liderazgo y adorando a un becerro de oro. Los cuarenta meses esperando la sentencia del Constitucional también están dilapidando el liderazgo político en Catalunya, y el ciudadano está a punto de romper las tablas de la ley que aprobó en referéndum. Y aquí no habrá dios que las vuelva a esculpir.