El cuarto elemento es el más tangible de todos. No en vano, lo terrenal siempre se ha definido en gran parte por contraposición a lo etéreo, a lo ingrávido, a lo inmaterial. La tierra construye nuestros límites con respecto a los otros elementos y conforma nuestra esencia, casi tanto como si el ser humano naciera de una escultura de barro.
Pese a ser la Madre Tierra la que desde siempre nos ha cobijado en su seno, el hombre, probablemente en nombre del progreso, no duda en arremeter contra ella. Y aunque desde una mirada geológica y tras todo el tipo de duras pruebas a las que la Tierra se ha visto sometida desde sus inicios, quizá esa pequeña erosión humana no sea para tanto… creo que el mayor desgaste es el que se hacen los humanos a sí mismos, ya que al esquilmar los recursos de su ecosistema están –probablemente- mermando la capacidad de subsistencia de toda la especie dentro su propio hábitat. Mas cuestiones así no parecen importar a nadie. Bueno, alguien habrá a quien importen, pero basta con leer la prensa o consultar Internet, para comprobar la frecuencia, la desproporción y el tamaño de las agresiones tanto locales, como globales, del ser humano contra su medio natural.
A nivel global, poco parece importar la cantidad de árboles que se talan en las pocas selvas importantes que quedan; esa especie de tapete menguante deja paso a unas imborrables calvas en el mapa verde global. Del mismo modo, cualquiera de los yacimientos que contiene la tierra, bien sean petrolíferos o de cualquier otro tipo con bienes de interés para la explotación comercial, son igualmente arrasados al más puro estilo Atila; sin importar el método empleado ni que al terminar -en todos esos lugares y adyacentes- no vuelva a crecer la hierba. Nada importa salvo una cosa: que el coste de la extracción sea el menor posible. Pero, al igual que una casa descuidada no dice mucho a favor de la persona que en ella vive, ¿qué es posible esperar de toda una especie que sistemáticamente maltrata el lugar en el que habita al devastar sus recursos, agotar sus reservas, alterar las coordenadas naturales de la naturaleza, cambiar los biorritmos lógicos de sus tiempos de producción y hasta su ADN? Luego nos extrañamos de hallarnos indefensos ante mutaciones genéticas de nuevos virus… pero con este histórico a cuestas, lo raro es que aún estemos vivos.
Por último, y si pensamos a nivel local, en lo que implica directamente a la explotación de la tierra, el campo asiste igualmente inerme a los incontables desastres que le toca aguantar. Claro que, cuando la naturaleza -que por definición es un elemento en libertad capaz de autorregularse y que ha existido millones de años antes a que proliferasen las más variopintas normativas- pretende ser regulada y gobernada desde una oficina a través de directivas, que atienden más a los intereses del mercado que a la realidad de cada entorno, no resulta extraño intuir que los más variados desastres pueden acontecer. Muchos agricultores, que a la sazón construían parte del tejido productivo de este país y que podrían haber transformado su industria hacia productos de excelencia que ayudaran a cultivar –nunca mejor dicho- una denominación de origen próxima a la excelencia de algunos de nuestros productos, se han visto obligados, gracias a ese guión escrito por el dios-mercado, bien a abandonar sus cultivos o bien a subsistir a base de yermas subvenciones.
Por otro lado, el éxodo de urbanitas que -asaeteados por el sueño de intentar cambiar de rutina- han decidido mudarse al campo, en busca de una mayor calidad de vida, suelen aterrizar –en muchas ocasiones- del modo más estrambótico; y sus todo-terrenos y costumbres urbanas que tan sólo buscan llevar la comodidad hasta el extremo, chocan frontalmente con unas vidas más sencillas y crean unos conflictos de convivencia y de integración en lugares en los que hasta ahora apenas había llegado ni la globalización, ni muchas de las fútiles y funestas costumbres de las ciudades.
Aún así, y pese a que con la llegada de la crisis todo el mundo está con las orejas un poco más gachas y con una dosis extra de humildad, al menos al primer mundo le cuesta compartir. Tantos años de lucha por una cultura de individualidad a ultranza, han cristalizado en una sobreprotección de los espacios personales. El ser quiere su espacio y lo protege, siempre que hablemos de lo singular, claro esta. Ahora bien, cuando hablamos de lo colectivo, parece que las cosas que son de todos, al final no son responsabilidad directa de nadie y por eso nadie las hace suyas ni las cuida. Pero lejos de no necesitar protección, la Tierra y esos espacios naturales -que lejos de lo que pueda parecer no se protegen solos- necesitan ser cuidados por todos, no tanto en beneficio de la propia naturaleza, capaz de recuperarse incluso de las más atroces adversidades, sino de nosotros mismos pues, pese a que hay más información que nunca, diríase que cuanto más deberíamos saber, menos cuidamos de nuestro entorno. Ahora o nunca.