Nunca se vuelve atrás

Nadie se puede engañar, el Estado diseñó una estrategia para liquidar el enemigo y ha vencido. Otra cosa es que el Estado ha quedado también muy dañado y que se le ponen límites desde fuera para administrar su victoria sobre el soberanismo catalán. La amargura que atraviesa la opinión pública comprometida con su país es indicativa de esta derrota, el movimiento cívico se ha ido diluyendo y quedan minorías de activistas comprometidos, pero su mismo coraje también muestra su desesperación. Por otra parte, la división y la competitividad que nunca supieron superar los partidos que expresaron políticamente la demanda cívica nacional es el signo más claro de la derrota. No saben qué hacer con los pasos dados hasta aquí, casi parece que se trata de disputar quien “debe cargar con el muerto”.

El ánimo y la falta de distancia impide objetivar la situación y hacer un balance de lo vivido y de las ganancias y las pérdidas, pero hay que recordar algunas cosas. Desde el principio me preocupó el proceso de respuesta cívica surgido tras la sentencia del Tribunal Constitucional y los ataques a todo lo catalán. Como el Estado no dejó lugar a diálogo alguno, los políticos y partidos que habían vivido en la época anterior fueron empujados por la sociedad y radicalizaron su postura o fueron apartados por la gente.

Cuando el Estado quiso humillar y ahogar la sociedad catalana, lógicamente dio la razón a los independentistas. Es por ello que insisto en que los creadores del movimiento soberanista catalán fueron los nacionalistas pero, en mayor medida, el mismo Estado pilotado por M. Rajoy y todos los lobis financieros, mediáticos y administrativos de la corte. Y esto indica que las motivaciones de la reclamación soberanista eran racionales -evidentemente Cataluña era maltratada por el Estado-, pero en buena parte asumidas por sectores cada vez más amplios debido a la emoción nacida de las humillaciones. Era muy complicada la conducción histórica de un movimiento así, tan democrático y valioso pero que se orientaba a una tarea de gran envergadura como es fundar un nuevo Estado republicano desde dentro de un Estado monárquico. Recuerdo que me sorprendió la convicción que dirigentes independentistas republicanos tenían en su viabilidad. Nunca dudé, al contrario, del derecho de la ciudadanía catalana a decidir su futuro libremente, pero sí dudé de que España lo permitiera, y me preocupaba la fragilidad de un movimiento de personas libres enfrentadas a un Estado que se mostró como era, autoritario.

Hubo ingenuidad por parte del independentismo, y errores, claro, pero es que se trataba de un enfrentamiento con un Estado que vive de la sumisión de los súbditos y que se muestra implacable con el débil que se rebela. El Estado ha conducido en todo momento la sucesión de pasos que ha habido, conduciendo el proceso sin dejar alternativas. El gobierno central y el Tribunal Constitucional, humillando y quitando validez al Estatut, el autogobierno catalán dentro del límite autonómico, quitaron validez al autonomismo, por lo que sólo quedó el independentismo como referencia y camino. El Estado siguió la estrategia de ir empujando a la sociedad por este camino, sabiendo que guardaban en la manga la carta del rey de espadas. La estrategia de la ocupación de la Generalitat y del país estaba diseñada desde el principio, y se fue conduciendo a la sociedad y a los dirigentes catalanes a un camino ciego contra un muro. Era el momento de la declaración de la República Catalana, tan desesperada, a donde quería llegar el Estado; a esas horas, en que ya tenía preparado el asalto militar al Palau de la Generalitat, la ocupación del territorio y el encarcelamiento de los dirigentes democráticamente elegidos del país. El expolio de empresas, los castigos económicos, la propaganda xenófoba contra los catalanes y el cultivo del odio dentro de España fue todo este “¡A por ellos!”, no se pretendió otra cosa que una derrota militar y la rendición.

Finalmente, el Estado, condicionado por Europa y con el cambio de cara al gobierno central, contempla Cataluña desde su posición de vencedor. Esta es la realidad. Ofrece volver al Estatuto amputado y manipulado por el Tribunal Constitucional, no queda claro si el que salió del Parlamento, al que quedó después de que las Cortes pasaran el cepillo y que fue ratificado, o al que dictó finalmente el Constitucional.

Lo que el Estado ha hecho a la ciudadanía catalana es algo terrible que la Unión Europea no se imaginaba. Hace falta un lugar para sentarse a dialogar, con tiempo y diciéndolo todo a la cara, porque ha habido actuaciones que se pueden calificar de errores políticos, pero ha habido otros que son imperdonables, como el secuestro de la Generalitat, que los catalanes habían conservado en el exilio, y la brutalidad, la persecución de la ciudadanía y sus gobernantes, la utilización de la violencia de la extrema derecha… El Estado tiene que pedir perdón en algún momento a la ciudadanía catalana. Y aún así, no se puede volver atrás.

La corte y sus medios de comunicación dicen que quieren volver al pasado. Esto sería enviar a la locura a los más de dos millones de catalanes que han hecho un acto democrático de desobediencia civil frente a un Estado que los amenazaba con la fuerza, que finalmente ejecutó. Sólo haciendo desaparecer todas estas personas podrían volver las cosas al pasado. El Estado ha jugado con la idea de hacer de Cataluña un Ulster. Pues ahora hace falta un diálogo de paz previo a cualquier acuerdo político. Esta mesa de diálogo bilateral es necesaria, pero la mesa imprescindible es otra paralela, donde los políticos soberanistas catalanes se sienten a hablar con franqueza y lleguen a un acuerdo nacional mínimo. Que las estrategias partidistas no anulen un imprescindible acuerdo nacional. Porque para dialogar y negociar con el Estado, para que haya bilateralidad, para que haya federalismo o no, es imprescindible tener poder político propio a cada lado de la mesa. Y no lo habrá sin una unidad mínima.

No basta con las sonrisas ni con invocaciones a volver a un amor que nunca existió, lo que, sin más, sería asumir la misma vieja sumisión. Todo esto sólo lo arregla un referéndum.

ARA