La cacería

Después de que estallara con la crisis del 29 la burbuja de los años veinte, recordados luego como los felices veinte, los años treinta descubrieron con inquietud e indignación injusticias y errores, hipocresías y corruptelas. Esta legítima y justificada inquietud fue el motor de movimientos constructivos reformadores, como la llegada de la República en España o el triunfo del catalanismo social que representaba la figura cada vez más valorada de Francesc Macià. Pero en el conjunto del mundo, estas inquietudes y malestar provocaron también reacciones negativas, destructivas, que desembocaron en la hegemonía y confrontación de los totalitarismos y de los totalitarismos con las democracias, en el período quizás más trágico de la historia de la humanidad.

 

En este camino los años treinta, desde el estallido de la crisis hasta el triunfo de los totalitarismos, hubo una estación psicológica que forma parte necesaria de la cadena: la instalación en buena parte de la población, legítimamente indignada y socialmente resentida, de un instinto de caza, de pogromo, de persecución de quienes consideraba culpables de la situación o adversarios a la hora de solucionarla. Muchos sectores ideológicos y sociales eligieron unos culpables individuales o colectivos de la crisis y de la injusticia, elaboraron a menudo teorías de la conspiración que reforzaban el papel de los hipotéticos culpables, y los terminaron persiguiendo físicamente, a menudo con voluntad de aniquilación. En nombre de la justicia, de la necesidad de hacer justicia y limpieza, se señalaron unos culpables -los judíos, los masones, los curas, los burgueses, quienes iban a misa, los que no iban- y se convirtieron en los chivos expiatorios de un malestar colectivo. Se puso en marcha el instinto de caza, de linchamiento, de persecución, que terminó de la peor manera posible. Lo que vino era mucho peor que aquello de lo que se quería huir.

 

En nuestro caso, en la Cataluña de los treinta, este espíritu más general de culpabilización y de caza -documentable en el discurso político y también en la literatura- se sumó a la presencia cíclica de un cierto instinto nihilista de destrucción, de un gusto desesperado por el estallido de la violencia gratuita que se agota en sí misma, en un estallido orgiástico e irracional. Es lo que retrató Joan Maragall tras la Semana Trágica en su ‘Oda nova a Barcelona’, cuando habla de la verdulera endiablada que persigue a la monja y le quema el convento, y después lo rehace más potente. Un proyecto de destrucción que no lleva incorporado un proyecto de construcción posterior, sino que se enciende y se apaga de repente, y deja un rastro de cenizas.

 

La demanda de justicia es una señal de salud democrática y social: el buen funcionamiento de la justicia y de sus instituciones, sin privilegios ni excepciones. Pero el justicialismo social, la instalación en la sociedad, en nombre de la justicia, de un instinto de caza y de un gusto de destrucción sería una mala señal. La voluntad de limpiar y regenerar es imprescindible. La búsqueda de chivos expiatorios, alimentada por teorías conspirativas, es terrible. La capacidad de escandalizarse demuestra una sociedad viva. El escándalo hipócrita forzado -a veces compartiendo escandalizados y escandalizadores, a escala, un mismo código moral y un sistema de valores- tiene un punto destructivo.

 

Ni estamos en los años treinta ni la historia se repite. Hay un punto de salida compartido: la crisis económica, sus efectos sociales, las injusticias y la legítima indignación. A partir de aquí, cada tiempo hace su camino y no sigue necesariamente los itinerarios del pasado. Pero personalmente me parece detectar hoy y aquí algunos síntomas de ese instinto de caza, de aquel gusto por la destrucción, de aquel estallido irracional en busca de chivos expiatorios personales o colectivos, del gusto por las visiones conspirativas de la historia que ayudan a encontrar y señalar culpables, del prejuicio, de la condena social antes del juicio. No estoy diciendo que haya que repetir nada. El alarmismo es pecado. La alarma, no. Para que las cosas no pasen es imprescindible pensar que podrían llegar a pasar. Para evitar las enfermedades hay que observar la aparición de los primeros síntomas. Si realmente ese instinto de caza está y está creciendo, alarmémonos y corrijámoslo. Aún estamos a tiempo.

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