Y eso es todo, Jordi

‘Deleted account’, dice ahora el Telegram. Es la conversación que hay al final de todo de la larga ristra de chats de la aplicación del móvil. La que hace más tiempo que no se actualiza. Un año entero.

Es una conversación que empieza a las nueve de la mañana de un lunes frío de octubre. Citado a declarar por segunda vez con pocos días de diferencia, volvía a coger ese tren hacia el infierno que habíamos compartido unos días antes. Esta vez no le podía acompañar, pero hablamos más que días atrás.

Leer hoy aquella conversación convierte mi cuerpo en una sucesión de escalofríos, de punzadas que recorren la espalda desde la nuca hasta la planta de los pies. Hablar con él ha sido y es siempre como llenar el depósito. O cargar la batería cuando ya está en el 2%. Es una fuente de energía.

En la Audiencia española, ante la siniestra magistrada, todo hacía pensar en el encarcelamiento. Yo intentaba darle ánimos, pero él debía notar que yo estaba más preocupado de lo que quería demostrar. Y era él quien me enviaba mensajes de resistencia: ‘¡Gracias, querido! ¡Adelante! ¡Siempre adelante!’

Justo antes de entrar a declarar me cuenta que no piensa hacerlo. No piensa decir ‘ni pío’. Se niega a declarar. ‘Voy a entrar para decir que no declaro’, me dice. No se me ocurre nada más que enviarle una cara redonda de color amarillo haciendo un beso en forma de corazón.

Hablamos de los días anteriores vistos cuando ya estás en la puerta de la prisión. Sus reflexiones las guardo para mí. Ya lo comprenderán. Es crítico porque no se ha aprovechado la ocasión que nos daba el primero de octubre y el paro de país del 3. Han pasado pocos días de aquella declaración suspendida en el Parlamento el día 10. Y él es crítico, pero comprensivo y esperanzado a la vez.

Todos aquellos días habíamos estado bien conectados para analizar cada paso que se daba. Más allá de su papel de presidente de Òmnium y del mío de periodista, la confianza de la amistad tomaba valor en días como aquellos. Hay un momento de la conversación que hoy todavía me interpela y me trastorna. Yo le acabo de decir que le quiero y él me responde: ‘Nos tenemos los unos a los otros y eso es todo’.

Ahora hace un año que está encerrado en la cárcel. ¿He hecho por él todo lo que estaba en mis manos? ¿Podría hacer más de lo que hago? Si esto es todo, ¿soy como debería de ser? Son preguntas que intento responder a menudo. No pienso vivir tranquilo mientras él (y ellos) estén allí dentro. Y eso no quiere decir que deje de hacer cosas que me parece que tenemos que hacer aquí fuera. De hecho, él es muy claro y dice que tenemos que avanzar porque es la única manera de poder salir de allí algún día.

Doce horas después de haber comenzado la conversación de ese día, se acerca el momento de saber qué pasará. Yo le digo que si lo encierran, no vamos a parar hasta que vuelva a estar con nosotros. Ya le llaman para anunciarle la decisión. Y escribe las últimas frases antes de que le quiten el móvil: ‘Nos quieren silenciados y atemorizados. No lo conseguirán’.

Le envío dos mensajes más. Un ofrecimiento y un abrazo en mayúsculas con seis signos de exclamación. Ya quedan sin leer. La confirmación de lectura no llega. Ya no los podrá leer. Me quedo mirando la pantalla. Esperando que aquel ‘visto’ del final del mensaje se convierta en un ‘doble visto’. Silencio. Me llega un mensaje por otro canal. ‘Se los quedan’. Estoy en el comedor, sentado, solo, sin ningún tipo de luz que no sea la pantalla del teléfono. Lo apago. Y no me puedo aguantar.

Silenciados y atemorizados. Así es como nos quieren. Y Jordi ya hace muchos años que decidió que había que hablar y hace muchos años que supo dominar el miedo. Silenciados y atemorizados. Habla de ellos, habla de los independentistas, y habla de los catalanes. Un año de prisión no le ha hecho callar ni le ha asustado. Ni a él ni a los que estamos fuera.

No lo conseguirán, porque nos tenemos unos a otros. Y eso es todo, Jordi. Y eso es todo, amigo.

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