Sobredosis de literatura

Un preso se pudre en la cárcel desde hace años, condenado a cadena perpetua. Una noche oye ruidos en uno de los muros de la celda. Aguza el oído y los ruidos se repiten, débiles, en series. El preso cree que es una alucinación, pero al día siguiente, a la misma hora, vuelve a oírlos. Dos días más tarde los oye otra vez, y el día siguiente, todos los días. Comienza a tomar nota de las series. Ve que a veces son más complicadas. Intuye que alguien, al otro lado del muro, le está intentando decir algo. Poco a poco, descifra el código de los sonidos y comprende que el vecino le está explicando la manera de escaparse de la cárcel. Una noche, siguiendo el plan al pie de la letra, consigue huir. Al cabo de unos cuantos años, rico y famoso, con una identidad falsa, pide permiso para visitar la prisión: quiere conocer a su salvador, darle las gracias y ver si puede ayudarle. Lo llevan a la celda en la que se consumió tantos años y pregunta quién está al otro lado del muro. Pero no hay nadie. El muro da directamente al exterior de la prisión, a un precipicio sobre el mar.

Esta historia, leída a los doce años en un fascículo de una colección de literatura fantástica, obsesiona al protagonista de ‘Solenoide’, de Mircea Cartarescu, un escritor frustrado que vive en una casa en forma de barco y que pugna por evadirse de la realidad que le rodea: una profesión que no le interesa, un matrimonio que se hunde porque su mujer pierde el juicio, una vida que se mueve entre la monotonía y el desvarío, unos bloques de pisos en ruinas desde el día mismo en que los proyectaron, una ciudad –Bucarest– sórdida, poblada por hombres ignorantes, mujeres vulgares, niños con el culo al aire que gritan a todo pulmón, perros famélicos, bicicletas oxidadas y todo tipo de seres sin esperanza, como los presos de un centro penitenciario.

‘Solenoide’, una novedad de este Sant Jordi de la que seguramente se hablará durante años, es una novela compleja, densa, una novela amazónica que arrastra al lector hacia territorios muy poco frecuentados. En sus cerca de ochocientas páginas resuenan Kafka, Borges y Pynchon, como dice la contraportada, y también Salvador Dalí e Ives Tanguy, pero el sabor que deja es único, inconfundible. Los capítulos sobre la existencia diurna del personaje, un simple profesor de lengua y literatura rumana en una escuela de barrio –para mi gusto, los mejores, junto con los recuerdos de infancia–, alternan con capítulos más oscuros en los que el narrador se aventura en una dimensión delirante del mundo, con la descripción detallada de sus pesadillas y las entradas de un diario que no piensa confiar más que al fuego.

Las peripecias de personajes grotescos ­como el director de la escuela o el portero borracho que espera cada noche que un ovni se lo lleve- se mezclan con los enredos sentimentales del protagonista, la evocación del tratamiento en un sanatorio para tuberculosos, la historia de un manuscrito antiguo, las cábalas de un investigador de los sueños y las actividades de una extraña secta que se reúne en morgues y cementerios para protestar contra la muerte.

Pugnando por esquivar “la burocracia psíquica de lo real”, el protagonista levanta acta de lo que llama sus “anomalías”, con una extraordinaria energía narrativa. Para él, la condición humana es una prisión limitada por los cinco sentidos y las tres dimensiones: teme pudrirse en ella sin remedio, junto con todos sus pecados y su estupidez y su desconocimiento. ¿Qué mundo es este en el que le ha tocado vivir? ¿Qué pinta en él? ¿Por qué vive? ¿Qué tomadura de pelo es esa? ¿Llegará alguna vez a saberlo? ¿Alcanzará alguna vez a entender, desde el centro de su soledad, el extraño artefacto que es su vida? ¿Conseguirá descifrar las señales que recibe?

“No he vivido en vano, me digo a cada instante de mi vida, por no haberme convertido en escritor, por ser un pobre profesor de Lengua rumana, por no tener familia ni dinero ni fama en este mundo, o por vivir y morir entre escombros, en la ciudad más triste sobre la faz de la tierra. Sino porque me hicieron una pregunta para la cual no he hallado respuesta, porque pedí y no se me concedió, llamé y no me abrieron, busqué y no encontré. He aquí el fracaso que me aterroriza”. El mundo, para él, es un acertijo, una criptografía incompleta, indescifrable. Tiene que tener un sentido, pero no lo encuentra. No teme la muerte, ni el sufrimiento, ni las enfermedades más terribles, sino que la vida no sea suficientemente larga y su mente lo suficientemente inteligente para descubrir la clave del enigma.

Al cabo, la respuesta, la vía para escapar de la prisión, es esta novela, una novela ­lírica, fantástica, metafísica, elegiaca, desoladora, exuberante, onírica, paranoica, críptica, surrealista, desmesurada. Una sobredosis de literatura para adictos incurables.

LA VANGUARDIA