¿Qué debemos hacer, amigo mío?

En este verano tuve la oportunidad de comer con un amigo que, como buen catalán, se muestra intelectualmente inquieto sobre la evolución del futuro político del país. Se trata de una persona a la que le interesa tanto pensar y discutir cómo hacer cosas que se pueden proyectar sobre la realidad. Y esto, señores míos, en un país tan lleno de verbosidad tertuliana, es como agua fresca.

«En estos momentos -me dice-, España debe hacer frente a una crisis global tremenda. Por un lado, existe el problema de la monarquía -institución que cuelga de un hilo-. Luego está la corrupción, que se ha convertido en sistémica. Y, finalmente, la cuestión probablemente más importante: Cataluña. Más problemas, en situación simultánea, ¡imposible!». Tiene razón. Hay una crisis de confianza política generalizada provocada, principalmente, por los dos primeros temas: monarquía y corrupción. Esta desconfianza global sobre quién debe mantener la estabilidad política probablemente hace que no se vea salida plausible a nuestro conflicto. ¿Cómo han de solucionar un asunto tan complejo unas instituciones debilitadas?

Le recuerdo a este buen amigo que, ya hace años, acordamos mutuamente que nuestro sistema electoral hacía imposible colocar arriba de todo a los mejores. E insisto que sin este gobierno de los mejores las cosas sólo pueden ir a peor. Sólo cabe la posibilidad de que, por uno de esos errores del sistema, salga alguien que no toca, quiero decir con capacidades y voluntad política.

«De acuerdo, pero ¿qué piensas que tiene que hacer el gobierno de la Generalitat?» Me pregunta, inquieto. «¿Aprovechar la debilidad actual del Estado español? ¿Dejar pasar el tiempo y probarlo dentro de unos años? Hay que ser consciente de que un enfrentamiento, no nos engañemos, significará más represión y más gente en la cárcel. Mande quien mande en Madrid, esto es así. ¿Estamos dispuestos a eso? Y el tema no es tanto qué hacer mañana mismo y qué posibilidades tenemos de ganar la próxima batalla como saber si podemos salir victoriosos de la guerra. Si el enemigo, por decirlo de alguna manera, es vencible». Yo pienso que no tenemos que ir a la confrontación abierta. Le expongo mi teoría de la «vía administrativa». Estoy convencido de que, en un momento dado, un tribunal europeo (nunca la Unión Europea, como institución) dirá que Cataluña tiene todo el derecho a hacer un referéndum en el que se le pregunte qué quiere. Se trata de ir escalando, con paciencia, demandas y sentencias. ¿Que serán necesarios unos años? Sí, pero ahora yo ya puedo quemar fotos del rey sin que, como avalaba el Tribunal Constitucional, me metan en la cárcel. Y, si alguna vez nos llega una sentencia favorable en cuanto al referéndum, Europa no podrá convivir con una contradicción interna tan grande. ¿Un derecho jurídicamente sentenciado sin poderse ejecutar?

Él insiste en que incluso la «vía administrativa», en la que yo confío, será interpretada como confrontación por Madrid. Y debemos estar preparados para recibir. ¿Y realmente estamos dispuestos a ello de manera sostenida mientras los tribunales internacionales deciden? «Honestamente, no lo sé…», le respondo. «¿Entonces? ¿Cuál es el siguiente paso? El «No lo sé» no vale…» Y tiene razón. ¿El Gobierno debe avanzar en la vía de la confrontación o es preferible esperar a recuperarnos de la torta del 155?

A veces, llegados al momento de tomar una decisión, es mejor analizar las cosas en sentido complementario. Y yo me planteo -y pregunto al amigo- dos cuestiones. (1) ¿Estaremos mejor dentro de unos años? Y (2) ¿no hacer nada es una alternativa?» Yo no sé si ganaré la guerra, pero me temo que, si no hago nada, la perderé seguro», le planteo. Y está de acuerdo. Pero la cuestión sigue abierta: ¿cómo debería proceder el Gobierno para ser efectivo y dar satisfacción a las aspiraciones de la población?

Ambos coincidimos, entre otras muchas otras cosas, en que la aniquilación del país no es una opción válida. Si cualquiera de las acciones, o de las inacciones, pone en peligro el nervio, la catalanidad del país, entonces nada es válido. Este es el límite del sacrificio. Podemos jugar a muchas cosas, pero nunca, en ningún caso, a la desaparición del sentimiento nacional. Y así terminamos el almuerzo. Ya marchándonos, me comprometo a poner nuestras reflexiones por escrito, lo que hago ahora, aquí. Y también desde aquí aprovecho para dar las gracias al amigo. El reto de pensar no debe hacer vacaciones nunca. Ninguna solución es fácil. Ni ninguna nos llevará a ninguna parte con garantías del 100%. No valen los que dicen que nada es posible. Tampoco podemos considerar como válidos los cantamañanas que se atreven, incluso, a predecir que la independencia será más bien por la mañana que al atardecer.

ARA