La nación dominante

Recuerdo haber leído a Albert Sánchez Piñol que en 1714 se acaba España y comienza Castilla. No es ninguna boutade, lo dice absolutamente todo en una línea. España sólo puede ser un pacto entre soberanías iguales que deciden libremente compartir cosas bajo un mismo paraguas estatal. En cambio, si España es un proyecto de reducción de las naciones pequeñas de la Península a las leyes de la nación dominante, ya no es España, es Castilla con el nombre cambiado. Y desde 1714 estamos en el segundo escenario: el autogobierno de Cataluña es algo que se puede dar graciosamente (1931, 1979) o se puede quitar por la fuerza (1939 a tiros, 2017 a porrazos y con un decreto). El autogobierno es una concesión de la nación dominante, no es un derecho inalienable. Si fuera inalienable no se podría enajenar. O sólo lo podría enajenar la propia Cataluña, voluntariamente. No ha sido el caso, obviamente.

Supongo que no es necesario extenderse demasiado en la justificación de la idea de Castilla como nación dominante de la Península. Portugal se les escapó, pero el resto de pueblos han terminado dentro de la cesta. La nación dominante ha hecho uso de su mayoría demográfica y superioridad militar históricas para apropiarse del Estado y ostentar el monopolio de la violencia. La nación dominante controla el poder legislativo, ejecutivo y judicial. En los tres poderes, los miembros de la nación dominante tienen mayoría absolutísima. Fíjense: cuando Llarena termine la instrucción y vayamos al macrojuicio de un pleito que va precisamente de soberanías en disputa, políticos de una lealtad nacional serán juzgados por jueces de otra lealtad nacional. Políticos de una lealtad nacional, por cierto, que previamente han sido investigados y detenidos por policías de otra lealtad nacional. ¿De quién es el Estado? El Estado es de ellos. ¿Puede haber catalanes en las estructuras del Estado? Claro que sí, no somos racistas; eso sí, unos cuantos y siempre y cuando tengan la lealtad nacional correcta.

Esta dominancia no forma parte sólo de las condiciones materiales de organización del poder en el Estado español, obviamente está presente también con mucha fuerza en la psique colectiva. La de allí y la de aquí. «Esto no nos lo dejarán hacer» es probablemente la frase más pronunciada dentro del catalanismo desde finales del siglo XIX, y se aplica a cualquier reivindicación que haya ido más allá de los límites marcados por las reglas del juego de la nación dominante. ¿Recaudar nuestros impuestos? No hombre no, esto no nos lo dejarán hacer. ¿Tener selecciones deportivas propias compitiendo por el mundo? Esto es imposible, no nos lo dejarán hacer. ¿La independencia? Dónde vas a parar, ¿es qué no ves que nos aplastarán? Así se ha forjado y ha actuado el catalanismo contemporáneo: a base del miedo, de la conciencia de la superioridad demográfica y militar del otro, y sobre la base del recuerdo vivo del uso de esta superioridad. No era «carácter pactista» ni «vocación hispánica», como ha dicho la interpretación ‘mainstream’; era miedo, un miedo cerval, histórico, tan interiorizada que se había hecho invisible incluso para los mismos protagonistas.

¿No es legítimo preguntarse qué habría sido de Cataluña y del conjunto de la Península si la nación demográficamente dominante hubiera renunciado al uso de la fuerza para imponerse políticamente? Legítimo, pero ocioso. Es más productivo sacudirse el miedo que imaginar un pasado sin violencia, un pasado basado sólo en acuerdos entre iguales, acuerdos realmente voluntarios, acuerdos de aquellos a los que se llega sin la coerción de saber que, según cómo, el otro puede utilizar la fuerza. Sí, definitivamente, es más productivo sacudirse el miedo.

EL MÓN