¿Dónde están los nazis?

ELNACIONAL.CAT

Para entender qué papel juegan los presos en la hoja de ruta del Estado es imprescindible leer el artículo que López Burniol publicó este sábado en La Vanguardia. El notario advertía que, en el pleito entre Catalunya y España, Europa no dará nunca un apoyo claro y “operativo” a una de las dos partes enfrentadas.

Como apuntaba el artículo, las potencias del norte no han tenido, históricamente, interés alguno en incluir el viejo imperio hispánico en la política continental. Desde la Guerra de Sucesión el enfrentamiento entre catalanes y castellanos ha servido para marginar España y para mantenerla ocupada en las paranoias unitaristas de Madrid.

Burniol evita hablar de 1714, pero se sirve del libro de un diplomático para recordar que la península Ibérica fue “un protectorado francobritánico”, desde medios del siglo XIX hasta la Segunda Guerra Mundial. Francia e Inglaterra utilizaron la disidencia y el odio a los catalanes para desestabilizar a los gobiernos españoles y para comerse el mercado que habría tenido que hacer crecer a la burguesía barcelonesa.

Como dice Burniol, España está sola ante el problema catalán. La diferencia es que esta vez no tiene las tropas de Hitler y de Mussolini para que la ayuden

El artículo no explica que, mientras los catalanes hacían la revolución industrial acorralados en su casa a punta de pistola, los castellanos se privaban de tener una política exterior para poder preservar su hegemonía en el ruedo ibérico. El notario solo se lamenta de que la carencia de una política exterior con cara y ojos pilló al Estado sin aliados cuando le cayeron encima las guerras de Cuba y de las Filipinas.

También recuerda que, cuando estalló la Guerra Civil, la República se quedó sola porque Francia y Gran Bretaña corrieron a firmar un acuerdo de no intervención que sería “subscrito por casi todos los países europeos.” La frase daría risa si no fuera que los países que no lo subscribieron, y que Burniol evita mencionar, son los que decidieron la guerra a favor de Franco.

Como dice Burniol, España está sola ante el problema catalán. La diferencia es que esta vez no tiene las tropas de Hitler y de Mussolini para que la ayuden. Tampoco tiene a los 100.000 hijos de San Luis ni las hordas absolutistas de Luis XIV, el llamado Rey Sol, que necesitó poner a un millón de soldados sobre el continente para no perder la Guerra de Sucesión.

Por no tener, el Estado español no tiene ni una guerra fría con cabezas nucleares a punto de caer sobre el coco de los alemanes, como en la década de los setenta. Ni el recuerdo de una larga dictadura y de un siglo XX salvaje que va traumatizó a tres generaciones de europeos. Madrid solo tiene a los presos para intentar enterrar el independentismo con una segunda transición hecha de fantasmas del pasado y de sombras chinescas.

Cuando Madrid se dé cuenta de que ha encarcelado a los catalanes equivocados acabará de destruir el prestigio de su justicia para intentar arreglarlo a la desesperada

Cuando el Estado descubra que los políticos que ha encarcelado o que ha enviado al exilio no son los hombres que hicieron posible el referéndum quizás será demasiado tarde. A Catalunya nadie le hará el trabajo. Pero ¿quién le hará el trabajo a España, si la clase política que hasta ahora había frenado y folklorizado el independentismo está en prisión o en el exilio, o dando discursos cómicos como los de Joan Tardà?

Basta leer esta entrevista de Manuel Jabois para ver que Tardà no es Miquel Roca ni Jordi Pujol, y que todo lo que queda de la Transición es una caricatura. Basta leer a Fernando Onega para ver que cuando Madrid se dé cuenta de que ha encarcelado a los catalanes equivocados acabará de destruir el prestigio de su justicia para intentar arreglarlo a la desesperada.

Los presos son la última barrera de contención de una unidad hecha a base de pistolas y dogmas totalitarios, y los artículos lacrimógenos del periodismo bledo de la tribu no serán suficientes para hacer olvidar más de dos millones de votos depositados contra la policía y las mentiras de los políticos. Si España hubiera podido detener a los impulsores de las consultas y del referéndum, las primarias no habrían arraigado en el debate político; seguramente, ni se habrían planteado.

El problema de Madrid y de los autonomistas es el mismo que tienen muchos diarios. Si tienes una fábrica de salchichas, todo lo que hagas acabará teniendo forma de salchicha. ¿Y quién quiere comer salchichas si puede comer caviar o ir a cenar mollejas a casa de Miquel Bonet con la furgoneta hippy de Xavi Noriguis? Es algo que debería preguntarse esta facción de los comuns que ahora reclama más soberanismo para intentar desvincular la idea de soberanía de la idea de la independencia, como si el Muro de Berlín todavía estuviera de pie.

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* Una cuestión hispánica

JUAN-JOSÉ LÓPEZ BURNIOL

LA VANGUARDIA

 

El independentismo está dividido en dos posturas enfrentadas. Una es la de Esquerra –con Junqueras al frente–, parte del PDECat y de Junts per Catalunya, con el apoyo de Òmnium Cultural, que consideran, tras el fracaso del pasado otoño, que la independencia sólo será posible cuando exista una mayoría social suficiente, que permita una negociación con el Estado sobre un referéndum legal. Y otra es la de Puigdemont, parte del PDECat y de JxCat, con el apoyo de Torra, la CUP, los CDR y la Asamblea Nacional Catalana, que quieren forzar una situación límite de enfrentamiento con España para llevar a cabo una declaración unilateral de independencia, que dicen tendría –¡esta vez sí!– apoyo exterior. En esta línea se inscriben la propuesta de la Asssemblea Nacional Catalana de liberar a los presos y tomar el control del territorio, así como la reprobación del Rey y la petición de abolición de la monarquía por el Parlament.

 

El pensamiento es libre y, no digamos, los deseos. Pueden los radicales pensar y decir lo que quieran. Pero los hechos son tozudos. Y uno de estos hechos es que el apoyo exterior –se sobrentiende que europeo– no llegará en un futuro previsible. Es más, no llegará de forma operativa para ninguna de las partes enfrentadas. Ni para el Estado, aun cuando haya que forzar, para negárselo, el marco normativo europeo vigente –las peripecias de las euroórdenes lo han puesto de manifiesto–; ni, menos aún, para un movimiento secesionista que no cuenta con la mayoría social y que es susceptible de contagiar a otros países. El “problema catalán” (para mí el “problema español” de la estructura territorial del Estado) es un problema interno de España, una “cuestión hispánica”, que debe afrontarse por los españoles sin esperar ayuda alguna para resolverlo. Hay que contar con la inercia de la historia, y esta enseña que, desde hace dos siglos, España ha estado ausente de la política europea. Las potencias europeas han querido, a lo largo del siglo XIX y buena parte del XX, que España –una España “sin pulso” lastrada por una política interior convulsa y cainita– quedase marginada y no estorbase. Cierto que, tras su ingreso en la Comunidad Europea, España ha mejorado su posición, pero la política exterior aún se hace en Europa por los estados, y en estos aún pesan mucho la inercia y sus intereses.

 

Fernando Olivié es un viejo diplomático español que ha decantado su experiencia y su reflexión en un libro excelente – La herencia de un imperio roto–, que ha alcanzado tres ediciones distanciadas en el tiempo (1990, 1999 y 2016). La paz de Westfalia de 1648 –escribe– puso fin al imperio hispano-católico de los Austrias y a la presencia de España en Europa; y el imperio español en América se emancipó en 1824, quebrándose el vínculo entre las nuevas naciones y la metrópoli. Diez años después, “las relaciones de nuestro país con Francia e Inglaterra, regidas por el tratado de la Cuádruple Alianza de 1834, convirtieron a la península Ibérica en un cuasiprotectorado franco-británico cuyas consecuencias se han prolongado hasta casi después de la Segunda Guerra Mundial”. Esta ausencia de una política exterior española determinó “incluso la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas (a causa) de que la guerra del 98 contra Estados Unidos sorprendió a nuestro país sin aliados”. Añádase la instrumentalización por Francia de la “disidencia española” (republicanos durante la Restauración, monárquicos durante la Segunda República, republicanos bajo Franco, etcétera), que ha sido usada “como una arma más” por los gobiernos de París frente a Madrid, y el cuadro estará completo.

 

Un episodio revelador de esta situación –destaca Olivié– se produjo al estallar la Guerra Civil. Sólo cinco días después de iniciada, el 23 de julio, se reunieron en Londres, a iniciativa del primer ministro Baldwin, este y Eden por parte británica, y Blum y Delbos, por la francesa. Pactaron un acuerdo de no intervención, suscrito luego por casi todos los países europeos. Se dice que el objetivo de este acuerdo era “cortar radicalmente toda ayuda extranjera a los combatientes españoles”, pero “la realidad es muy otra”: lo que pretendían los ingleses, y consiguieron, era evitar que la guerra civil española se extendiese fuera de nuestras fronteras y degenerara en una guerra europea”. Al precio, eso sí, de dejarnos solos y consentir que nos desangrásemos durante tres años en una guerra de pobres.

 

Se objetará que las cosas han cambiado y que bajo las presidencias de González y Aznar pareció que España tenía una proyección incluso superior a su peso real. Pero con Zapatero y Rajoy decayó el impulso, y, hoy, con el conflicto catalán exacerbado y los partidos degradados en una confrontación soez por el poder, ¿cuál es la imagen de España?, ¿qué capacidad de influencia tiene? Que nadie busque en Europa la solución de su problema, más allá de una formal defensa de los principios democráticos y del de legalidad. Nuestro problema lo afrontaremos solos. Mejor o peor. Antes o después. Es una cuestión hispánica.