Después de la Diada

Año tras año, una humanidad multicolor, festiva, pacífica, ahora convertida en onda sonora que derriba muros simbólicos, puebla las calles de Barcelona reivindicando su derecho a decidir que quieren ser. ¿Un millón? En realidad, ahora ya sabemos cuántos catalanes están dispuestos a defender ese derecho. Esos 2.220.000 votos contabilizados el 1 de octubre del 2017. Y a esa voluntad colectiva, sólo recientemente, con el Gobierno de Sánchez, ha prestado oídos el Estado español. Es más, la herencia del autoritarismo represivo del PP y de las provocaciones nacionalistas de Ciudadanos, todavía está inscrita en prisiones, exilios y procesos judiciales. Y los enfrentamientos, con el Estado, y entre catalanes, pueden agravarse en las próximas semanas. Es cierto que el problema inmediato es la convivencia más que la independencia. Pero no se pueden separar porque estan unidos emocionalmente. Y independentismo catalán y nacionalismo español son movimientos emocionales.

Hace unos años, en las páginas de este diario, escribí que por utópica que parezca la independencia de Catalunya, la historia está llena de ejemplos de proyectos imposibles que acaban realizándose cuando la voluntad ampliamente mayoritaria de una sociedad se articula y se proyecta. La cuestión es que hoy por hoy no existe esa amplia mayoría en torno a la república catalana. A pesar del ingente trabajo de la derecha española de fabricar independentistas como rechazo a la humillación y al incumplimiento reiterado de acuerdos. En torno a la mitad de los catalanes estarían apoyando ese proyecto. Y con ese nivel de apoyo no parece factible superar la oposición de la otra mitad, del Estado español y de la Unión Europea. Porque una cosa es rechazar la calificación absurda de rebelión y otra muy distinta aceptar un movimiento secesionista en una Europa a punto de desintegración. Sin embargo, tienen razón los independentistas al decir que si esto es así, que se permita una votación y nos contamos. Pero claro que esto supondría aceptar la posibilidad de independencia, que es pre­cisamente lo que el Estado español rechaza.

Así las cosas, los independentistas no tienen otra que intentar construir la hegemonía del proyecto de república catalana en la sociedad, incorporando y convenciendo a quienes dudan o la rechazan, ya sea porque se sienten españoles y catalanes, o porque tienen miedo al desbarajuste que implicaria la secesión. Y desde el punto de vista de los políticos españoles que tienen que defender la unidad de España, sí o sí, porque para eso son españoles, la cuestión es elegir entre una insostenible represión judicial y policial contra lo que quieren millones de catalanes, o tender puentes de diálogo y negociación sin condiciones previas. Explorando adonde pueden llevar. Y hacer camino andando. En ese sentido, la declaración de PSOE y PDECat en el Parlamento español hubiera sido un paso modesto hacia una negociación. Con la posibilidad, propuesta por Sánchez, de un referéndum sobre el proyecto de autonomía ampliada resultante de la negociación. El desmarque de Esquerra de esa fallida declaración evidencia su dificultad. Porque Esquerra representa el sector independentista que más claramente asume una perspectiva gramsciana de construcción de hegemonía a medio-largo plazo, como manifestó valientemente Tardà y como me dijeron (y dicen) mis interlocutores de Esquerra, sin que pueda revelar esas conversaciones privadas. Es normal que la CUP se oponga a cualquier concesión. Y es que en cualquier movimiento social (y eso es la CUP, más que un partido) tiene que haber una dinámica de ruptura sin la cual falta el viento en las velas de los que tienen que buscar compromisos necesarios para materializar el proyecto. Precisamente el gran problema del independentismo es que los políticos se pusieron al frente del movimiento social en lugar de articularlo en el mundo de posibilidades realizables en cada tiempo. Ahora bien, el principal obstáculo a una negociación seria y a un ajuste gradual del Estado o estados en un contexto europeo en rápida transformación no es el radicalismo independentista. Sino el radicalismo de la derecha española que cree haber encontrado en un nacionalismo irredento y anticatalán, en línea directa con el franquismo, la fórmula para llegar al poder y mantenerse. El PP, desarbolado por su corrupción sistémica, trata de recuperarse abrazado a la bandera. Y Ciudadanos nació para eso. Sus orígenes ­están en el anticatalanismo y en el nacionalismo español. Recuerden que concurrió a las elecciones europeas en el 2009 en alianza con el partido xenófobo Libertas. Es más, como ahora compiten para ocupar el mismo espacio están practicando la política del órdago, a ver quien reprime más al independentismo. Lo cual, eso sí, conduce a la ruptura de la convivencia y a la imposibilidad de curar las heridas recientes. Pero hay algo más: la judicialización de la política maniata a la política y hace imposible el tratamiento de problemas que son en esencia políticos. No es culpa de los jueces, que simplemente hacen su trabajo, aunque algunos añaden sus prejuicios ideológicos, revelados en el lenguaje de sus alambicadas sentencias. Es culpa de los políticos que hacen dejación de sus responsabilidades y trasladan el tratamiento de gravísimos conflictos al sistema judicial. Y mientras haya independentistas presos y exiliados, no hay solución estable al conflicto. Claro que hay que respetar la ley. Pero hay muchas interpretaciones de la Constitución, como el catedrático Javier Pérez Royo ha argumentado.

Y, sobre todo, ¿cómo se puede imponer, en democracia, una postura política a millones de ciudadanos que se movilizan pacíficamente? Es obvio que hay que desescalar el conflicto. Los políticos que se niegan a negociar por interés electoral no son irresponsables, sino responsables del incendio social que se está fraguando. Ojalá la próxima Diada sea la de la convivencia. Y, para muchos, un alto en el camino hacia la independencia realmente existente.

La Vanguardia