¿Cuanto mejor, peor?

Es una evidencia que desde diversos sectores de la sociedad catalana se está haciendo una fortísima presión a los partidos independentistas para que aprueben los presupuestos que ha preparado el Gobierno de Pedro Sánchez. También lo es que desde muchos otros sectores no se quiere ni oír hablar mientras el gobierno de Sánchez no demuestre que está dispuesto a dar una salida política a la aspiración de la mayoría de la sociedad catalana a ejercer su derecho a la autodeterminación. Es en este marco de debate en el que el sábado se daba cuenta de las «ofertas» -más gasto social y más inversión- que el gobierno socialista había presentado por «seducir» a ERC y al PDECat.

Dejaré ahora de lado las consideraciones sobre si se trata de unos presupuestos convenientes y, aún más, realistas. Incrementar mucho el gasto a partir de unas previsiones de recaudación inciertas cuando la deuda pública está desbocada puede ser una decisión popular hoy pero de consecuencias dramáticas mañana. En cambio, me interesa especialmente esta voluntad de «seducción» de los catalanes, que considero políticamente perversa. En primer lugar, porque es de una condescendencia ofensiva que se crea que debemos sentirnos tentados por unos incrementos de inversión cercanos a nuestra aportación al PIB estatal, que es, sencillamente, aquello a lo que obligaba el Estatuto -por cierto, una ley orgánica española- y que siempre se pasaron por al arco del triunfo, En segundo lugar, porque es infame que ante un conflicto político de la magnitud de la actual se piense que se puede comprar la voluntad con unas promesas -unos presupuestos no dejan de ser una promesa- que, por otra parte, se parecen a tantas otras promesas de «lluvia de millones» que nunca se cumplen. Y, en tercer lugar, es ofensivo porque la seducción, en política y en cualquier otro plano, es una forma autoritaria de utilizar el poder. «Seducir», derivado del latín ‘seducere’, significa «desencaminado», «inducir a alguien con engaño». No necesitamos que se nos seduzca: simplemente queremos justicia. Y si estos presupuestos son un poco más justos que los anteriores, aparte de hacer evidentes los agravios previos, deberían venir con una disculpa.

Otro de los argumentos a favor de apoyar los presupuestos es el del peligro del regreso de un PP -acompañado de Cs y de Vox- que ya ha prometido la aplicación del 155 desde el primer día. Ni que decir tiene que es una perspectiva que no hace ninguna gracia. Ahora bien: no hay que perder de vista que seguimos viviendo en un 155 ‘de facto’, con una administración catalana atemorizada, que no se atreve a cumplir la ley que obliga a poner escolta al presidente Carles Puigdemont o con interventores que no se atreven a aprobar gastos comprometidos con la construcción de la República. Y, en cualquier caso, la continuidad del gobierno del PSOE tampoco depende de este apoyo incondicional a sus presupuestos.

Se puede entender que, con una visión estrictamente pragmática, se considere que hay que aprovechar estos supuestos recursos, que podrían conllevar algunas ventajas inmediatas. Puede parecer que esta posición abierta a la aprobación de las cuentas sea la más política. Pero también es hacer política mantenerse firme ante determinadas líneas rojas y utilizar las fuerzas -pocas y excepcionales- que se tienen. Hay ejemplos de ello en todo el mundo, como demuestran ahora mismo los demócratas en Estados Unidos provocando una gravísima paralización de la administración al oponerse a unos presupuestos que quieren construir el muro en la frontera mexicana. O con la dramática negativa a aceptar el acuerdo de Theresa May para el Brexit con la UE. ¿Es que la situación política catalana es menos grave que la norteamericana o la británica?

He visto que se acusa a los partidarios de no aprobar los presupuestos de Sánchez en las actuales condiciones de buscar un «cuanto peor, mejor». Yo lo veo al revés: me temo que podríamos estar, una vez más, ante un «cuanto mejor (por el momento), peor (en el futuro)».

ARA