¿Cuando cree que seremos independientes?

Si tuviera que hacer una encuesta de opinión para saber cuál es la fortaleza del soberanismo y cómo evoluciona, sugeriría la siguiente pregunta tanto a los que son favorables a la independencia como a los que no son: «En la siguiente escala temporal, ¿cuando cree que se alcanzará la independencia de Cataluña?» Y entonces daría varias posibilidades de respuesta: antes de 6 meses; antes de 2 años; dentro de 5 años; dentro de unos 10 años; dentro de 20 años; yo ya no lo veré; o nunca. El posterior análisis de las respuestas en función de la edad, el sexo, los estudios, el voto político y todo el resto de variables habituales permitiría dibujar un preciso mapa social del deseo de emancipación política con una extraordinaria capacidad diagnóstica.

Añadir esta dimensión temporal a la espera de la independencia, a estas alturas, me parece imprescindible para una buena comprensión de la compleja realidad política catalana. La voluntad de emancipación política no se puede medir sólo con un sí o un no, sino que va estrechamente ligada a la esperanza de hacerla posible. Y también el rechazo de llegar, y la manera más o menos violenta de expresarlo, tiene mucho que ver con si uno se siente amenazado por la inminencia o si la independencia se percibe como una posibilidad muy lejana o inalcanzable.

Precisamente, el clic que hizo subir el deseo de independencia a partir de 2006 fue el convencimiento de que se podía llegar. Se pasó del «Ya me gustaría, pero no es posible», que había justificado casi treinta años de autonomismo, al «¿Por qué no, si tenemos derecho a decidirlo?» Sin embargo, incluso los más convencidos de la conveniencia de la independencia siempre han arrastrado el lastre de un tradicional -y justificado- escepticismo que, también en los momentos más eufóricos, hacía que en voz baja siguiera saliendo aquel «¿Quieres decir que lo lograremos?» Es decir, el cambio lo produjo la suma de dos nuevas perspectivas temporales: la de un «basta» de autonomismo tramposo con la de la existencia de un nuevo horizonte, ahora percibido como posible.

Es por eso que de todas las divisiones de opinión sobre las estrategias que debe seguir la política catalana, la de las expectativas temporales sobre el desempeño del proyecto soberanista es la más relevante y a la vez la más inexplorada, si no inconfesada. Presten atención, por ejemplo, a las diversas posiciones entre los partidos independentistas y, no hace falta decirlo, entre los que opinamos desde los medios de comunicación. En el fondo, y con más o menos conciencia o disimulo, para explicar cómo se justifica la conveniencia de desacelerar el Proceso y el porqué del ensañamiento con el «Tenemos prisa»; para saber por qué hay tantos inquisidores de las supuestas traiciones de los que piden cordura; para interpretar los vaivenes del nerviosismo unionista o para comprender qué ha hecho salir de la madriguera a la ultraderecha neofascista, siempre está el convencimiento o la incredulidad sobre la posibilidad efectiva de alcanzar el objetivo en un tiempo más corto o más largo.

Así pues, para entender el fondo del que debate la sociedad catalana, cuáles son los cálculos del debate estratégico y, sobre todo, si se quieren analizar las causas del desconcierto y el malestar político actuales, nada más adecuado que conocer el estado de las esperanzas colectivas, que son, en definitiva, las que fundamentan la confianza en los diversos proyectos y liderazgos. Y es que la represión política ha desdibujado un horizonte que para muchos era claro. Y, por tanto, la medida de los efectos de la brutal represión del Estado hay que situarla en el impacto sobre la dimensión temporal del proyecto soberanista.

ARA