¿Y si el futuro fuera talibán?

Cuando Bill Clinton dijo que el futuro sería o catalán o talibán, la tontería complació a los ilusos que se complacen con palabras. La lisonja era el retorno del cheque cobrado por la selfie que el gobierno catalán tuvo el capricho de hacerse con el ex-presidente más popular de las últimas décadas. Políticamente, sin embargo, el elogio era inconsecuente. El año siguiente Aznar demostraría que una imagen vale más que mil palabras poniendo los pies sobre la mesa con George W. Bush durante la cumbre del G-8. A muchos catalanes, sin embargo, se les escapó la ironía de Clinton, acostumbrados como están a dividir el mundo en buenos y malos y a considerarse, por vocación meritoria, los mejores de todos. Y es que los talibanes no habrían pagado nunca una fortuna para fotografiarse con el presidente estadounidense y halagarle de una manera tan burda. A ellos la inflexibilidad les ha llevado el menosprecio de medio mundo pero una sonada victoria en una guerra de veinte años contra las fuerzas mejor equipadas del planeta. Veintinueve, en realidad, si contamos la guerra contra los soviéticos en los años ochenta.

He aquí que el mundo no sólo se divide de acuerdo con criterios morales, sino también de acuerdo con otros, el de la osadía en la resistencia, por ejemplo. También era eso, o mejor dicho, era justamente eso que se desprendía del falso elogio de Clinton, quien durante su presidencia no se apartó ni un milímetro del guión de la política exterior de Estados Unidos en relación con España. Tampoco se había apartado ninguno de sus antecesores ni, luego, ningún sucesor. Irónicamente, el único que se acercó a reconocer muy indirectamente el derecho de los catalanes fue el imprevisible Donald Trump, cuando en septiembre de 2017, durante la conferencia de prensa con Rajoy en el Jardín de Rosas, respondió a un periodista que si el presidente español quería impedir el referéndum, la gente se volvería en su contra. Y reconoció implícitamente la condición nacional de Cataluña recordando que el conflicto hacía siglos que duraba. Era una crítica a la incapacidad del Estado de resolverlo políticamente y al concepto de democracia de Rajoy, crítica que no escapó al presidente español a pesar de ir envuelta con un desmesurado elogio de España y una defensa de su unidad.

Los estados no tienen amigos sino intereses. Una grave ingenuidad del independentismo fue confiar en la razón democrática de los catalanes y descuidar los intereses de los estados decisivos. En cambio, la diplomacia española, que conoce bien los reflejos del poder, trabajó en ello sin importar le el precio. Se han criticado mucho los favores de Alfonso Dastis para comprar las voluntades de algunos gobiernos, pero hizo lo que habíaque hacer desde el punto de vista del Estado. Por más grande que fuera, el precio no lo sería tanto como perder Cataluña. Los intereses y no los principios amigan a los estados, más o menos como ocurre con las personas. En cuestión de días los talibanes cambiaron la actitud occidental y convirtieron a los enemigos mortales de una guerra de veinte años en interlocutores y futuros suministradores de ayuda económica. La Unión Europea se adelantó en el reconocimiento de facto, disfrazando el vuelco con la vacua exigencia que se respetaran los derechos de las mujeres y la libertad de expresión. En Alemania, el ministro de Asuntos Exteriores, Heiko Maas, no dejó prácticamente ningún espacio para el duelo entre el discurso de Annegret Kramp-Karrenbauer del 24 de agosto, en el que la ministra de Defensa se refirió a las bajas y heridos del ejército propio, y la apertura de relaciones con el régimen talibán.

La situación de Estados Unidos no es más cómoda, pero de momento Biden no puede permitirse las piruetas de la Unión Europea. Ya le llegará también el momento de normalizar el régimen talibán, aunque lo haga con más decoro y unas contrapartidas concretas. El ‘nation building’ ha terminado y esto no es ninguna buena noticia, pues ya nadie podrá reclamar a los “imperialistas” que defiendan la democracia allí donde la gente la desprecia o hasta la repudia. Aquello de “la gente se volverá en su contra”, que advertía Trump si el gobierno español violentaba el referéndum, se ha derrumbado no sólo por el intento del ex-presidente estadounidense de anular cientos de miles de votos en las elecciones del año pasado, sino sobre todo por la devaluación de la democracia en todo el mundo. Cada vez hay más pueblos que no respetan las urnas. La imagen de los nuevos tiempos bien podría ser la manifestación, la pasada semana, de mujeres afganas tapadas de pies a cabeza y exhibiendo pancartas en que se leía: “Muera la democracia”.

Desde el siglo XIX cuando se arrastra el fetiche de la modernidad. Todavía está muy extendida la superstición de la novedad como paradigma del valor social. La radicalidad ya es eso: creer que cada día sale un nuevo astro y que el de ayer ya no calienta ni calentará mañana. Pero esto es un prejuicio. La vida es esencialmente repetición. De vez en cuando, un genio ensaya una pequeña variación, que de primeras pasa desapercibida hasta que, a fuerza de imitarse, se extiende y se pueden medir sus consecuencias. Fíjense como el virus de Covid-19 se ha reproducido millones de veces hasta que con una pequeña alteración ha originado la variante delta, mucho más eficaz para reproducirse. La gente no actúa de manera diferente. Cada sociedad tiene una música de fondo en la que, por diseño o por accidente, ensaya diferentes arpegios. Si la melodía gusta, se pone de moda y la escuchamos una y otra vez hasta que no nos la podemos quitar de la cabeza. Esto se comprueba fácilmente en el lenguaje. Hay palabras que, introducidas en una lengua, se repiten con cualquier pretexto hasta la inanidad. La gente las utiliza como si fueran el eje de la frase, aunque en realidad son un índice del gregarismo de la sociedad. Por eso son llamadas lugares comunes, la Avenida del sentido.

Si prestamos atención a la historia de Cataluña, nos daremos cuenta de que los acontecimientos destacables inauguran episodios de una trama continua. La relación de amor y odio de los catalanes con España no les permite adoptar una actitud resolutiva, bien de enemistad absoluta, bien de confraternización definitiva. No hablo sólo de las declaraciones de los políticos, que profieren declaraciones de amor a España mientras le reclaman cosas que España no aceptará nunca. Porque no puede aceptarlas, porque para los españoles la razón de ser de Cataluña es perpetuar su prestigio de nación conquistadora y consolidar el poder donde siempre ha estado. La necesidad de los catalanes de ser queridos no tiene ni la mínima correspondencia en el otro lado y los desarma en cualquier negociación. Además los hace indignos a ojos propios. Cuando Abascal dice que Sánchez tenía que haber abofeteado a Aragonés, dice lo que ya ha pasado, aunque lo exprese en los términos en que se hacían las cosas en un pasado que pervive en el imaginario español.

El drama catalán consiste en creer que se supera la maldición de la historia en el momento en que se repite maquinalmente la estructura de la derrota. La oportunidad “histórica” ​​de la casi-cumbre de los gobiernos catalán y español fue una variación ejemplar del ‘leitmotiv’ secular. Desde las Bases de Manresa ha habido un puñado de estas “negociaciones”, pasando por la permuta de la declaración de la república de Macià en el estatuto de autonomía y sus diversas variaciones, siempre cepillado y siempre cayendo dentro de la órbita del absolutismo castellano. Sin embargo, esta vez ha habido una originalidad, casi una invención: la chispa del president Aragonés imponiendo la autoridad… no al interlocutor sino al propio equipo, con el fin de aguar aún más la fuerza reivindicativa en la mesa de negociación.

Henry Kissinger, uno de los estadistas más turbios pero más astutos del último medio siglo, ofreció recientemente este diagnóstico sobre el futuro de la democracia en unos Estados Unidos culturalmente divididos: “Las democracias evolucionan en el conflicto entre facciones. Consiguen la grandeza con las reconciliaciones”. Las luchas sectarias son la expresión de la diversidad de intereses que la democracia permite coexistir. El choque de los intereses introduce variaciones dentro de la repetición, de otra manera monótona, uniforme y rutinaria, de la política democrática que inauguró la constitución de los Estados Unidos. Pero la democracia consigue imponerse sólo cuando la diversidad de intereses converge en un interés superior que los reconcilia todos.

Vilaweb