Y más racistas

He leído en el periódico que Xavier García Albiol, del PP de Badalona, reclama al ayuntamiento de Reus que “restrinja el acceso a ayudas y servicios sociales” a aquellos recién llegados que “ni se adaptan ni quieren adaptarse” a las normas de convivencia. De entrada, me ha sorprendido que un miembro del PP se refiriera de esta manera a muchos españoles que -habiendo emigrado a Cataluña durante los años 50, 60 o 70 no han logrado ni siquiera un dominio funcional mínimo del catalán-. Yo creía que al PP le interesaban estas bolsas de monolingües en español, como forma prioritaria de justificar la conveniencia de imponer el español como lengua de convivencia.

Poco después, he comprendido que no era eso. Que este señor no hacía referencia a los inadaptados españoles sino a todos los demás; los que han venido de África o de Asia o de América central o del sur. Son estas inadaptaciones las que molestan al señor Albiol y a su partido. De nuevo estamos ante un fenómeno netamente racista: los ciudadanos españoles disfrutan de unos privilegios que deben ser negados a los otros, en virtud de su lugar de nacimiento. Esto incluye -en el caso de los españoles- el privilegio de no adaptarse ni querer adaptarse al lugar a donde llegan, mientras que -para los demás- la adaptación debe ser un requisito, incluso una obligación que -en caso de no satisfacerla- debería terminar en expulsión sumaria del país.

No me preguntaré qué significa -para este individuo y para su partido- la palabra ‘adaptación’. No me interesa qué puede pensar de la adaptación una gente que considera que a las personas que viven hace décadas en Cataluña, pero que han nacido en otra parte, hay que hablarles en español para que te entiendan. Me parece que con ello les insultan torpemente, los discriminan y desprecian su inteligencia. Es una actitud muy propia de los racistas. Para sentirse superiores necesitan denigrar a los otros.

Y una forma muy característica de hacerlo es banalizar sus reivindicaciones. Cuando decimos que queremos poder escolarizar a nuestros hijos en valenciano, o cuando reclamamos cine y más espectáculos en nuestra lengua, los racistas dicen -con pose condescendiente- que hay cosas de mucho más interés, como la corrupción o la crisis económica. Y que lo que realmente importa es comunicarse, y no la lengua en que lo haces. Y que hay que ser abierto, y no preocuparse por futilidades. O -aún más- que tenemos un odio injustificado a los castellanos, y que es este odio lo que motiva nuestra queja.

Lo que no dicen es que ellos tienen plenamente garantizado el derecho a vivir íntegramente en su lengua. Que todo esto de comunicarse tan abiertamente lo hacen en su lengua, con total comodidad y prescindiendo violentamente de que son ellos quienes han venido a vivir a nuestra casa. Nosotros no vamos a casa de ellos a exigirles que nos hablan en catalán. ¿Podemos pedir alguna muestra más clara de racismo? Encuentran perfectamente aceptable que los derechos que ellos tienen no nos sean accesibles a nosotros. Una profesora hispanohablante debe poder ejercer su magisterio en español, pasando olímpicamente por encima de que la lengua de sus alumnos es otra. Por el contrario, una familia que quiere escolarizar a sus hijos en valenciano debe depender de tener la fortuna de que el maestro que les toca en suerte no sea analfabeto en el idioma del país en el que enseña.

Y el argumento del odio es uno de los más abiertamente racistas que podemos encontrar. Cualquier acción que no sea la de aceptar sumisamente su superioridad es -sin lugar a dudas- una acción motivada por el odio irracional. Porque -claro está- ¿quién se opondría -racionalmente- al dominio de los seres superiores? ¿Quién debería cuestionar la superioridad urbi et orbe de su lengua y su cultura? ¿Quién -que no esté motivado por un odio bajo y inconfesable- podría aspirar a gozar de los mismos derechos lingüísticos que ellos?

Y todo ello, no sólo les parece normal, sino que nuestras quejas les parecen banalidades plenamente prescindibles. Y esto es -precisamente- la muestra más evidente de su profundo racismo. La incapacidad de entender las preocupaciones de los demás. Se ha dicho suficientemente que una capacidad humana por excelencia es la empatía, la facultad de ponerse en el lugar del otro. Si esto es cierto, una de dos: o estas personas no son humanas, o es a nosotros a quienes no nos consideran humanos. Me inclinaría más por la segunda posibilidad. Una característica común a todas las formas de racismo es que procuran la deshumanización de aquellos que consideran inferiores. Y atención, porque en esta ocasión, es a nosotros a quien nos consideran inferiores. Es por ello que nuestras quejas siempre les parecerán banales, nuestra lengua prescindible, nosotros, unos ciudadanos de segunda categoría, a lo sumo.

No vale la pena discutir con ellos. Los prejuicios y la ignorancia no suelen desaparecer en el marco de una discusión. Si hay alguna posibilidad de que lo hagan es en la confrontación con una realidad sólida, capaz de desmentirlos y de dejarlos sin efecto. Es con nosotros mismos con quien tenemos que hablar. Somos nosotros quienes no debemos creer la inferioridad esencial que nos proponen. Si somos capaces de recuperar nuestra dignidad. Si sabemos quiénes somos y qué queremos, y no nos tragamos las falacias que nos proponen con toda la potencia de sus medios de manipulación, toda esta soldadesca de discapacitados lingüísticos y de franquistas escasamente disfrazados no nos podrán hacer nada. Su fuerza está en los tanques, y los tanques -a estas alturas- no son tan fáciles de sacar a la calle como les gusta pensar.

 

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