La silla, el lugar propio

Pocos objetos tan humanos como la silla. De hecho, en sí misma, la silla no es nada, todo deriva del uso que llega a tener y de los usuarios que la hacen suya. De ahí que pueda ser indicio y símbolo de poder, pero a la vez de una radical modestia. De la silla (o cátedra) de San Pedro a las sillas para salir al aire libre. Precisamente porque la silla se llena de significado por su uso, a través del cual queda ligada íntimamente a aquel que se sienta, la silla es, entre los objetos domésticos, el que queda más humanizado, casi por contagio. Aunque en muchas casas cada uno tiene la suya, al igual que su lugar en la mesa, como si la silla testigo, por sí sola, el pasado sedentario de los nómadas que dejaron de serlo. Y sedentario, en realidad, quiere decir que tiene silla y, con ella, un cierto lugar. La silla singulariza un lugar, por provisional que sea, y nos arranca, a veces como huéspedes, de nuestro nomadismo inmemorial.

 

No extraña que todas las instituciones “disciplinarias”, que decía Foucault, eliminen las sillas individuales en beneficio de los bancos: cárceles, cuarteles, iglesias, antes escuelas. Por otro lado, una silla no va nunca sola, ni aunque uno viva solo: es como si su esencia reclamara compañía. Así lo mostró el artista Ai Weiwei en su instalación en la Documenta de Kassel, en 2007, cuando llenó todos los espacios de la muestra con 1.001 sillas de madera de la dinastía Qing, para que los visitantes se sentaran.

 

Además, las sillas son auténticos depósitos de memoria. Lo expresó, en un texto bellísimo en el ‘Cavall Fort’ (*) en 1967, Antoni Tàpies, explicando que cualquier objeto, como el arte, puede decirnos cosas: “Éste es el objeto más sencillo. Tomemos, por ejemplo, una vieja silla. Parece que no es nada. Pero pensad en todo el universo que comprende: las manos y los sudores cortando la madera que un día fue árbol robusto, lleno de energía, en medio de un bosque frondoso en unas altas montañas, el amoroso trabajo que la construyó, la ilusión de quien la compró, los cansancios que ha aliviado, los dolores y las alegrías que habrá aguantado, quien sabe si en grandes salones o en pobres comedores de barrio… Todo, todo participa de la vida y tiene su importancia. Incluso la más vieja silla lleva dentro de sí la fuerza inicial de aquellas savias que subían de la tierra, allá en los bosques, y que aún servirán para dar calor el día que, hecha astillas, se queme en algún hogar”.

 

Los artistas siempre se han sentido fascinados por ellas. La pintura holandesa del siglo XVII, que descubrió la magia de cosas cotidianas, llenó sus telas de sillas. Van Gogh y Gauguin dejaron el testimonio de su amistad pintando las sillas en que se sentaban. Joseph Kosuth hizo una obra capital del arte conceptual, en 1965, con tres sillas: una de madera, una fotografiada y una descrita con palabras. Karl Biedermann, en un memorial que recuerda la violencia de la deportación y el exterminio, dejó a la Koppenplatz de Berlín la escultura de una mesa con una silla tiesa y otra caída en el suelo, imagen desolada de una casa abandonada por fuerza y vacía ya para siempre. Y Doris Salcedo, en Bogotá, descolgó por la fachada del Palacio de Justicia 280 sillas de madera que todavía están, en recuerdo y denuncia de la masacre militar del 7 de noviembre de 1985, que provocó un centenar de muertos.

 

Una silla vacía, como en la tradición judía del Seder, es la más poderosa metáfora de la hospitalidad: siempre espera a alguien, y nos recuerda que nadie puede privar a nadie de sentarse, de ocupar un lugar en una tierra libre, de ser acogido. El sagrado derecho de acogida, que decían los griegos antiguos.

(*) ‘Caballo fuerte’. Revista catalana (http://es.wikipedia.org/wiki/Cavall_Fort)

ARA