JAMES Bond entra por el ático, se descuelga por la ventana a muchos metros de altura, entra en el despacho de un alto oficial gubernamental, abre una caja fuerte sin despeinarse y, mientras se liga a una guapísima agente doble de la Europa del Este, roba unos cuantos documentos de enorme valor estratégico. Este tipo de películas banalizaban la alta política y la convertían en motivo de chiste por su falta de realismo. Tras el fin de la guerra fría se supo que los soviéticos analizaban a conciencia estas películas para descubrir las pistas de los últimos avances tecnológicos occidentales. Muchos sonrieron al leerlo. Pero tal vez todos estábamos equivocados y los rusos tenían razón. Quizás la alta política no haya sido tan inaccesible, secreta y bien custodiada como creíamos. O quisimos creer. O nos hicieron creer.
Porque lo que ha hecho la organización Wikileaks sacando a la luz cientos de miles de documentos no destinados a ser hechos públicos, es precisamente cuestionar todo el engranaje de producción, uso y custodia de los documentos secretos elaborados por el gobierno norteamericano y su red diplomática. Si sólo en dos tandas esta organización ha desvelado más documentos secretos que todo el resto de medios de comunicación del mundo… surgen muchas preguntas. ¿Quién decide cuándo un documento creado por empleados públicos, pagados con el dinero de los ciudadanos, debe ver restringida su difusión? ¿Por cuánto tiempo? ¿Con qué motivo y en qué circunstancias? Y si cambian las circunstancias, ¿quién puede autorizar su difusión? Los ciudadanos, hasta ahora, estábamos alejados de estos debates que tanto nos afectan.
Secreto, confidencial, documentos con copias numeradas y destinatarios identificados con nombre y apellidos, reservado, alto secreto… Es la jerga habitual de millones de documentos que se generan constantemente en gobiernos, embajadas, agencias gubernamentales, grupos de asesores, burócratas y secretarios ejecutivos, entidades oficiales, empresas públicas… y también privadas, aunque ésa es otra historia. Las autoridades norteamericanas están tratando por todos los medios de silenciar -algunos dicen que con carácter permanente, léase matar- al líder de esta organización. Hasta hace unas semanas podía entenderse porque los documentos aún no habían sido repartidos y el gobierno trataba de evitar el fallo de seguridad. Pero ahora las copias de estos documentos están en manos de cinco grandes periódicos de renombre mundial. ¿Han sufrido estos cinco medios presiones del gobierno norteamericano para evitar que publiquen sus resultados? No, que se haya sabido hasta ahora. ¿Por qué? No se entiende, porque quien está realmente dando a conocer estos datos no está siendo Wikileaks, sino estos cinco periódicos gracias a sus grandes e influyentes audiencias mundiales. Tampoco se entiende qué hacían el resto de periódicos, particularmente estos cinco poderosos medios, sin ser capaces de desvelar apenas nada en comparación con Wikileaks.
No es fácil responder a esta cuestión. ¿Quiénes forman Wikileaks? ¿De qué presupuesto disponen? Uno esperaría encontrarse con cientos de voluntarios repartidos por el mundo, robando documentos que consideran que deberían ser conocidos por el público. Todo ese entramado debería contar con cientos de millones de euros de presupuesto para pagar los viajes, sofisticado material informático y quizás hasta algo para sobornos a funcionarios corruptos que pudieran ayudar a la causa. En vez de eso nos enteramos por la prensa de que Wikileaks está formado por cinco personas comprometidas y algo menos de un millón de dólares en sus cuentas. Por si esto fuese poco, se acaba de saber que las autoridades norteamericanas están presionando a diversas entidades financieras para bloquear pagos a Wikileaks, tratando de ahogar financieramente a la organización. Surge la imagen de Bond, James Bond, en nuestra imaginación. Pero el sentido común nos indica que no es posible, que cinco aficionados con un puñado de dólares no pueden ser capaces de realizar tal descalabro a la seguridad de la principal potencia del mundo. ¿O sí? Y si es cierto, la pregunta es: ¿En qué manos estamos? ¿Dónde estarán nuestros datos bancarios, la declaración de la renta, multas de tráfico, nuestros datos médicos…?
Esto nos lleva a otra pregunta. ¿Qué debe ser secreto y qué no? Puede entenderse que el gobierno no puede, ni debe, contar las deliberaciones y votaciones de los consejos de ministros. Los ciudadanos también entendemos que no es bueno para nuestros intereses -obsérvese el matiz- que se haga pública a destiempo una medida sancionadora a una empresa por sus repercusiones en la bolsa y el futuro de sus trabajadores o contar los detalles de una complicada negociación internacional antes de cerrarla. Sabemos que si un fichaje de un delantero centro puede fracasar debido a una filtración, también, con mayor motivo y peligro para nuestros propios intereses, una operación política de alcance general. Esto es algo obvio. El secreto juega un papel en la política, como en el resto de la vida. ¿Se imaginan contando a su madre los detalles de la juerga de la víspera o a su pareja las intimidades de sus anteriores relaciones? La vida sería insoportable si todo se supiera. Al menos si se supiera a destiempo. Esa misma relación cincuenta años después no interesa ni a los nietos.
Lo mismo sucede con la vida pública, pues eso es lo que hacen los Estados, organizar los asuntos públicos para defender mejor los intereses comunes. El debate no es si debe haber parcelas de secreto en el Estado y en las administraciones públicas (imagínense los miembros de la comisión evaluadora debatiendo ante las empresas que compiten por una concesión o contrata pública). El debate que debe interesar a los ciudadanos es quién debe decidir qué es secreto, en base a qué criterios y para lograr qué intereses públicos.
Lo que debe aclararse es cuándo esto se ha hecho mal, por intereses particulares o para lograr fines que no se corresponden con los de una administración democrática al servicio de sus ciudadanos. Por ejemplo, es inaceptable usar el secreto para encubrir las presiones de un gobierno sobre otro para investigar la muerte de un periodista que hacía su trabajo en Irak. Es inaceptable ocultar que los miembros de ese gobierno cedieron a las presiones del primero mientras decían a la familia y a los ciudadanos lo contrario. Puede entenderse que EE.UU. no quisiera que se conociesen estas maniobras. La razón es sencilla: con esas acciones no estaban defendiendo el legítimo interés público de sus ciudadanos, sino el personal de un grupo de líderes políticos y militares. También podemos entender el interés del gobierno socialista español en silenciar sus acciones para torpedear la investigación sobre el caso Couso porque ello iba radicalmente en contra de lo que los ciudadanos y sus propios militantes querían. También es lógico que los dirigentes saudíes quisieran ocultar sus fiestas con alcohol y prostitutas, a la vez que les niegan esos placeres de la vida a sus devotos súbditos musulmanes, no sea que piensen que el Islam que les han contado -de nuevo, obsérvese el matiz- es pura treta, una engañifa para mantenerles tan abajo como ellos arriba. O el silencio del Vaticano, para decirlo todo, durante demasiados años, sobre los abusos a menores bajo el argumento de un supuesto interés común de la cristiandad. Qué poco valdría la cristiandad si ése fuese realmente el interés que debe defender…
Y Wikileaks, si hemos entendido bien su mensaje, precisamente combate ese tipo de secretos, de falsos secretos públicos que sólo encubren pasiones e intereses particulares y mezquinos. Lo que se combate son los secretos que permiten la impunidad. Esta es la parte amable, ética y digna de ser defendida de Wikileaks. Quien desvele uno de estos falsos secretos debería ser aplaudido y reconocida su labor en defensa de ese espacio público cada vez más amenazado. Claro que, por los mismos motivos, cuando un secreto realmente sirva al interés público, cuando se use para proteger vidas de amenazados o intereses económicos de la mayoría, su filtración debería ser condenada enérgicamente y sus autores castigados con toda la dureza de la ley. El problema es: ¿quién decide quién es un héroe y quién un villano? ¿El mismo gobierno que usó fraudulentamente el secreto de Estado?
Probablemente, todo secreto sólo adquiere su verdadera dimensión cuando es desvelado. Cada filtración de estos documentos debería verse desde este prisma: ¿Nos aporta algo a los ciudadanos? ¿Ese secreto estaba justificado? Si es así, castíguese al filtrador. Pero si no es as, exíjanse responsabilidades y dimisiones. No convirtamos esta excelente oportunidad en un culebrón amarillo sobre los gustos sexuales de Berlusconi. Aprovechemos nuestras escasas opciones de mejorar la maltrecha democracia para pensar en el bien común, en la política, en la res pública.
Publicado por Deia-k argitaratua