La independencia, para ir bien, además de emanciparnos de España debería librarse de falacias que han ocupado nuestras vidas, a menudo hasta el ahogo. De entre todas, la de la lengua es quizás la más notable. Del bar a la academia, este país se ha obsesionado hablando de eso del catalán, ha vivido su dolor de lenguas con dolor, ha sido envenenado por una venenosa lengua, ha narrado la guerra, ha especulado sobre el fantasma de su muerte y ha discutido todos los nombres. Hemos estudiado el horizonte, el futuro, la ética, la normalidad improbable, los derechos, el ecosistema, la ideología y el conflicto. No deberíamos perder la pasión, pero sí la obsesión.
Era más que previsible, pues, que con la aceleración de los tiempos políticos volviéramos a hablar de lenguas. Ahora la piedra de escándalo han sido unas declaraciones del secretario general de ERC, Oriol Junqueras, que ha dado por hecho que el español sería lengua oficial en una Catalunya independiente. Y, aunque quizá pasó más desapercibido -a pesar de haber excitado hasta más no poder la bancada de los diputados del PP-, el presidente Artur Mas, en su último discurso de política general, ya había recordado que “el castellano es también patrimonio de Cataluña […] y, además, un patrimonio querido”. La reacción ha sido inmediata y plural, como debe ser en un país complejo, abierto y librepensador como el nuestro. Desde el “riesgo explosivo” que ha visto Gabriel Bibiloni en el supuesto de la oficialidad del español, pasando por las posiciones también críticas de Miquel Strubell -él suprimiría la noción de “cooficial” -, o la de Vicent Partal -alertando del peligro de una Cataluña ucraniana-, pasando por los matices de Bernat Joan y el “oficialidad asimétrica” y hasta los razonamientos favorables a la oficialidad como los de Joan Pujolar, que enlazan con los artículos publicados en el ARA en enero y febrero pasado por Eduard Voltes.
Aunque se ha discutido la oportunidad -y denunciado el supuesto oportunismo- de reabrir la discusión a pocas semanas de unas elecciones, a mí me parece que, además de inevitable, lo raro y sospechoso habría sido que precisamente ahora no digamos nada. Además, me gusta este talante del país, tan poco dado a la prudencia y siempre dispuesto a asumir de cara los riesgos más grandes. Sobre todo, si sabemos aprovechar la oportunidad para revisar el debate a fondo, a la vista de los nuevos escenarios: los supuestos, la terminología, los objetivos, los resultados … Y, en este sentido, hay que pedir que además de las voces individuales autorizadas, también se expresen los que trabajan en la trinchera: Òmnium, la CAL o la Plataforma por la Lengua… ¿Qué no daríamos ahora mismo para poder escuchar el parecer de Martí Gasull sobre la cuestión?
Mi opinión poco experta puede resumirse en estas consideraciones. Una, pienso que la lógica de las lenguas y sus usos desborda las regulaciones formales, y aún más las grandes declaraciones en las cartas magnas. Por tanto, dudo que el catalán quedara realmente mejor protegido por una oficialidad en exclusiva, al igual que no creo que la promesa de una cooficialidad con el español implique más castellanohablantes en la esperanza de un Estado propio. Dos, creo que el escenario sociolingüístico actual debería obligar definitivamente a estudiar la cuestión desde una perspectiva multilingüe y no a estar todavía atrapados en el viejo bilingüismo. Tres, leyes aparte, considero que el gran desafío es convertir el catalán en el catalizador eficaz de una vinculación afectiva con el proyecto de país justo y próspero que justifica toda la aventura independentista. Y cuatro, deberíamos ser lo suficientemente avispados para superar por elevación las diferencias actuales sobre los estatus de las lenguas en Cataluña.
Quizás es una insensatez, pero hago mi propuesta. El catalán, claro, lengua propia y común del nuevo Estado; ninguna lengua oficial -una categoría oscura para algo tan vivo como una lengua-, y un compromiso radical en favor de la diversidad lingüística, uno de los principales activos culturales y económicos del país.