A trompicones hemos ido aprendiendo a vivir en la inestabilidad política. Aún más: en la intemperie política. Quedan lejos aquellos tiempos en que se podía avanzar la agenda política de la semana sin prever sorpresas. Ahora, lo que parece probable por la mañana, queda en suspenso al mediodía y desmentido antes de que termine el día. Los éxitos rotundos se funden tan deprisa como efímeros son los grandes fracasos. Nunca como ahora, en política, los hechos habían sido tanto o más inconsistentes que las palabras: ¡hacer ya vale menos que decir!
Esta vulnerabilidad de la realidad política ha traído como consecuencia la necesidad de inflar el relato, es decir, de sobreinterpretar hasta el extremo lo que se supone que podría ser que tal vez estuviera pasando. Cientos de libros, miles de artículos y, sobre todo, tertulianos de guardia las veinticuatro horas del día empeñan -¡nos empeñamos!- en dar consistencia al teatro de sombras chinescas que representan los actores políticos con sus movimientos frenéticos, calculados o erráticos, en el intento inútil de redefinir y fijar estrategias.
Lógicamente, si los hechos son cada vez más lábiles, la facilidad para manipularlos crece de manera exponencial. La falta de información se hace inevitable, y los pretendidos expertos la han de disimular con arrogancia y, si es necesario, agresividad. Hay justicia que, para desesperación de los juristas, emplea la ley arbitrariamente. Hay periodismo que toma partido indisimuladamente. Y el partidismo toma dimensiones sectarias como nunca las habíamos visto: cualquier apuesta política se convierte en doctrina y se defiende con orgullo, como si fuera el único camino posible. Cuanto más perdidos estamos, más simulamos que sabemos a dónde vamos.
En estas circunstancias, es comprensible que la red y el tuit se conviertan en el ámbito de todos los ámbitos de la política. La rapidez y la brevedad, pero sobre todo la bravata, el insulto, la desmesura, se convierten en el estilo de la confrontación. Y, al mismo tiempo, la hemeroteca -y el ‘timeline’ de Twitter- es el Gólgota donde se purgan los cambios de opinión y se crucifica a los “traidores” de toda causa. ¿Cuántos cientos de censores no debe haber en estos momentos repasando viejos artículos, antiguas declaraciones y Tweets olvidados de los nuevos ministros para ponerlos en un compromiso? Esta es la paradoja de los tiempos actuales: todo es tan fugaz, tan poco estable, que cualquier cosa que haya quedado fijada en un instante del pasado -una palabra, una imagen, un gesto…- se te vuelve en contra.
Ahora mismo, el debate entre la estrategia de apoyo a la gobernabilidad de España para evitar el peligro de una derecha reaccionaria a cambio de una incierta mesa de diálogo, o la de la confrontación azarosa ante un Estado represor, está secuestrado por la imprevisibilidad de cualquiera de las dos apuestas. La desconfianza es general, y ni unos ni otros se atreven a prometer nada. Nadie es capaz de poner fecha a un hipotético desenlace. Nadie tiene alternativa alguna en caso de fracaso. Los más optimistas se aferran al mal menor. Los más pesimistas, al cuanto peor mejor. Y los que queremos tener los pies en el suelo, ¡sólo nos podemos fiar de la persistencia y de un golpe de suerte!
Jordi Cuixart, en ‘Lo volveremos a hacer’, explica que para convertir en victoria la aparente derrota de la prisión, tuvo que asumir que el tiempo lineal había desaparecido de su vida, y que el presente fuera el único que le complaciera. Y, todo, teniendo claro por qué lucha y los motivos que lo llevaron a la cárcel. Pues bien: en cierto sentido, en este marco de represión, amenazas, miedo y arbitrariedad, todos estamos dentro de una prisión. Y, si queremos huir del espíritu de derrota, también debemos aprender que nuestro tiempo político ha perdido la linealidad que lo hacía previsible y que sólo nos podemos complacer en el presente, persistiendo en la lucha y manteniendo en todo momento la dignidad. Sí: sabiendo que toda tentación de confort y estabilidad es una renuncia, y que mientras nuestra causa sea la de la libertad, nos tocará vivir con el alma en vilo.
ARA