De la viabilidad económica de una Catalunya independiente se ha hablado de sobra estos últimos meses. Dentro y fuera del país, y positivamente en el noventa y cinco por ciento de los casos. De la viabilidad política de Cataluña y de la capacidad de los catalanes para gobernar de manera competente y eficiente, en cambio, se discute poco. Y cuando se ha hecho ha sido casi siempre para ponerla en entredicho.
Este escepticismo viene de lejos. Quizás por el fracaso de la Lliga a la hora de reformar España o por la experiencia del anarquismo en la guerra, Vicens Vives tildó a Catalunya de “un pueblo sin voluntad de poder, sin ganas de ocupar su palacio ni de manejar ninguna de sus palancas”. En Cataluña aún hay intelectuales y periodistas que hablan de un hipotético (e inexistente) acuerdo pactado voluntariamente el siglo XIX por Cataluña y Castilla para dividirse las esferas de acción en España: la primera como encargada del economía y la producción españolas, la segunda abocada a la política y el Estado. Los políticos españoles suelen alabar, cuando les conviene, la ética de trabajo y la hacendosidad de los catalanes, pero niegan sistemáticamente que tengan ningún tipo de capacidad de mando.
Es evidente que todo ésto era antes de la concesión de la autonomía actual. Como ahora Cataluña cuenta con una administración propia, el discurso de la inviabilidad y la incapacidad políticas de los catalanes ha tomado otro aire, más contemporáneo y con más fuerza publicitaria. Si se independizara, Cataluña, controlada por las cien familias de siempre, se convertiría, en palabras memorables de un exprofesor mío, en una “Sicilia: con vendettas, corrupción y gangsterismo”. El Estado español es, pues, imprescindible para salvar a los catalanes de su propensión innata a robarse unos a otros y de la estrechez y el amiguismo de un país demasiado pequeño. Sí, el mismo Estado que hace muy poco, para poder calcular la tasa de inflación a la baja y salvar la cara ante Europa, presionó a las empresas petroleras para que redujeran temporalmente el precio de la gasolina.
El populismo es eso. Agitar todo tipo de peligros y acusaciones sin datos ni pruebas. Por eso el informe sobre calidad de gobierno (N. Charron et al. ‘Regional governance matters’) que acaba de publicar la Dirección General de Política Regional (DGPR) de la Comisión Europea es de mucha actualidad. En diciembre de 2009 la DGPR encargó una encuesta a 34.000 europeos para medir su percepción sobre corrupción y su satisfacción con la calidad de los servicios públicos (educación, sanidad, policía) a los gobiernos nacionales y regionales. Hay que examinar los resultados con prudencia porque el número de encuestas a escala regional es pequeño. Pero, entendidas como grandes tendencias, son una herramienta útil.
La encuesta examina la corrupción de diversas maneras. La primera es directa y consiste en preguntar si el encuestado (o alguien de su familia) ha sobornado a alguien para obtener servicios sanitarios durante los últimos doce meses. En un índice que se extiende aproximadamente de +1 (mínima corrupción) a -5 (máxima corrupción), Cataluña obtiene un 0,78. O, de lo contrario, ordenando las regiones de mejor (menos corrupción) a peor (más corrupción), Cataluña es la región 33 en el ranking total (sobre un total de 169 regiones). Es decir, se encuentra entre el 20% menos corrupto. La segunda manera de medir corrupción es indirecta y pregunta al encuestado si cree que los demás ciudadanos practican algún tipo de soborno para obtener servicios públicos: Cataluña vuelve a quedar en el número 33 (Sicilia, en cambio, es la número 149). De hecho, en estas dos medidas Catalunya se sitúa entre las mejores comunidades autónomas de España. Finalmente, la tercera medida se computa después de preguntar al encuestado si cree que hay corrupción en la prestación de servicios públicos en general: aquí Cataluña baja en puntuación a 0,48 (ahora en la escala de +2 a -3 ) y a la posición 64 (un poco por debajo del mejor tercio).
Estas medidas son subjetivas, es decir, no miden ni políticos imputados ni fraude fiscal ni corrupción real. Sin embargo, parecen plausibles porque la posición de Cataluña se corresponde a la que le correspondería por las variables que la mejor investigación existente asocia a niveles de corrupción en el mundo: desarrollo económico (Cataluña es la número 52 en renta per cápita entre las regiones europeas) y grado en que la gente confía en los demás (Cataluña tiene la posición 38).
Sin duda, hay que combatir la corrupción existente hasta el final: hacer un país próspero y limpio debe ser el objetivo de todo ciudadano normal. Sin embargo, no parece que tenga el carácter catastrófico que algunos nos quieren hacer creer. En cambio, lo que sí es catastrófico es la satisfacción de los catalanes con sus servicios públicos. Hablaré en el próximo artículo. (Mientras tanto, puede consultar más datos y gráficos en mi blog: carlesboix.wordpress.com)