Un urinario, o sea, un meadero, un mingitorio, un ‘pixador’, un ‘pissoir’, un ‘pisciatoio’, este es el objeto “encontrado”, el ready made, la obra de arte esencial, que hace exactamente cien años revolucionó, o eso dicen, la historia cultural contemporánea. Como la relatividad de Einstein, el Ulysses de Joyce, el psicoanálisis de Freud, cosas así, una importancia equivalente: la historia del arte, según se puede y podrá leer estos días y semanas en los periódicos, se divide sustancialmente en dos etapas: antes y después de aquella taza invertida de urinario público. Yo no diré que no, porque no me gusta oponerme al criterio universal de los entendidos en una materia (que en esta son conocidos en general bajo el nombre de “críticos”, un nombre que impone sumisión y respeto…), ni quiero acusarme a mí mismo de maestrillo banal, sesudo marginal o simplemente de inepto y reaccionario.
Esto era, pues, que en mayo de 1917, un pintor francés ya un poco célebre en París (no tanto como Picasso o Matisse, ciertamente), llegado poco antes a Nueva York huyendo de la guerra, tuvo una idea peculiar, insólita, y parece que aproximadamente genial. La historia es bien conocida y ahora mismo profusamente repetida: Duchamp y otros colegas “vanguardistas” habían fundado una Sociedad de Artistas Independientes, que tenía como principio sagrado admitir en sus exposiciones cualquier objeto presentado como obra de arte, pero cuando el artista Duchamp llevó allí aquel meadero, encontrado en una tienda del ramo sanitario, debió resultar que el vanguardismo era excesivo para los organizadores, y no lo aceptaron, alegando que era antiestético y vulgar, y sobre todo que no era realmente una obra artística, no había sido hecho por el tal “R. Mutt” que la firmaba. A partir de ahí, comienza la leyenda: el “autor de la obra” -presentada con seudónimo y con el título ‘Fountain’- se la llevó a escondidas. Después, un fotógrafo famoso, Alfred Stieglitz, la retrató, y el retrato, no tanto el urinario mismo, se convirtió velozmente un icono universal.
Poco después, un colaborador anónimo de la revista Blind Man, del movimiento Dada, defendió la “escultura” rechazada, afirmando que “Si Mr. Mutt con sus manos ha hecho o no la fuente, no tiene importancia. Él la eligió. Tomó un artículo ordinario de la vida, y lo situó de tal manera que su significado utilitario desapareció bajo el nuevo título y punto de vista… y creó un pensamiento nuevo sobre este objeto”. Parece que el colaborador anónimo era Marcel Duchamp mismo, y esto querría decir que no se trataba de una broma o de un simple intento de comprobar la tolerancia de los amigos vanguardistas.
Parece, pues, que Duchamp sabía lo que hacía, pero no estoy nada seguro de que pudiera comprender o prever el estruendo que aquella ocurrencia debía provocar. Con un simple gesto, anecdótico y aparentemente irrelevante, había lanzado a la papelera las nociones tradicionales de obra de arte y de identidad artística: las implicaciones para la forma en que el artista puede percibir su papel en la producción de objetos, serían de largo alcance e irreversibles. Poco después, Duchamp se distanció poco a poco de su trabajo de pintor, para dedicarse, con escaso éxito, a la pasión por el ajedrez.
Pero, pasado cerca de medio siglo, en 1964, afirmaba: “El Pop Art es un retorno a la pintura ‘conceptual’, virtualmente abandonada excepto por los surrealistas, desde Courbet, en favor de la pintura retiniana… Si coges un bote de sopa Campbell y lo repites 50 veces, no estás interesado en la imagen retiniana. Lo que te interesa es el concepto que quiere poner 50 botes de sopa Campbell sobre una tela”. Reflexión impecable: los botes de sopa de Andy Warhol son la ilustración perfecta de una rama entera de lo que solemos llamar “arte contemporáneo” (contemporáneo ‘nuestro’, claro: los que venimos de cerca o de lejos del siglo XX: todavía no sabemos qué arte considerarán contemporáneo nuestros nietos y bisnietos, al menos los míos…), la rama más “realista” si se me permite el nombre. La más centrada en el objeto mismo, encontrado o producido, la de Warhol y compañeros del Pop Art, ciertamente, pero también, de un lado, la de la pipa exacta firmada ‘Ceci n’est pas une pipe’ de Magritte, la de los retratos y los paisajes urbanos de Antonio López, y, si desean, la de los volúmenes de Jaume Plensa o de Botero.
Con una derivación, para mí lamentable y sin gracia, pero parece que económicamente muy rentable, que produce tiburones en urnas de formol o cráneos cubiertos de diamantes: conceptual o empresarial, no sé. En cualquier caso, estoy seguro de que Joan Fuster no volvería a escribir igual ‘El descrédito de la realidad’. Y otro día quizá hablaremos de política (francesa).
EL TEMPS