Uno de los nuestros: ¿Quién es Albert Rivera?

ALBERT RIVERA “IN MEMORIAM”

Originalmente, se publicó el verano de 1881. Se titulaba ‘Storia di un Burrattino’ (‘Historia de un Juguete’), y comenzó como un folleto en el ‘Giornale dei Bambini’. Aunque ha pasado a la posteridad por ser un mentiroso, no fue hasta la decimoséptima entrega de la serie cuando se le alargó la nariz después de decir una mentira. Así que no es por mentiroso por lo que quiero comparar a Albert Rivera con Pinocho.

 

Con todo, la manera que el ilustre señor diputado Albert Rivera i Díaz tiene de hablar de su vida, reduciéndola a cuñas publicitarias tamaño twitter, no ayuda a separarlo del tópico de los políticos ni del de Pinocho: “Mi madre nació en un pueblo de Málaga hace más de 50 años en la otra punta del Mediterráneo” (92 caracteres). “Y aquí detrás nació mi padre hace 60 años, en la Barceloneta, el barrio más marinero y más representativo de la ciudad” (118).

 

En la otra punta del Mediterráneo está el Canal de Suez, no Málaga, que si acaso, es la otra punta de España. Licencias poéticas de publicista. La madre, María Jesús Díaz, es esencial, eso sí. Del padre tenemos menos noticia, pero de la Barceloneta sabemos cositas y quizás más significativas. Supongo que Albert Rivera ya lo conoce, porque lleva años reivindicando una mejor comprensión de la historia del país, pero vale la pena recordarlo:

 

La Barceloneta es un barrio creado sobre un terreno lentamente ganado al mar, por obra y gracia de la ingeniería, hasta unir la costa medieval de la ciudad con la isla de Maians, que (aparte de ser un libro de Quim Monzó ) era una isla arenosa a 100 metros de la playa. El barrio fue una idea del Marqués de Castel-Rodrigo en 1715 para compensar a los habitantes del barrio de la Ribera que se habían quedado sin casa tras la derrota del año anterior. O eso dice la versión oficial.

 

El orden de los hechos importa: primero se derribaron 1.000 casas de la Ribera (el 17% de Barcelona), aniquilando, como explica García Espuche, el centro vital de la ciudad. Después se construyó la Ciutadella para acoger las tropas que debían controlar Barcelona, ??y la muralla borbónica, para contenerla. Entonces se adjudicaron 321 solares de la playa a los supervivientes no exiliados del derribo. Pero no fue hasta cuatro años más tarde cuando el ingeniero Van Verboom, famoso por haber diseñado la trinchera de la batalla de Barcelona en nombre de Felipe V, hizo los planos del nuevo barrio, siguiendo la moda racionalista del momento: líneas rectas , uniformidad arquitectónica, criterios de higiene y control social -la obsesión era apaciguar el ánimo de revuelta que siempre habían mostrado los habitantes de la Ribera contra cualquier autoridad.

 

Mientras los planos dormían en un cajón durante 30 años, sin embargo, los ilusos y desesperados se instalaron en chozas sobre la arena; ilusos porque cuando se oficializaron las adjudicaciones sobre plano, las autoridades eligieron los nuevos habitantes a dedo, y desesperados porque el barrio fantasma quedaba fuera de la muralla borbónica: las putas y el robar. En 1749 hicieron una nueva versión del proyecto, pero hubo que esperar todavía cuatro años más: una vez las élites de Barcelona ya habían vuelto a pactar con la Corona, y el comercio repuntaba, y el puerto necesitaba una reforma, se construyó el barrio ortogonal, racionalista, higiénico y extramuros de la ciudad, y se repartieron las casas de nuevo. Esta vez las repartió el Marqués de la Mina, ex-combatiente del sitio de Barcelona, ??Capitán General en Cataluña, patrón y benefactor ilustrado, megalómano y amante de la ópera. La historia de Barcelona está llena de personajes así, contentos e indulgentes con sus deseos sublimes como pago por la ardua tarea de imponer la racionalidad a los autóctonos. Pero los vecinos de la Ribera, Rivera, 39 años después de perder la casa, nadie se acordó del asunto. El barrio más marinero y representativo de la ciudad.

 

En el siglo XIX, el desarrollo industrial, las revueltas revolucionarias de los obreros que perdían los dientes, la mano izquierda de Prim y el recuerdo sostenido de las constituciones previas al racionalismo borbónico, hicieron caer las murallas que convertían la ciudad en un pestillo contenedor de caos, y la Barceloneta se llenó de industrias. En especial metalúrgicas, y aún más en especial La Maquinista, que haría ricos a sus propietarios a base de construir la nueva maquinaria industrial que alimentaba el textil del país y a base de vender calderas de vapor para la Armada española a precio de amigo. Incluso cuando estalló la guerra civil, el PSUC requisó unos tanques que tenían en el almacén, mientras los propietarios huían al bando nacional, se aliaban con la ingeniería alemana, y se sumaban al esfuerzo bélico.

 

Pinocho nunca supo de dónde provenía su madera rebelde, y Albert Rivera nació en la calle de La Maquinista, en un medio piso clásico de finales del siglo XX. De la familia del padre, dice Rivera que son del barrio de toda la vida, los abuelos trabajaban en el puerto, los tíos eran estibadores y el padre tenía bazares. Tenemos poca información más de la rama paterna, pero me permito soñar que se llaman Rivera porque provenían de la Ribera. Tal vez la Corona mantuvo la promesa para ellos, o tal vez no hubo manera de echarlos: eran del puerto. Pero seguramente no tiene nada que ver.

 

La madre nació en Cútar, un pueblo -hoy- de 700 habitantes en la provincia de Málaga, que ha acogido humanos desde el neolítico, gracias a las terrazas sobre ‘el río del paraíso’, como lo llamaron los árabes. Los abuelos de Málaga enviaron a la madre de Albert Rivera a Barcelona cuando tenía 13 años, a trabajar en casa de unos tíos que tenían una joyería en los bazares del puerto. Era en 1972. Es la última ola de inmigración, y había red familiar en la que cayó y trabajó. No la oprimió ningún burgués catalán sin alma, más bien se incorporó al esfuerzo ingente de la tradición comercial indígena. Allí conoció a Agustín Rivera, siete años mayor, y se casó. Tenía 17 años. A los 20, nació Albert. Hijo único. Esta es la época que los Losantos y loquillos dicen que era la de la Barcelona libertaria, que luego se cargaría el catalanismo.

 

La familia pronto cambió barrio por el Vallès Oriental -primero una masía de fin de semana en Cardedeu, luego una tienda en Granollers y ahora en la Garriga. Albert Rivera sólo habla de la Barceloneta cuando se refiere ‘a los primeros años de escuela’ o para hablar del Club Natación Barceloneta -los padres le apuntaron con 2 años. Allí creció como nadador hasta ser campeón de Cataluña a los 16 años, y jugador de waterpolo después. Aunque nada allí. Imagino una adolescencia de muchas horas solo, carril arriba, carril abajo.

 

Aquí hay un patrón: los padres le han dado la mejor educación que la sociedad civil puede ofrecer en Cataluña, no han escatimado esfuerzos económicos, sacrificios personales ni ambiciones para su único descendiente. El hijo no ha desaprovechado ninguna oportunidad: tiene una biología robusta y un cerebro. El énfasis se ve por todas partes: en la masía alquilada de Cardedeu, donde se reunían primos y tíos, Albert comenzó a dar gas a una moto antes de tocar con los pies en el suelo desde el asiento y descubrió Los Hombres G (dice que todavía le gustan: tienen esta pinta “macarra, rebelde, pero en el fondo ellos también son un poco pijos”). Ya no ha abandonado nunca la moto. Después, cuando los padres abrieron un bazar en Granollers, lo llevaron a la escuela Cervetó, concertada en primaria, privada en secundaria, ‘la de los pijos’ me dice la gente de Granollers, y el niño respondió sacando buenas notas. Un año suspendió una asignatura y la madre lo castigó todo el verano, haciéndolo levantar a las siete de la mañana para ir a una academia de la Garriga, ‘full time’.

 

El patrón indica que Albert Rivera es un producto típico de la Cataluña autonomista, el país que enseña en las escuelas una historia romántica y folklorizada de ‘la nación’, a cambio de no explicar las renuncias que nos han hecho fracasar tanto como resistir; el país que decidió vivir en un escenario de cartón piedra con la esperanza de que si todo el mundo disimulaba quizás los problemas desaparecerían solos; un país donde no hay que leer ni saber historia para dedicarse a la política; un país que tiene como capital ‘la ciudad de la amnesia’, como la llamó un periodista del New Yorker en un reportaje de 1992; la ciudad que los que la dicen amar están dispuestos a vender las joyas de la abuela por cuatro pelas y un trocito del poder local; la ciudad que abrió la Barceloneta al mar para acoger turistas y hedonistas de todo el mundo y que se encontraba cómoda llamándose cosmpolita y olímpica, como la siente Rivera, cuando no pasaba de cadáver exquisito y envuelto con un lazo.

 

No se puede negar que lo que antes se llamaba ‘ascensor social’ ha funcionado en su caso, y que el grueso histórico, cultural, civil que ha sobrevivido bajo la amnesia y la payasada sentimental de los políticos lo ha hecho posible. Asociacionismo, escuela concertada, la Ramon Llull: un país de comerciantes, de bazares. Pero también es estrictamente cierto que las libertades formales que han hecho posible que Albert Rivera haya llegado tan arriba dependen exclusivamente del Estado español y su entramado jurídico coercitivo e incentivador. Los catalanes nunca nos hemos puesto de acuerdo para construirnos un sistema de defensa de la libertad. Para un hombre sin memoria como Albert, no defender el ‘status quo’ es como subirse al espigón y mear contra el viento.

 

Pero esto es sociología. Y hay mucha gente que ha salido al revés. El carácter de Albert Rivera, esa tendencia que tiene a reducir todo a la retórica de ‘community manager’, que racionaliza en pequeños eslóganes las necesidades emocionales del público, no se entiende sin la educación concreta que ha recibido. No creo que lea mucho, si tenemos que hacer caso de su TL: mucha tele-mierda y rutina de comentarista profesional de noticias online. El alimento del triunfo.

 

La madre explica que ella siempre ha sido una adicta a tertulias y programas informativos, desde que se levanta hasta que se acuesta. Esto podría explicarse en parte, y da para construir todo tipo de teorías freudianas. En la misma entrevista, la madre lamenta que se ven y hablan poco, ahora que está tan ocupado. El dice ver y escuchar más por la tele y la radio que en persona. Pero no creo que lo haga por ella, lo hace porque le gusta, es donde se siente fuerte. Un colaborador cercano me dice: “se pasa tres días a la semana en Madrid, de tour por los medios. Ahora que tiene una hija, debería ser consciente de que debe frenar, estar más en casa, o se quemará y lo pagará caro. “Pero ir a los medios de Madrid es la manera más rápida de acceder a su electorado. Y a la claque. Me gusta que sea una vela que arde por las dos puntas. ¿Es la ambición?

 

Esto tampoco lo explica todo. Aparte de la banalidad estética, Albert Rivera tiene una manera de razonar que me llama mucho la atención. Siempre tengo la sensación de estar delante de una falacia, pero cuando intento desmontarla, veo que el error está tan atrás en el silogismo que la única solución es entrar en su marco mental, pobre de referencias y huérfano de cualquier comprensión profunda, independientemente del tema. Aprovecha que el nivel de la política catalana es tan bajo que para responderle sus adversarios primero deberían hacerse cargo de las propias inconsistencias. Pero si hay que ir atrás, vayamos atrás. Hagamos un zoom más intenso en la educación, a ver si encontramos el contexto que da sentido a las falacias.

 

La escuela Cervetó de Granollers es una de esas escuelas catalanas nacidas de la tradición pedagógica progresista del país. En particular, es una escuela que predica el constructivismo. Resumiendo, publicita una educación basada en la experiencia personal. Cada alumno construye mentalmente los conocimientos a su manera, y el profesor debe procurarle objetos, relaciones, eventos que faciliten estas construcciones mentales. El maestro no transmite conocimiento, lo provoca. Es una forma radical de racionalismo, basada en teorías psicológicas y biológicas francamente discutibles, pero que procura una atención constante al estudiante, y da resultados excelentes en un contexto cultural tan miserable como el nuestro. Todos les aprueba la selectividad, para entendernos.

 

Albert Rivera es un hombre afortunado: para padres y maestros fue el centro del universo. A cambio, sin embargo, se le exige que las ambiciones se expresen en términos de sentido del deber -una hipocresía como cualquier otra-. La aristocracia catalanista conoce versiones de estos métodos gracias a escuelas como Súnion o la Frederic Mistral. La Cervetó también se describe como una escuela catalana y, por tanto, como transmisores y consolidadores de ‘los valores de la cultura catalana’; cosa normal, signifique lo que signifique eso de ‘valores de la cultura catalana’. Pero después, sienten la necesidad irrefrenable de añadir: ‘sin que ello signifique excluir otras realidades culturales y lingüísticas muy evidentes en nuestro país’. Esto también es normal y perfectamente defendible, pero da toda la pinta de ‘excusatio non petita’. Después de todo, transmitir y consolidar los valores de la cultura catalana debe significar, por fuerza, no excluir nada, y menos si es tan evidente en nuestro país. Si no, ni son valores, ni es cultura, ni es catalana. Es una herencia histórica que ha encontrado su hábitat natural en la psicología colectiva: te lo juro, no somos catalanes para joder. Y entonces toda discusión sobre la jerarquía en los valores humanos se vuelve un juego de blandiblú. La lengua vehicular de la escuela Cervetó es el catalán.

 

Estos dos hechos, el constructivismo y el progresismo pedagógico local, iluminan, creo, muchas de las perversidades de su argumentario. Explicarlo no es fácil, y aquí es donde convoco a Pinocho.

 

Como suele ocurrir con los cuentos del siglo XIX, la ‘Storia di un Burrattino’ tiene reminiscencias ocultistas. Pinocho es un homúnculo, palabrota latina que significa ‘hombrecito’, y que usaban los alquimistas para explicar una maravilla: la creación de un muñeco que cobraba vida propia y se encaraba al creador. Frankenstein es otro hito de esta tradición. El homúnculo simbolizaba el descubrimiento de la conciencia, la capacidad de enfrentarse a uno mismo, a las creencias heredadas, y a construirse un mundo particular y nuevo, individual, descubriendo el bien y el mal por la vía desplegar el propio yo en el mundo. Es un idealismo peligrosísimo: te puede hacer creer que hablar bien es decir la verdad. La metáfora de un muñequito que toma vida, pero, como le ocurre a Pinocho, es fruto de una ilusión psicológica muy antigua: la creencia de que dando forma humana (o animal, o la que sea) a un objeto, un pedazo de madera o de barro, podemos darle una vida parecida a la del hombre (o animal, o lo que sea) que representa. La materia no cuenta, cuenta la conciencia. La gente que le reza a una estatua comete el mismo exceso de optimismo. Y los niños, que aman los peluches. El caso de los homúnculos, y el de Pinocho, es paradigmático: se puede construir una conciencia.

 

Pensamos en Geppetto: es grande y quiere tener un hijo, y se lo construye. Pero el hijo le sale malo -roba, miente, se escapa; es egoísta y cruel-. En sus aventuras, descubre el mal, pero no lo sabe reconocer, por lo que no pasa de ser un juguete. La cuestión de la nariz es sólo una anécdota más, que explica su incapacidad para darse cuenta de las consecuencias de sus actos maliciosos. Sólo al final, cuando Pinocho está dispuesto a sacrificar la propia vida para salvar la de Geppetto, cuando se reconoce en el padre, se convierte en un niño de carne y hueso. Es la construcción de un alma, de una conciencia a través de la experiencia del mal. Así nace el hombre bueno y libre y tal y pascual.

 

Todo esto puede parecer muy bonito, y quizás muy distante del presidente de Ciudadanos, pero es el corazón de la cuestión. En Europa, la fe en el poder de la conciencia, como si fuera algo separada del cuerpo, del mundo, de todo, pronto se convirtió en una fe en el poder de la razón. Algo construida racionalmente, mentalmente, para los constructivistas y sus acólitos, es más verdad que el caos de la vida, de la historia, del mundo. La razón corrige la vida, le da forma y sentido, tal como Geppetto corrige la madera, le da forma y sentido. Esta manera de ver el mundo tiene consecuencias de todo tipo, pero hay dos que definen a Albert Rivera: el instinto por la forma y la lealtad a la racionalidad jurídica.

 

Quizás están detrás de algunas de sus elecciones. Cuando terminó el bachillerato, Albert decidió estudiar derecho en ESADE. La madre dice que es por casualidad, que un amigo fue a hacer las pruebas de acceso y que él le acompañó. Rivera lo vende diciendo que parte del trato era que si no sacaba buenas notas iría a trabajar a la tienda, pero la madre afirma que mientras estudiara, daba igual que tardara 10 años en acabar la carrera, el deber de los padres es trabajar y el de los hijos, estudiar. Es la versión posmoderna del ‘Auca del Senyor Esteve’ (*). Geppetto también le rehizo a Pinocho tantas partes como rompió y quemó.

 

Se repite el patrón: los padres lo dan todo para pagar la mejor educación que la sociedad civil catalana puede proveer. Del mismo modo que Cataluña salió del pozo del desastre de 1714 y pudo hacer la revolución industrial en el corazón de la Barceloneta en el siglo XIX porque había una tradición técnica, hija de los gremios pre-borbónicos, pase de padres a hijos, de maestros a aprendices; la Cataluña democrática sobrevivió a la dictadura y pudo acoger y dar poder a los recién llegados, porque tenía una tradición civil, pedagógica y empresarial autónoma, resistente a la uniformización racional del Estado franquista. ESADE, con todos sus defectos, y la Ramon Llull en general, responde a esta tradición, a este grueso. También refleja las hipocresías y los pactos con el diablo: la fuerza y la debilidad han sido la misma que las últimas décadas. Y quizás es aquí donde Albert Rivera encontró el asco que siente delante de cualquier orgullo civil catalán.

 

La cuestión, sin embargo, es que eligió estudiar derecho en una de las escuelas de negocios más importantes del país, y allí aprendió el oficio de abogado. En su caso, la profesión cumple el tópico popular: una relación promiscua e interesada con las leyes. Lo importante no es la verdad de un caso, sino la capacidad de construir un argumento convincente que anule a la otra parte. Ya sé que hay muchos tipos de abogados, y muchos tipos de licenciados de ESADE, y que los abogados se ven a sí mismos como operadores necesarios de la justicia. Su trabajo es esencial, y sus ambiciones a veces aceleran la prosperidad. Su misión es ser parte, no juez. Ok, Rivera hace de parte, pero sabiendo que en última instancia el juez ya ha elegido de entrada. No es riesgo, es análisis racional. El ambiente concreto influye: la mayoría de grandes despachos de Barcelona, (Quatrecasas, Uría-Menéndez, Garrigues, Roca), están llenos de graduados de ESADE metiendo más horas que un reloj para cerrar los grandes contratos entre poder económico y poder político. En estos despachos, la libertad no existe ni como conceptos teóricos, me dijo un empleado de uno de estos bufetes pasado al mundo de la consultoría. Creo que sea este ambiente de donde Albert Rivera sacó su concepto de mejor argumento: aquel que explota la debilidad del contrario. Pura forma, como Pinocho, cuando todavía es sólo juguete. Homúnculo de la sociedad catalana.

 

De esta época es su participación en la Liga Nacional de Debate Universitario. Al igual que con la natación, la ganó su equipo. Compartía equipo y tareas de orador con el Gerard Guiu, actual Jefe de Gabinete de Sandro Rossell -un trabajo en el que imaginas a Rivera perfectamente-. Conozco bien esta competición porque yo mismo participé en ella dos años más tarde. Te puede tocar defender tanto una cosa como la contraria, y la clave es deshacerse de las propias convicciones. Si no entendemos que es una ficción te puede pasar que llegues a creer que puedes pensar en ti mismo en abstracto, como en un individuo despojado de toda vida concreta, y creas haber alcanzado un pensamiento objetivo, vacío de prejuicios. Pero en realidad lo único que haces es sacar partido de las debilidades de los demás.

 

En mi año, Cristian Palazzi y yo éramos los únicos estudiantes de filosofía, la mayoría eran de Derecho o ADE, y los veías caminar peligrosamente por este abismo. Los más robustos, los de Deusto, que hablaban en jesuita del PNV. Entre el público, ‘headhunters’ de grandes despachos y multinacionales. En la mayoría de debates que ganamos, tuvimos suficiente con ampliar un poco el contexto. Perdimos sólo cuando nos dejamos arrastrar a un debate exclusivamente jurídico. En el mundo de los abogados y similares esta visión del mundo que responde a una lógica de debilidades y fortalezas, depende de la existencia de un baremo, un límite claro, algo sólido que permita establecer quién gana y quién pierde, qué vale y qué no vale. Por eso el Estado de Derecho es esencial para el crecimiento económico. Y es por ello, por las carencias en este flanco, y no por la razón contraria, por lo que España fracasa.

 

El problema siempre es que el baremo es una construcción artificial, que expresa los límites mentales de sus autores, sus prejuicios, el peso de su contexto, de la historia, y en general el ruido del caos que es todo. La ley es un refugio cavernoso que no hace eco. El principal valor que tiene es pragmático: permite avanzar mientras acabamos de discutirnos. El mundo de los abogados está dentro de la caverna y su racionalidad tiene una ventaja sobre la de cualquier otra profesión: no es con el mundo con el que hay que contrastar los razonamientos, es contra unos textos. Es el oficio constructivista por excelencia: todo pasa dentro de los límites de la mente. Confundir la ley con el mundo es igual que rezarle a una estatua, igual que soñar que puedes dar vida a un muñequito de barro, al igual que intentar tener descendencia construyendo un juguete.

 

Es en este sentido en el que Albert Rivera dice que al entrar en Cataluña, el cartel debería decir: Comunidad Autónoma de Cataluña. Y es también consecuencia de este modo de pensar que el primer cartel electoral Ciudadanos, aquel donde Rivera salía desnudo, decía: “no nos importa dónde naciste, no nos importa la lengua que hables, no nos importa la ropa que vistas. Nos importas tú”. Este eslogan es incapaz de hacerse cargo de cosas tan obvias como que la revolución bolivariana sólo se podía dar en Venezuela, o que la primavera árabe es árabe, o que vivir en un país extranjero te obliga a ser humilde respecto a tus capacidades y apreciar el poder del contexto. Pero sobre todo, el problema de este eslogan es que este ‘tú’ está vacío. Lo empapa una noción de libertad profundamente opresiva, que hemos visto emerger y volver a hundirse durante el siglo XX en todo el continente, menos en España, donde ha prevalecido. Es la libertad entendida como una negación de la vida: como si el único individuo libre fuera el que se ha deshecho de sí mismo, de su cuerpo, de sus sentimientos, y de las relaciones ineludibles con el resto de la gente, -la muerta, la viva y la que está por venir. Dentro del ‘tú’ del cartel electoral no hay una vida, hay una idea. Un constructo mental. Una ficción. Es el tú vacío de Pinocho, un trozo de madera que nunca podrá ser bueno o malo mientras sea un juguete, pura amoralidad, mientras no se haga cargo del mundo que le rodea. Pero Pinocho es un cuento, y Albert Rivera un hombre. Por ello este ‘tú’ vacío, una vez le quitas todo eso que dice Rivera que se le ha de quitar, sólo le queda España, y su ley, y sus relaciones de poder. Es el único contenido que permanece. El eslogan constructivista en realidad dice: Deshazte de la vida, sé español. Que él lo quiera ser es perfectamente comprensible, pero que lo confunda con una opción racional es cosa nuestra: el resultado de educar a una generación en el olvido. El principio ideológico de la transición, tabula rasa, explica la libertad con la que han campado los oligarcas de la capital y también la falta de memoria de los educados en democracia: todo el mundo ha acabado siendo víctima de las ignorancias de casa. Y ha aplaudido con más fuerza, dentro y fuera del catalanismo, a aquellos que mejor hacían ver que eran racionales. Hablo por experiencia. Cuadra el círculo que el partido se llame ‘Ciudadanos’ en honor a Tarradellas y su ‘Ja sóc aquí’!,’ pero nunca se haga referencia a la continuidad histórica que el president vuelto del exilio, antes de la existencia de la constitución, encarna.

 

Terminada la carrera, y con estas competencias, Albert encontró un trabajo mal pagado en los servicios jurídicos de ‘la Caixa’ (vuelve el patrón) y se independizó (y vuelve: él se pagaba el alquiler, y la madre le pagaba la comida y le lavaba la ropa, dice). Pero no era suficiente. Esta vida de abogado de ‘la Caixa’ no era para él. Y eso habla bien de Albert Rivera, más que ninguna otra cosa. Los que lo recuerdan dicen que en el acto de graduación de ESADE -dijo el discurso en nombre del alumnado-, dijo que el título y la orla son sólo las paredes de una caja que te ha sido dada, y es cosa tuya llenarla de cosas interesantes. Interesante es que citara la orla, que es como decir los contactos. Una metáfora muy catalana. Y otra vez el estilo simbólico, banal, de una retórica con más poder que contenido. El poder es el único contenido.

 

Como quería algo más que hacer informes sobre hipotecas, estudió un máster de Derecho Constitucional en la Universidad Autónoma, donde conoció al Dr. Francesc de Carreras, un nuevo Geppetto para él; también estudió un curso de marketing político en una universidad de Washington (uno de estos cursos que hacen las universidades yanquis para hacer caja), y comenzó a meter la nariz por los partidos políticos. No conozco el orden de este listado de hechos, pero todos corresponden a un abanico de 3 años, y todos responden a la misma ambición. Se acercó a los sectores más PSOE del PSC y fue a las Nuevas Generaciones del PP (de ahí el escándalo posterior, según el cual llegó a militar en el PP, lo que él siempre ha negado, sea como sea, fue y firmó un papel, dice que para pedir información). A Albert le dolía Cataluña, este ente que deja todo el mundo insatisfecho, hasta que empiezas a vivir del conflicto. O quizás le picaba la lengua y las ganas de ser alguien.

 

Una día la madre escuchó en la radio que el grupo de intelectuales autobautizados ‘ilustrados del siglo XXI’, (Espada, De Carreras, Pericay, Boadella, etc.), montaban un acto para explicar sus tesis contra el nacionalismo uniforme de la Cataluña autonómica. Furúnculos del olvido, que hacen lo mismo que critican: confunden la Cataluña oficial, la Generalitat y el Estado, con la Cataluña de abajo, inmigrada o no, que aguanta y se defiende como puede. Supongo que el acto de los ilustrados es el del CCCB, que es el primero que hicieron. La madre llamó al hijo y le dijo: ¿por qué no vamos? A la salida, Albert Rivera fue a saludar al catedrático De Carreras, y se ofreció para participar de la movida. Los ilustrados acabarían siendo alquimistas.

 

Ha encontrado su lugar. Su vida está a punto de acelerarse. La madre, que hace más años que vive en Cataluña que yo, que no habla catalán pero afirma que ‘me puedes hablar en lo que quieras, lo importante es el respeto’ (¡exacto!), vuelve ser central: la apuesta educativa, la adicción a la información, y el contenido último de su cruzada identitaria. Bajo los argumentos formales de Rivera, en todo aquello que no es reducible al olvido, siempre está la madre.

 

El inicio de Ciudadanos fue un desastre, según los libros que se han publicado al respecto, (el del director de El Mundo en Cataluña, el de Álex Salmond, ‘El Enigma Ciudadanos’; y el del ex-miembro del grupo original ahora en UPyD, Maria Teresa Giménez Barbat, Citileaks). Los intelectuales tenían en común el odio histórico hacia el pujolismo, y la decepción con Maragall, que empezaba a gobernar con ERC. Lo dice el New Yorker en otro artículo, de 1963: ‘la complejidad de Barcelona no permite explicar la guerra civil como una guerra de derechas e izquierdas’. También tenían en común haber pronunciado conferencias en la filial de la FAES (la fundación del PP, que tiene la mala suerte de tener un acrónimo que valdría para Falange Española), donde ‘pagan bien y son poco exigentes’. Debe de ser el precio de la persecución. Primero quedaban para cenar en el Taxidermista, restaurante de la Plaza Real, pero la cosa era insuficiente y demasiado cara, y decidieron hacer el acto público para ver si encontraban complicidades y entiendo que financiación. Hicieron bastante ruido para resistir, y comenzaron a dar conferencias en Madrid y Bilbao. No he conseguido saber quién pagó aquellas conferencias, pero España los recibía con los brazos abiertos. El medios capitalinos hacían el redoble de tambores. Sólo faltaban el dinero. Y los intelectuales, intentaron persuadir a algunos empresarios, sin éxito.

 

Y aquí es donde entra en juego Alfonso Guerra. Los sectores españolistas del PSC, ‘Socialistas en positivo’ y ‘Ágora Socialista’ (Joan Ferran y Josep Maria Sala, respectivamente), habían enviado mensajes de socorro a Alfonso Guerra, alarmados por la ‘deriva nacionalista’ del tripartito de Maragall. Maragall, aquel radical. Yo, era verlo por la tele, y pánico. Guerra, supongo que aparte de ayudar a los socialistas preocupados por el destino de España, decidió apostar por Ciudadanos, no sea que un día un nuevo partido de izquierdas español fuera necesario en Cataluña. Madrid siempre un paso por delante. Y contactó con Miguel Rodríguez Domínguez, propietario de los relojes Festina.

 

Rodríguez es un hombre hecho a sí mismo, nacido en la Línea de la Concepción hace 65 años, inmigrado en Barcelona con su padre, donde trabajó de todo mientras se sacaba el título de perito. Después emigró a Suiza, donde militó en el Partido Comunista, participó del sindicalismo exiliado, los maoístas de bandera roja y finalmente volvió a Cataluña, donde empezó a vender unos relojes que había comprado en Suiza, primero en una tienda en el Chino -dejaba a la mujer en el mostrador y se iba a la Rambla a discutir de ‘política’-, y luego por toda España. Dice que le hubiera gustado ser un sindicalista de La Maquinista o la SEAT, pero se hizo rico, y a principios de los 80 compró las marcas Lotus y Festina, y hasta hoy, que es accionista de NH hoteles y del Banco de Sabadell, si no ha vendido sus participaciones. Un marginado. En una entrevista en La Vanguardia de 2003 dice: “formo parte de esos 900.000 andaluces que vivimos en Cataluña pero que sólo contamos cuando vienen las elecciones”.

 

Este excomunista guerrista hizo la primera gran aportación a Ciudadanos, y les cedió la sede que tuvieron hasta hace poco, en la Plaza Urquinaona. Es inevitable preguntarse cuántas ayudas ha recibido Ciudadanos de los poderes de la capital de España. Y es imposible saberlo a ciencia cierta. Sabemos que hay intangibles, que incluyen reuniones con Pedro J. en la sede de El Mundo en Cataluña, o con los propulsores mediáticos de las televisiones de allí. También sabemos que hay una fundación de Ciudadanos (BOE, 6 de Mayo de 2009), de nombre ‘Tribuna Cívica’, y con sede en Madrid. ¿Por qué con sede en Madrid? Quizás es sólo un acto de afirmación patriótica, quizás es más fácil cobrar, puede que no quieren que la Generalitat tenga mano en el control de la fundación. Quizás. Sólo sabemos que organiza las escuelas de invierno y cosas así para el partido. El caso es que la noche electoral de 2006, cuando sacaron por sorpresa 3 diputados y 80 mil votos, la primera llamada de felicitación que recibió Francesc de Carreras vino de Madrid: Alfonso Guerra. Quizás sea una alucinación de los cronistas.

 

La escalada de Albert Rivera hacia la presidencia del partido con sólo 26 años es un misterio, con tres posibles explicaciones. La de Arcadi Espada: “hubo un congreso y salió elegido. Nadie lo señaló con un dedo. Fue un proceso espontáneo. Y ganó con amplia mayoría”. Es posible. La de algunos malpensados: De Carreras conspiró para encaramar a su alumno. O bien una rocambolesca historia sobre el primer congreso del partido, que aparece en el libro de Giménez Barbat.

 

Rivera hace un par de discursos, y gusta a la militancia, tú dirás. Pero todo es un caos, en parte, ideológico: el ala izquierda del partido, liderada por De Carreras, quería que el partido se posicionara, pero el núcleo de militantes de entonces y los que después se fueron a UPyD, preferían desentenderse del eje izquierda-derecha. Además, los intelectuales parecían no implicarse. Espada llegó sólo el segundo día, después de pasar unos días en Baleares con Pericay: morenos, vestidos de lino, ibéricos. En medio, luchas de poder, enmiendas técnicas, juegos de reglamento. Al final hicieron una lista de candidatos de consenso, por orden alfabético de nombre, primero Albert Rivera y después Antonio Robles. Pues presidente y secretario general. Y eso que Robles no era ni del partido, había ido a cubrir el acto en nombre de Libertad Digital. ¿Te apunto, Antonio? Venga.

 

Total, que entre una cosa y otra, entre los discursos vacíos y el caos, Rivera se hizo con el puesto principal. 26 años. Sea como sea, si alguien esperaba sólo una cara linda y unos pectorales de waterpolo, quedaría sorprendido: Albert, como todos los homúnculos, se volvió contra los creadores, y se hizo con el control real del partido. Fueron a las elecciones, y sacaron 3 diputados, ¡TV3, to-ma-3!, con un discurso sobre la libertad dirigido a sacar partido de la ignorancia ajena, y del resentimiento identitario. Es la constante.

 

El instinto político, de auténtico ‘killer’, le permitió superar cada crisis con el poder personal reforzado, porque el abogado Rivera no tiene ningún otro principio que el de profundizar en el poder por la vía de explotar las contradicciones ajenas. Él era el defensor de la coalición con la euroescéptica y ultraderechista Libertas en las elecciones europeas, y él fue el que quedó en pie cuando el partido aceptó finalmente la “enmienda Carreras”, que definía el partido como de ‘centro-izquierda’. Cuando los otros 2 diputados del partido dejaron la militancia, resistió haciéndose con el control del aparato y de las listas, lo que causó más disensiones, que también supo silenciar. En 2010 repitió resultados, bebiendo de los patetismos del tripartito, comiéndole votos al PSC por abajo y al PP por arriba.

 

Rivera es un político clásico, se siente cómodo en el torbellino y el desconcierto. El aumento de la tensión, consecuencia del fracaso de España y su sistema pre-democrático, le ha dado protagonismo, y la retórica repeinada llena de afirmaciones que no superarían un examen mínimo en un país civilizado -en esto es igual a muchos otros políticos-, encajó en las tertulias de Madrid, ávidas de escuchar a alguien de Cataluña dando la razón a sus jugos gástricos, tan ácidos últimamente. Es así como se han construido la popularidad: ‘desde Madrid, emitimos hacia Cataluña’ le dijo a Jiménez Losantos un día. La Cataluña que no lee periódicos locales y nunca ve TV3. Bolsas de memoria personal acordonadas por el olvido colectivo. Los eslóganes y la postura formal, la ausencia de contenido y la empatía emocional le han convertido en una estrella. Si alguna vez se retira, tiene carrera de tertuliano asegurada.

 

La suma de todo ello hace 9 diputados en las pasadas elecciones, a las que él se presenta como freno ya no del independentismo, sino de toda la cultura oficial catalana, y de todo el tejido civil que ha construido la mayoría social. Tiene razones para hacerlo; el catalanismo, como sabemos todos, está lleno de miseria moral, escondida bajo los argumentos del pacto y la paz social. Es la miseria del débil que negocia para sobrevivir y es dirigido por los cínicos, que sacan partido de ello. Conoce bien la tradición de la que es hijo. Pero no dice, claro, que son sus postulados los que la han corrompida hasta ese extremo. Por eso la gente se ha alzado. Por eso la crisis económica y la institucional coincidieron: son la misma crisis.

 

Habrán notado que apenas he hecho mención al contenido de sus argumentos. La razón principal es que la mejor respuesta a toda su retórica de autoayuda política es él mismo. Aunque nos quiera hacer creer que su yo es equivalente a la noción de ciudadano, el yo vacío de Pinocho, España como sedimento irracional, la realidad es que la existencia de Albert Rivera sólo se entiende si se prescinde de su DNI, y de todos los papeles oficiales que la avalan. Nació en la Barceloneta, pero no sabe nada de la historia del país y la ciudad. Le gusta la reforma urbanística que hizo Maragall, y no conoce su influencia histórica, pero luego, cuando Maragall desarrolla la misma visión en el Gobierno, se adhiere a sus enemigos intelectuales para hacer carrera política. Estudió en una escuela progresista y privada catalana y critica la inmersión que recibió, pero habla un catalán lamentable, lleno de errores ridículos, obvios, que no se permite en castellano. Habla en nombre de los inmigrantes españoles del franquismo, como su madre, e incendia su resentimiento, cuando él no ha compartido ninguno de los caciquismos que estos inmigrantes sufrieron y sufren de parte del españolismo oficial y del autonomismo sector negocios. Se enfrenta a la supuesta obsesión identitaria catalana y a todo el discurso institucional, pero su protagonismo es relevante porque es diputado en el Parlamento de Cataluña, y es eslabón de la historia de lo que se ha discutido. Y en Madrid sólo lo quieren para eso, porque es una cuña de los intereses de las clases dominantes de la capital en nombre de las clases populares del área metropolitana de Barcelona y Tarragona (y de los asustados de Pedralbes y Sarrià-Sant-Gervasi). Se dice regenerador de la política, pero todo el éxito le cuelga de la manipulación clásica de fuerzas políticas y desesperaciones populares, y del mantenimiento del ‘statu quo’, del que sólo critica cosas que sabe que no pueden cambiar.

 

Sus contradicciones son siempre las mismas: la idea de España y de Cataluña, los límites racionales de la ley y el poder de los razonamientos sin memoria son contrarios a la historia, al contexto, a la vida. Incluso a la suya. Por eso ha triunfado, porque se ha lavado las manos, y por eso fracasará, porque el país existe, aunque no quepa en las estructuras de su mente construida.

 

Dos ejemplos, para terminar. Hace unas semanas se reunió en un restaurante de Barcelona con Leguina, expresidente de la Comunidad de Madrid del PSOE. Algunos comensales del restaurante dicen que Leguina propuso mostrar músculo militar para asustar al soberanismo. Rivera le dijo que era un error, y siempre según estas fuentes, explicó que la solución es acabar con Mas. Con Oriol Pujol fuera de circulación, argumentó, aparece la solución Duran: volver a la constitución. Y entonces se les podrá pegar: ni financiación a la vasca ni nada. Si es cierto, demuestra de nuevo la confusión constructivista: su experiencia en la política catalana le ha hecho creer que había entendido al país, al igual que piensa que la Constitución es un diccionario que explica el mundo. La realidad es siempre al revés: el mundo se te impone y el político, a diferencia del abogado, es una fuerza para el bien si es capaz de aceptar con humildad el debate del pueblo, cueste las roturas mentales que le cueste.

 

El otro: cuando se aprobó la declaración de soberanía del Parlamento, Losantos le invitó al programa. Allí dijo una frase con la que estoy 100% de acuerdo. Pero él la ve desde un lado del espejo, y yo la veo desde el otro.

 

“La declaración de soberanía tiene efectos internacionales. En derecho, el derecho internacional es ordenamiento jurídico. Y me parece peligroso. Ahora un presidente autonómico puede ir por ahí con una declaración de soberanía, que es lo que necesitan.”

 

Albert Rivera piensa que la declaración es peligrosa porque topa con la ley por arriba, y rompe toda la estructura mental que promueve la constitución. No entiende que los actos de autodeterminación no dependen más de un límite anterior. Dependen de la fuerza que tiene la vida de darse normas, límites, verdades provisionales a ella misma. Civilizarse, liberarse. Tiene efectos internacionales no porque tenga una relación equivocada con las leyes españolas, sino porque tiene una relación profunda con las relaciones entre la gente y sus ansias de libertad. Por eso es peligrosa.

 

Pinocho se volvió humano cuando reconoció que la vida de su padre era tan valiosa como la de él mismo. Cuando supo distinguir la vida de la idea de la vida. Un juguete, un homúnculo, es una idea de la vida, una ficción, como un perfil de Twitter. Que en Cataluña pueda nacer un hombre inteligente que confunda la ley con la historia, la persona jurídica con la persona humana, el olvido con la memoria, los sentimientos familiares con las razones de la justicia, España con un entramado racional de derechos, y que pueda llegar a representar a 250 mil personas no debería extrañarnos, es sólo culpa nuestra: el vacío del yo, el silencio de Geppetto, el país que no sabe ser libre. Albert Rivera es la suma de nuestros fracasos.

 

(*) https://ca.wikipedia.org/wiki/L%27auca_del_senyor_Esteve

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