Unas aclaraciones necesarias sobre Laura Borràs, el Parlament de Catalunya y la ‘lawfare’

Las democracias hoy no mueren habitualmente por golpes militares, sino socavadas desde dentro, utilizando técnicas en apariencia compatibles con el estado de derecho y con la democracia

El 28 de julio de 2022, la mesa del Parlament de Catalunya acordó la suspensión de la presidenta de la cámara, Laura Borràs, con los votos de ERC, PSC y la CUP, que votaron a favor de aplicar el artículo 25.4 del reglamento del parlament, que contempla la suspensión inmediata de los diputados cuando se abre un juicio oral por corrupción. Pese a que la suspensión de “todos los derechos y deberes” se prevé de forma provisional y temporal, hasta que concluya el proceso judicial, el acuerdo de la mesa tuvo consecuencias graves: desde entonces la presidenta del Parlament no ha podido votar ni representar a sus electores, ni ha percibido su sueldo. El juicio que se inicia estos días en el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) ha vuelto a evidenciar la división de los partidos políticos independentistas en el frente antirrepresivo –en este caso, sobre el significado y alcance de lo que debe considerarse represión estatal (por vía de los poderes ejecutivo y judicial, sobre todo), y en concreto con el uso de técnicas de guerra jurídica o ‘lawfare’-. En coherencia con su posición política, ERC y la CUP no acompañaron a la presidenta Borràs a su llegada al TSJC y sí lo hizo Junts, el partido que preside Borràs. Una vez más, la prensa y la opiniocracia que explotan las divisiones actuales en el independentismo han atribuido estas diferencias de posición a intereses políticos o animosidades personales, pero en el trasfondo existe una controversia seria sobre la conceptualización y el alcance de lo que calificamos de represión y guerra jurídica (en este caso por vía judicial).

Déjenme decir ante todo que no soy ni afiliada a Junts, ni simpatizante de propuestas de gobernanza asociadas a ejes de centro-derecha (ejes de justicia social, feminista o ecológica) que, en este mundo paradójico de política pragmática y compromisos líquidos con la ciudadanía fácilmente reversibles apelando al “realismo”, asumen también las izquierdas. Pero sí que me preocupa la ambivalencia y la confusión que envuelve el concepto de guerra jurídica cuando se vincula a los derechos políticos como derechos humanos esenciales en una democracia. Por eso, como expresé el pasado julio en una reunión de gobierno del Consejo de la República, considero no sólo que la decisión del Parlament de Catalunya es un error, sino que la interpretación que se ha hecho del citado artículo del reglamento parlamentario es incompatible con el marco internacional de los derechos humanos políticos. Por las potenciales implicaciones negativas para casos futuros de esta división de concepciones, quisiera aclarar esta posición con argumentos que rehúyen el caso particular de la presidenta Borràs y pretenden aclarar de qué hablamos cuando hablamos de ‘lawfare’ o guerra jurídica.

En ‘How democracies die’ (2018), dos politólogos de Harvard, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, concluyen que las democracias hoy no mueren habitualmente por golpes militares, sino socavadas desde dentro, utilizando técnicas en apariencia compatibles con el estado de derecho y con la democracia. La transformación hacia el autoritarismo a menudo se logra aplicando estrictamente estándares normativos criminalizadores de manera dirigida especialmente a deslegitimar o ilegalizar a la oposición política. La democracia antiliberal de Viktor Orbán en Hungría se ha reafirmado aplicando normas en apariencia neutrales con esta finalidad contraria a su espíritu. Una de las observaciones clave de Levitsky y Ziblatt es que las tendencias autoritarias a menudo se identifican por comportamientos que llevan a subvertir la razón de ser de la legalidad existente, ya sea rechazando los resultados electorales, ya sea negando la legitimidad de la oposición política, o criminalizándola, o tolerando o promoviendo la violencia, la censura y la restricción de derechos. Las fuerzas políticas antidemocráticas, por tanto, se infiltran en el sistema por medios aparente o formalmente legales. Es por eso que la autocracia y la ‘lawfare’ son difíciles de denunciar y combatir, especialmente cuando afectan a grupos estructuralmente subordinados o no representados en las instituciones que aplican estas técnicas o mecanismos. Llega un momento en que el sistema político existente, sin haber dejado formalmente de ser una democracia, aparece desprovisto de garantías para los derechos humanos, especialmente para los derechos políticos de los opositores, que comienzan a comportarse como si vivieran en una dictadura. Imbuidos por el miedo a la represión, se rinden, tratan de negociar con el opresor para minimizar los daños, olvidando que existen ciertos principios innegociables que no se pueden sacrificar sin erosionar los pilares de la democracia. De hecho, llegan a considerar victorias las exculpaciones penales parciales o la retirada de cargos, abandonando ideas de inocencia, libertad y reparaciones. Si el opresor retira la amenaza, o en lugar de declararte inocente te indulta, y en lugar de repararte te dice que, si te portas bien y te callas, no te castigará, ya se considera una victoria. La guerra jurídica en las trincheras judiciales que aplican el derecho penal del enemigo involucra una conquista de la mente de la víctima, que pasa a sentirse permanentemente amenazada y a convencerse de que no es “realista” cambiar el sistema. Éste es, en parte, el verdadero efecto de disuasión de la guerra jurídica: el famoso ‘chilling effect’.

Junto con la propagación de noticias falsas, la ‘lawfare’ es una de las principales estrategias represivas del Estado para combatir el movimiento independentista, reprimir el ejercicio del derecho de autodeterminación e impedir la efectividad del mandato del 1-O. Consiste, esencialmente, en el uso de la ley y los procedimientos legales por parte de autoridades vinculadas al poder judicial para investigar o perseguir (de forma no neutral, sino políticamente intencionada) a quien es declarado enemigo político con el objetivo de eliminar la disidencia, el liderazgo o el pluralismo ideológico. Por tanto, el ordenamiento jurídico se manipula para dar apariencia de legalidad a la persecución de opositores políticos que, de hecho, son parte esencial del pluralismo democrático. El adversario a menudo es víctima de investigaciones judiciales prospectivas, encausado judicialmente con acusaciones fabricadas o agravadas con el fin de inhabilitarlo para el ejercicio de su cargo político o con fines electoralistas. La guerra jurídica es incompatible con la democracia y los derechos, porque se basa en el abuso de los procedimientos legales y la subversión de la moralidad política subyacente a la noción de estado de derecho para conseguir fines políticos ilegítimos. Es, por tanto, lo contrario de la búsqueda de la verdad y de la justicia. Además, la presentación de demandas o las imputaciones sin pruebas tiene por objetivo intimidar y frustrar los objetivos de los adversarios políticos y desincentivar indirectamente la emergencia de nuevos liderazgos promoviendo el miedo. De hecho, la ‘lawfare’ utiliza la apariencia de instituciones democráticas para subvertirlas y debilitarlas desde ‘dentro’. Utilizando una analogía biológica, es un tumor que hace peligrar todo el sistema democrático contra el que es necesario reforzar los elementos de prevención y combate.

En Cataluña, la criminalización del derecho de protesta, de la libertad ideológica y de expresión, la vulneración de los derechos de los electores impidiendo la efectividad de los resultados electorales y la investidura de candidatos a la presidencia que han ganado las elecciones democráticamente, el espionaje en masa y las suspensiones de representantes independentistas constituyen elementos asociados a la guerra jurídica en formato de guerra judicial en un contexto en el que la defensa pacifica del derecho colectivo a la autodeterminación se considera una amenaza a la “seguridad” o “unidad” e “integridad territorial” del Estado.

A pesar de los anuncios de desjudicialización y de reconocimiento del conflicto político, la realidad es que el Estado español está lejos de detener su proyecto represivo fundamentado en el no reconocimiento de la existencia de nuestro pueblo como sujeto de derechos y en ésta visión del movimiento independentista como enemigo a batir por todos los medios posibles (incluyendo estrategias de ‘lawfare’). En el escenario presente, una norma que podría tener sentido en un contexto de plena democracia, como el artículo 25.4 del reglamento del parlament, puede convertirse fácilmente en un instrumento al servicio de la eficacia represiva del Estado porque conduce a una aplicación casi automática de las decisiones judiciales. En el caso de la presidenta Laura Borràs, el razonamiento que motiva el apoyo limitado de partidos y entidades independentistas, y que causó la suspensión de sus derechos políticos, es la idea de que no es (judicialmente) perseguida judicialmente por razones ‘directamente’ relacionadas con su condición de líder o representante del movimiento independentista (o del ejercicio de derechos), sino que las acusaciones se vinculan a “corrupción” –se refieren a presuntas irregularidades en la contratación cuando dirigía la Institución de las Letras Catalanas ( ILC).

Sin embargo, en un contexto como el actual, de represión estatal por las vías ejecutiva y judicial, sobre todo, lo relevante es no el ‘objeto’ de persecución (el delito concreto que se imputa), ni el ‘tiempo’ en que las acciones presuntamente criminales sucedieron, sino la motivación no imparcial de investigaciones prospectivas (‘targeted investigations’, en inglés), o escrutinio y persecución judicial intensos contra una persona determinada, precisamente porque ocupa la posición que ocupa, porque es quien es (sobre todo, en el caso de personas que han demostrado una capacidad de liderazgo que las presentan como un “riesgo” en el discurso general de amenaza para el Estado). Como anunció Sáenz de Santamaría años atrás, es necesario decapitar el movimiento político, y hay que hacerlo, como otros dirigentes políticos españoles del PSOE y del PP han declarado públicamente, con todos los medios necesarios. En este contexto de poder judicial politizado y de prácticas generalizadas de guerra jurídica, de emergencia por los derechos humanos políticos y la democracia en Cataluña, la aplicación automática de la norma reglamentaria prevista en el citado artículo 25.4, favorece, ‘de facto’, la efectividad de la ‘lawfare’ o guerra jurídica.

¿Produce alguna diferencia, o debería producirla, la acusación concreta de corrupción? Si observamos contextos similares veremos que las acusaciones de corrupción son muy efectivas para promover los objetivos de la ‘lawfare’. En un contexto de desprestigio y desconfianza crecientes hacia la clase política, la corrupción erosiona la credibilidad y reputación de los opositores políticos. La dimensión más difícil de esta evaluación del componente de guerra jurídica en una causa judicial concreta es discernir y establecer la ‘intencionalidad’ en el uso de la corrupción. El concepto anglosajón de ‘weaponized corruption’ implica investigaciones proactivas, dirigidas (no anecdóticas ni imparciales), calibradas arbitrariamente contra personas específicas (generalmente, líderes sociales y políticos en el punto de mira de los poderes establecidos), que utilizan deliberadamente categorías criminales como una herramienta para debilitar su reputación, eliminar estos liderazgos y desestabilizar a determinados partidos políticos o entidades civiles que representan.

Aunque el término se acuñó en el norte del planeta (Dunlap, 2001), el término ‘lawfare’ se escucha a menudo en los medios de comunicación de Argentina, Brasil, Bolivia, Perú, Polonia, Hungría, Turquía, Túnez y otros muchos países, en referencia a casos de corrupción que implican a líderes políticos progresistas. Un ejemplo bien conocido: Fernando Haddad, el exalcalde de São Paulo y asociado al que entonces era candidato a la presidencia de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, fue acusado de corrupción, blanqueamiento de capital y formación de organización criminal. La fiscalía de São Paulo presentó los cargos siguiendo la recomendación de miembros opositores del grupo de trabajo contra la formación de cárteles criminales y el blanqueamiento de capital. Los abogados de Haddad hicieron público un comunicado diciendo que no había fundamento alguno para la acusación, que él negaba categóricamente. Más adelante, el fiscal del caso alegó que Haddad se había enriquecido con medios indirectos e ilícitos derivados del pago de las deudas de su campaña a la alcaldía en 2012. También fue acusado de faltas administrativas en relación con una serie de irregularidades en la construcción de un carril bici en São Paulo, según UOL. La presidenta del Partido de los Trabajadores intervino y calificó las acusaciones de noticias falsas, y Haddad negó todos los cargos. Había numerosos elementos que asociaban estos casos con la voluntad de incriminar y encarcelar a Luiz Inácio Lula da Silva, como acabó ocurriendo (y el Tribunal Supremo Electoral de Brasil prohibió que Lula fuera candidato a las elecciones, cuando se presentaron cargos penales contra él). Concretamente, fue acusado de recibir un piso como parte de sobornos a cambio de adjudicar contratos a empresas de construcción.

Estos casos revelan un uso manipulador de la ley que distorsiona su sentido de “generalidad” e “igualdad en su aplicación”, para generar una crítica social y moral, y conformar la psicología de la animadversión contra determinados liderazgos. La manipulación de los casos por parte de los medios de comunicación también amplifica los efectos de esta estrategia bélica contra los opositores políticos redefinidos como “enemigos” (en América Latina suelen ser los líderes progresistas que se oponen a la agenda neoliberal y promueven políticas de justicia social y ecológica, o defienden el derecho a la tierra y los derechos indígenas). La falsa pretensión de la aplicación rigurosa del estado de derecho (en realidad, sesgada) con objetivos de deslegitimación de la reputación y de criminalización de disidentes sustituye cada vez más el papel de los golpes de estado militares contra estos gobiernos o candidatos populares capaces de oponerse y organizar la resistencia contra el neocapitalismo y los poderes económicos globales. En palabras de Rafael Bielsa y Pedro Peretti, ”El poder real ya no necesita [dictadores militares como] Jorge Rafael Videla (1925–2013) o Humberto de Alencar Castelo Branco (1897–1967) […]. Ahora son suplantados por jueces”.

La guerra jurídica también se apoya, para ser efectiva, en una guerra psicológica que refuerza las divisiones entre los líderes y partidos políticos existentes que compiten por un mismo electorado. Sobre todo porque no hay maneras claras de defenderse contra acusaciones graves con implicaciones criminales en un contexto en el que el poder está exento de controles democráticos, y jueces y fiscales difícilmente pueden considerarse “imparciales” en un contexto de judicialización de la política donde ellos no responden ante nadie. Los procesos formales de criminalización no son, por tanto, neutrales, sino que son el instrumento para alcanzar objetivos “de estado”. La agenda anticorrupción es ficticia y arbitraria, pero, como vemos en el caso de la presidenta Borràs, gana la adhesión de sectores que evalúan el caso en abstracto, como si se situara al margen de la guerra global.

Un aspecto crucial que a menudo se pierde de vista es el sesgo en la selectividad penal, que opera doblemente en relación a los delitos ordinarios. Por un lado, las leyes, la policía y el sistema judicial tienden a “sobrecriminalizar” a los miembros de los grupos que se quieren combatir o que son discriminados sistemáticamente (también ocurre con los negros en EE.UU., por ejemplo, que son acusados ​​e incriminados mucho más intensa que los blancos). Por otro lado, el mecanismo selectivo implica que estas mismas medidas legales y judiciales no se aplican a los poderosos, aunque los delitos que cometen sean mucho más nocivos y de gran impacto social (basta con ver la impunidad que tienen los más poderosos en casos de corrupción real, en los que ha habido enriquecimiento). Así pues, la ‘lawfare’ también se refleja en esta modalidad específica de selectividad penal que manipula la generalidad y la universalidad en la aplicación de las normas jurídicas. Volviendo a Brasil, en la “sobrecriminalización” que caracterizó la persecución de Lula da Silva, la acusación era vaga, se vulneraron derechos constitucionales (se utilizaron escuchas ilegales y espionaje) y la sentencia se basaba en pruebas deficientes e incriminaciones interesadas evaluadas arbitrariamente –el juez, de hecho, declaró que no tenía pruebas suficientes, pero que estaba “convencido” de que Lula era culpable. En el contexto de polarización social existente, se utilizaron las redes y medios de comunicación para potenciar la acusación, a fin de desprestigiar su imagen y su carrera política. La sentencia se utilizó para inhabilitar a Lula para participar en la política y privarle de libertad mediante la prisión preventiva.

La guerra jurídica también tiene efectos diferenciados por cuestiones de status social, raza y género. En este sentido, la sobrecriminalización suele funcionar de forma más efectiva, por ejemplo, para un pobre que para un rico, para un indígena que para un blanco. Ciertamente, el encarcelamiento de mujeres no es tan frecuente, pero la imagen de las mujeres políticas es sometida a otros muchos controles sociales (no sólo al ejercido por el derecho penal). Las mujeres líderes empoderadas e influyentes que superan los estereotipos de género y ocupan sitios importantes tradicionalmente reservados a los hombres sufren mucho más el descrédito de su liderazgo y los ataques de reputación personales basados ​​en el control de la esfera privada, la valoración del rol de madre o las amenazas a la intimidad o preferencias sexuales.

En definitiva, volviendo al caso de la presidenta Borràs, en este contexto de ‘lawfare’ generalizado, criminalización del independentismo y riesgo para los derechos humanos fundamentales, especialmente para los derechos políticos, la carga de la prueba debería recaer en el Estado. La presunción de inocencia tiene mucho más valor cuando tenemos razones de sobra para desconfiar de la motivación y cimientos de cualquier imputación criminal contra un representante independentista. No sólo están en juego los derechos de los representantes, sino también los derechos de los electores en este uso ilegítimo y manipulador de la ley por parte del poder judicial sin ningún mecanismo de responsabilidad social ni democrática. La guerra legal, al fin y al cabo, persigue la “muerte legal” del oponente político (los golpes militares perseguían la destrucción física de los disidentes). Solo podemos concluir que no hay guerra jurídica cuando podemos afirmar que se persigue judicialmente a todos de la misma manera, con la misma motivación no discriminatoria por el hecho de formar parte de un grupo objetivamente identificado (para utilizar el término del Tribunal de Justicia de la UE). ¿Podemos afirmarlo en este caso, de forma suficientemente segura como para que la presunción de inocencia se subvierta antes de una sentencia firme y se suspendan todos los derechos políticos de la presidenta Borras? Yo, sinceramente, creo que no. Diría exactamente eso mismo si la acusada fuese la diputada Vilalta.

Por eso, el artículo 25.4 es dudosamente compatible con los derechos humanos políticos. La razón es evidente: sería muy fácil eliminar la disidencia política y los derechos de las minorías parlamentarias con una simple acusación de corrupción. Por eso, las instituciones y tribunales internacionales de defensa de los derechos políticos consideran que es necesaria una sentencia firme para inhabilitar a un diputado por el ejercicio de sus funciones parlamentarias. Esto es explícito en el artículo 23 párrafo 2 de la convención americana de derechos humanos que exige una sentencia por un tribunal competente en un procedimiento penal. Nico Krisch, como abogado en el procedimiento ante el Comité de Derechos Humanos de la ONU contra España en la demanda presentada el 18 de diciembre de 2018 por Oriol Junqueras, Raül Romeva, Josep Rull y Jordi Turull (caso 3297/2019), lo recordó en el comité. La Convención Europea no dispone de ninguna provisión tan explícita, pero el Comité de Derechos Humanos, en su decisión del 30 de agosto de 2022, considera que España vulneró el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966 cuando suspendió a los cuatro dirigentes independentistas catalanes de su cargo como diputados en el parlamento catalán. El comité subraya que este derecho “constituye la esencia del gobierno democrático” y, aunque reconoce que puede haber ciertas limitaciones, considera que la grave restricción impuesta por la justicia española era injustificada. Cito: “La decisión de acusar a los autores del delito de rebelión que comportó automáticamente la suspensión de sus funciones públicas antes de una condena penal” incumple los requisitos del pacto; en concreto, estas restricciones del ejercicio de funciones de representatividad pública deben basarse en disposiciones legislativas “que sean razonables y objetivas”. La decisión enfatiza que para “las suspensiones de funciones públicas impuestas antes de la existencia de una condena, los estándares necesarios para la compatibilidad de estas suspensiones con el Pacto son, en principio, más estrictos que los que se aplican después de la existencia de una condena”. El artículo del reglamento del parlamento que permitió la suspensión automática de la presidenta Borràs es, en mi opinión, incompatible con los estándares de protección internacional establecidos por el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Y el caso, un caso de ‘lawfare’ por las razones expuestas.

*Catedrática de derechos humanos en el Graduate Institute of International and Development Studies, Ginebra.

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