Una vuelta didascálica por la ‘Ilíada’

“¡El desenlace de la guerra lo determina la fuerza de los brazos! ¡Es en la asamblea donde mandan las palabras! ¡Por eso no conviene que nos alarguemos hablando, sino que tenemos que luchar!”, dice Patroclo a Meríones en la ‘Ilíada’ (XVI, 630). En la guerra se vence al enemigo con la fuerza, el coraje, las lanzas, los arcos y las espadas; en la asamblea, en cambio, prevalece el uso de la palabra (Aquiles, principal de los héroes griegos, se encuentra con dificultades en la asamblea) para resolver las luchas intestinas. Por otro lado, cuando en las propias filas haría falta un clima de paz y concordia, los héroes homéricos se pelean por prevalecer a toda costa, sea sobre el enemigo sea sobre los compañeros, o por reivindicar derechos negados, como el mismo Aquiles frente a Agamenón. En toda la ‘Ilíada’ soplan vientos de guerra, no sólo por la bronca entre griegos y troyanos, sino entre los mismos griegos, que litigan de continuo, a veces con soluciones nefastas. ¿Les suena?

El ejército griego reúne fuerzas de diversas regiones, políticamente autónomas, pero ligadas por una lengua y una cultura comunes. El caudillo supremo –Agamenón, “rey de reyes”– no dispone del poder por su valor militar (inferior, por ejemplo, al de Aquiles); convoca la asamblea –un ámbito institucionalizado, donde se reivindican los derechos propios y se afianzan los propios méritos–, pero no puede imponer sus propuestas (no dispone de instrumentos de represión); en consecuencia, el resto de caudillos pueden discutírselo y, si es necesario, rechazarlas en beneficio de otras más adecuadas, aunque las responsabilidades últimas recaen sobre Agamenón, que ha causado la división entre los demás caudillos, se encuentra en una posición débil y pone a los suyos en peligro de ser derrotados. ¿Les suena?

El poder militar griego se funda, pues, en la dialéctica entre mandar y discutir. En la asamblea, hay oradores institucionales (Nèstor), populares (Odiseo), o plebeyos (Tersites): las propuestas deben validarse por consenso, y, tras discusiones violentas, y a veces devastadoras, el parecer más sensato es aceptado por cada uno individualmente, con todo el peso y todas las responsabilidades. Ojalá aquí pudiéramos decir esto mismo. El debate político en la asamblea no debe trasladarse a la táctica militar: en el campo de batalla, debe prevalecer la unidad. ¿Les suena? Alineadas una tras otra, las falanges griegas van al combate en silencio, sin detenerse, respetando las órdenes recibidas como un solo hombre. Ojalá aquí pudiéramos decir esto mismo. Cuando Agamenón convoca a los caudillos para comunicarles la decisión de abandonar la empresa y volver a casa, el joven Diomedes lo desaprueba, protesta contra la autoridad del caudillo supremo y se impone a la asamblea. Hay lugares donde los jóvenes son dejados a merced de la justicia enemiga. Para superar la discordia entre Agamenón y Aquiles, se convoca a cenar a los ancianos, en espera de que tomen la solución más sensata. Hay sitios donde los ancianos deben formar parte de una Asamblea de Representantes para ser escuchados. ¿Les suena?

La supremacía militar no manda entre los griegos, sino el criterio justo, el triunfo de la racionalidad, capaz de contravenir los deseos de los propios dioses. Para que los caudillos puedan evaluar mejor las aportaciones de sus respectivas huestes, los griegos entran en combate por fratrias y tribus separadas. Ahora bien, ante el desafío individual del temible troyano Héctor, sufren: refutar el reto les es una afrenta, pero aceptarlo les atemoriza (Menelao los trata de “aqueas”, en lugar de “aqueos”, pero el rey de Esparta era un machista de manual). El miedo colectivo de los líderes deberá superarse eligiendo uno entre nueve voluntarios. ¿Les suena?

El ejército troyano consta de una coalición de varias etnias que no pueden dialogar, la comunicación entre ellas se hace mediante señales –como si fuera un boletín oficial del Estado, ya me perdonarán– que cada caudillo transmite a sus gentes. El sistema de poder troyano es centralizado; la estructura, autárquica y patriarcal, confiere al jefe militar –Héctor– poder de decisión omnímodo; los subalternos no deben discutir con el jefe supremo ni en la guerra ni en la asamblea; ésta no tiene una función consultiva, sino que a menudo es el lugar –las puertas de palacio– donde recibir las órdenes emitidas por la casa real. ¿Les suena? Cuando Aquiles vuelve al campo de batalla y Polidamante exhorta a los troyanos a encerrarse en la ciudad para evitar el choque frontal, la asamblea no le escucha: la decisión, tan indiscutible como errónea, incumbe a Héctor, que es aclamado como un Aznar cualquiera a raíz de la invasión de Irak. La autoridad indiscutible, que no respeta el justo equilibrio entre fuerza y lógica, entre brazo y palabra, llevará a los troyanos a la derrota. ¡Que el tiempo lo haga más que nosotros!

Nos encontramos, pues, ante dos dinámicas: por un lado, la de un pueblo contencioso, que aborda dialécticamente cualquier parecer (Odiseo se opone a Agamenón después de que éste proponga huir cuando los troyanos han hundido el muro levantado por los griegos) pero que actúa unido y silencioso en la batalla. Ojalá aprendamos. Por otro lado, existe un ejército que obedece las órdenes del caudillo supremo, pero que no tiene cohesión étnica: en términos contemporáneos, tiene fuerza pero no se ha hecho nación. ¿Les suena?

La guerra de Troya no se presenta en la ‘Ilíada’ como un encontronazo entre civilizaciones distintas. Los troyanos no son bárbaros, aunque se alíen con quien haga falta, bárbaros incluidos, para frenar a los griegos; por el contrario, los excesos se encuentran entre los griegos, que pueden destrozar a los enemigos capturados vivos o desfigurar sus cadáveres. Hoy diríamos que el Estado español presenta dos caras: la formalmente griega y la profundamente troyana. Entre griegos y troyanos no existen diferencias culturales sustanciales, aunque una lectura idealista de huella alemana ve a la ‘Ilíada’ como la celebración del triunfo definitivo de la civilización griega sobre Asia. Los europeos siempre dando vueltas entre Oriente y Occidente. Pero, en la ‘Ilíada’, Troya es presentada como una ciudad helénica –Homero era jónico, y barría hacia casa–, donde, al igual que en el Ática, las mujeres llevan el velo de Atenea y no se rebelan; por otra parte, los troyanos descenderían míticamente de Zeus, padre de Dárdano, fundador de la casa real de Troya. Las diferencias radican en la dislocación espacial de raíz mítica: Troya pertenece al reino de la luz y de la riqueza, con Apolo de protector, y los griegos, protegidos de Hera y Atenea, divinidades telúricas, van ligados al reino de la noche y de la tierra, que deben rasgar las tinieblas con la ayuda de la inteligencia para sobrevivir. ¡Qué no daríamos por ser de noche troyanos y de día griegos!

En la ‘Ilíada’, el pueblo griego se encuentra dividido y disgregado políticamente, pero se reconoce en una tradición mítica, una religión, una lengua, y una praxis de luchas compartidas (¿les suenan “Els segadors”, “La balanguera”, “La muixeranga”?); cada vez que se reúne, debe abordar conflictos: la unidad es ansiada, pero casi imposible alcanzar. Son aqueos, dánaos o argivos, una nación paradójicamente articulada en muchas naciones. Ahora lo llamamos países. Y, en estas condiciones difíciles, en el pesado tributo que han tenido que pagar para conservar su autonomía, han podido derrotar a ejércitos a veces notablemente superiores desde el punto de vista numérico. ¡Que el tiempo vuelva a hacer más que nosotros!

Cuando lleguen los persas, estaremos ante los bárbaros de verdad: los griegos, que combaten cuerpo a cuerpo, no son sujetos de señor alguno. Estamos, pues, ante dos concepciones de la política y de la libertad: los griegos defienden la democracia y la libertad individual como característica esencial de su cultura, pero no hacen estado (si acaso, un “estado de juerga”: ¿les suena?). Los persas, en cambio, sostienen la superioridad del gobierno monárquico respecto a la democracia y viven bajo un “estado protector”, con la autoridad indiscutible de un jefe supremo. ¿Les suena?

Baraja y elige, lectora, que diez años no son nada.

PS1: No son tiempos de ‘peix al cove’ (‘pez al cesto’), como dicen algunos, sino de zurcir las redes para que el pececillo que nos dan no se escurra por los agujeros. (Nota del traductor: normalmente ‘peix al cove’ se traduce al español como ‘pájaro en mano’, pero entonces la expresión de Julià de Jodar pierde su sentido)

PS2: Yo también estaba allí.

VILAWEB