En los confines de la Hungría rural, durante la Segunda Guerra, un chico de ocho años participa como batidor en una partida de caza (los batidores son los campesinos pobres que marchan delante de los cazadores, agitando con una vara los pastos altos para que las aves remonten vuelo y los cazadores les disparen). El chico no es húngaro ni campesino, pero igual cumple sumisamente su papel; se impide soñar con un futuro “sin perros ni señores ni cuernos de caza” mientras azota los pastos, tal como horas más tarde cantará con la mente en blanco “Pastores a Belén” y el himno húngaro en el coro de la escuela, y al volver a casa tranquilizará a su madre: nadie ha sospechado nada tampoco hoy. El chico en cuestión se llamaba Danilo Kis y había nacido del otro lado de la frontera, en Yugoslavia, donde vivían su padre húngaro y su madre montenegrina, pero el padre también era judío y lo descubrieron: logró zafar por un pelo de la matanza de Novi Sad y cruzó con su familia a Hungría, pero allá lo mandaron a Auschwitz. La madre logró bautizar de apuro al hijo y hacerse pasar por católica aunque era ortodoxa; sólo así pudieron sobrevivir, camuflados como campesinos, hasta que llegaron los rusos.
Volvieron a Yugoslavia, a casa de un hermano de la madre que era historiador. Todo lo que Kis había aprendido en la escuela sobre el milenario enfrentamiento entre húngaros, montenegrinos y serbios, su tío se lo mostró de manera inversa. También le mostró otros equívocos: por ejemplo que, para la ley judía, la sangre la transmite la madre, o sea que el joven Danilo no era suficientemente judío, tal como no era suficientemente serbio para sus compañeros cuando entró a estudiar letras en la Universidad de Belgrado. Medio judío, medio húngaro, medio serbio, medio montenegrino, con una habilidad endiablada para los idiomas que debía disimular en un entorno cada vez más indisimuladamente nacionalista (ya hablaba alemán, ruso y francés, además de húngaro y serbio), Kis no tenía lugar en el mundo hasta que se abrió la carrera de literaturas comparadas: no sólo fue el primer egresado de la carrera, era como si la hubieran inventado para él. En aquellas aulas desangeladas, de espaldas al provincianismo de su país, Danilo Kis pudo leer como un privilegiado: autores rusos que estaban prohibidos en Rusia, autores judíos centroeuropeos evaporados del mundo por los nazis que Occidente no había llegado a conocer, incluso autores remotos que las autoridades consideraban ocioso traducir al serbio, como un argentino llamado Borges.
Ya con su tesis había levantado polvareda (sostenía que Guerra y Paz habría sido mejor libro si Tolstoi se hubiera basado no sólo en documentos militares rusos sino también en documentos franceses para contar cómo derrotaron a Napoleón), pero fue Historia universal de la infamia el libro que le hizo entender cómo escribir, y que lo condenó. Tan fascinado con el mecanismo como exasperado con el título, Kis obedeció la consigna de Borges (“Todo libro que no encierra su contralibro es un libro incompleto”), pero su contralibro retrataría no la mera infamia de diferentes individuos a lo largo de la historia sino la cara infame de un siglo, el suyo. Y la infamia de su siglo eran los campos. Kis ya había escrito un par de libros veladamente autobiográficos, sobre su infancia y sobre su padre (es decir, sobre Auschwitz); le quedaba el gulag. Eligió uno de sus aspectos menos conocidos: el Komintern, esos extranjeros que amaron tanto la revolución que dejaron todo por ella, y la revolución se los devoró. Una tumba para Boris Davidovich cuenta, a través de siete historias de anónimos “buenos bolcheviques” de distintas nacionalidades (irlandeses, españoles, alemanes, ucranianos, polacos) que terminaron fusilados o enviados a Siberia, la aciaga historia de la Internacional Comunista.
Kis usó documentos de época tal como Borges usaba las enciclopedias: copió, deformó, extrapoló, sacó relatos enteros de meros datos y descripciones, y les dio tanta vida que la Unión de Escritores de su país le exigió que revelara las fuentes históricas, y cuando él explicó su procedimiento (“Existe un escritor llamado Borges. Existe un escritor llamado Kafka”) lo acusaron de “infectar la realidad socialista con perniciosas prácticas foráneas”, y cuando él demostró que cada uno de los personajes y situaciones de su libro eran reales, que en algunos casos se había limitado a repetir palabra por palabra ciertos testimonios o simplemente a unir dos textos de proveniencia distinta, se usó eso como evidencia de que el libro era nada más que “un collar de perlas robadas”, y con ese título (y el subtítulo “Una tumba para Danilo Kis”) tuvo lugar el defenestramiento público del autor desde todas las revistas y los diarios y hasta la tevé yugoslava. El caso terminó en los tribunales. Kis se encargó él mismo de su defensa, dijo que lo haría literariamente porque era el único terreno en que aceptaba discutir el tema, y le leyó al tribunal un libro entero que escribió para la ocasión titulado La lección de anatomía, porque en él pondría su Boris Davidovich sobre la mesa de disección para desmembrarlo y explicar qué era cada víscera, tal como hacía el doctor Tulp en el cuadro de Rembrandt de ese título. “Si engañar al lector es hacerle creer lo que está leyendo, es imperdonable que se me pida que lo desengañe”, decía Kis. Y procedía a desarmar a los ojos del lector aquel artefacto que tanto se había esmerado en armar, explicando qué función cumplía cada pieza, sintiéndose un mago que decepciona a su audiencia revelando cómo funcionaban sus trucos, cuando en realidad estaba ofreciendo una lección magistral de literatura.
Kis ganó el juicio, pero debió enfrentar una demanda por libelo que le hicieron los dos capitostes de la Unión de Escritores, cuyos libros había destripado con gozosa impiedad en el proceso de explicar cómo funcionaba el suyo (“Si me voy a desnudar yo, desnudémonos todos”). También salió airoso de ese juicio, pero para entonces el aire de su tierra le resultaba irrespirable. “El único país del que me siento nativo y habitante es la literatura”, dijo cuando se instaló en Francia. Tenía cuarenta y cuatro años, le quedaban diez de vida. Escribía con las ventanas cerradas de su departamentito de París porque si las abría escuchaba el lamento de los desterrados. Alcanzó a escribir dos libros más; uno llamado Enciclopedia de los muertos y el otro Laúd y cicatrices, las únicas cosas que le importaron en la vida: los muertos, las enciclopedias, los laúdes y las cicatrices. Entre sus papeles póstumos encontraron uno que decía: “Ahí va un escritor centroeuropeo, un escritor sin país, miren el peso terrible que arrastra, musical y lingüístico, miren el piano y el caballo muerto que carga sobre sus hombros junto con todo lo que se tocó en ese piano y todo lo que cargó ese caballo en tiempos de batalla y de derrota, estatuas de mármol, barbados bustos de bronce, cuadros en barroco marco, palabras, imágenes, melodías que nadie puede entender desde afuera de ese idioma”.
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