La hija heredera del rey de España ha visitado la colonia y, dicen -no me ha parado a escucharla-, que ha tenido el gesto de hablar catalán con buen acento. Será una chica aplicada, aunque al serle el catalán una lengua de imposición, como diría su abuelo, ya podemos imaginarnos qué cariño le llegará a tener. Sea como fuere, sin embargo, el gesto estaba pensado para ser políticamente eficaz, y vale la pena desvelar sus intenciones de fondo para no quedarnos en la anécdota. La pregunta es, ¿por qué la monarquía nos habla catalán?
En una larga entrevista que tomó forma de libro publicado en catalán en 1994, ‘Para una sociología reflexiva’, el sociólogo Pierre Bourdieu dice: “Tomemos, si se quiere, el ejemplo de la comunicación entre colonos e indígenas en un contexto colonial o poscolonial […]. La primera cuestión que se plantea es saber qué lengua van a utilizar. ¿Acaso el dominador adoptará la lengua del dominado como seña de su deseo de igualdad? Si lo hace, hay muchas posibilidades de que esta actitud tome la forma de lo que llamo una estrategia de la condescendencia: abdicando temporalmente y de forma ostentatoria de su posición dominadora, simulando que se pone al nivel de su interlocutor, el dominador aprovecha de todos modos su relación de dominio, que sigue existiendo, negándola”.
Pues bien: el análisis que hace Bourdieu se ajusta con toda precisión al caso que consideramos. La tal princesa, representante de una monarquía que se comporta como un lobo con los catalanes, ahora viene disfrazada con piel de cordero para la ocasión, y nos habla catalán recurriendo al mecanismo de la negación simbólica. Es decir, se propone conseguir el reconocimiento del poder que tiene, justo disimulándolo. ¡Le debe venir de familia eso de buscar el doblegamiento de la plebe haciéndose el campechano! Un mecanismo, por cierto, que es exactamente el mismo que utilizó el presidente Pedro Sánchez cuando vino al Liceu a hablar de reencuentro, de concordia, de entendimiento y diálogo, enmascarando con su tono condescendiente que es él quien tiene el poder, que es quien nos puede perdonar la vida –literalmente, con un indulto–, quien puede convocar o no la famosa mesa y decir de qué se puede dialogar y de qué no, y con tanto disimulo conseguir ser aplaudido por una concurrencia dispuesta a la genuflexión. Ya se ve que todos son de la misma vieja escuela del conde de Olivares.
Sin embargo, para completar el marco de lo que es una relación colonial de dependencia, cabe señalar que a la estrategia de la condescendencia del dominador le corresponde la respuesta del dominado, también suficientemente conocida en Cataluña, de querer congraciarse. Es el síndrome del ‘Tío Tom’, y que aquí llamamos “ir a hacer pedagogía” a la metrópoli, para hacernos querer y ver si así el dominador se muestra algo más clemente en el trato. Es lo que ahora vuelve a organizar la delegada del gobierno de la Generalitat en Madrid, quizás para convencer a España de que tenemos suficiente buena música y literatura como para merecer la autodeterminación…
Lo que hay que entender, en definitiva, es que al margen de las intenciones y percepciones subjetivas, y vuelvo a Bourdieu, “todo intercambio lingüístico contiene la virtualidad de un acto de poder y más en la medida en que implica a agentes que ocupan posiciones asimétricas […]”. Y, por tanto, debemos saber ver que cuando nos habla una representante de la monarquía y nos hace un discursito, por amable que parezca, habla todo el marco de relación colonial, la historia de dependencia económica, de humillación política y de desprecio cultural que esa relación arrastra. De modo que si la monarquía española quiere ahora esconder las garras que nos enseñó el 3 de octubre del 2017 enviándonos un representante con la piel de cordero de unas palabras en catalán bien pronunciadas, que sepa que somos muchos los que ya no nos lo tragamos.
ARA