Nuestro gran metafísico Juan de Mairena escribió lo siguiente sobre los relojes y la “ilusión de inmortalidad” a ellos aparejada: “Convencido el hombre de la brevedad de sus días, piensa que podría alargarlos por la vía infinitesimal, y que la infinita divisibilidad del espacio, aplicada al tiempo, abriría una brecha por donde vislumbrar la eternidad”.
Mairena evocaba la famosa paradoja eleática del velocísimo Aquiles y la inalcanzable tortuga, tratando de responder a la intrigante cuestión de por qué los hombres miden el tiempo. Lo medimos -dice- para tratar de escapar a él, y ello a partir de la absurda creencia de que, así como no se avanza ni un paso en un espacio bien medido, “una hora bien contada no se acaba nunca de contar”.
Pensamos con razón en las consecuencias antropológicas del “giro copernicano” y del descubrimiento del lugar periférico del ser humano en el universo. Pero rara vez pensamos en la trágica expansión del tiempo geológico que sacudió la conciencia humana hace apenas dos siglos. Hasta entonces los cristianos europeos habían vivido en un hogar temporal bastante protegido y acogedor.
En 1650 el arzobispo irlandés James Usher -basándose naturalmente en la Biblia- había datado la expulsión de Adán y Eva del Paraíso el 10 de noviembre de 4004 (a. de C.) y la creación del mundo 19 días antes, a las seis de la tarde del sábado 22 de octubre del mismo año. El mundo era joven y mentalmente manejable; en ese tiempo corto de entre 3.000 y 6.000 años -según las fuentes- solo cabía el hombre; y solo cabía un hombre tallado de un solo golpe y para siempre.
Como sabemos, en esa angosta duración no había bastante sitio para la evolución darwiniana con sus lentos trabajos de especiación y por eso Darwin sintió un gran alivio, y enseguida una cierta frustración, cuando lord Kelvin, en 1862, calculó la edad de la Tierra… entre 24 y 400 millones de años. De pronto la humanidad, desplazada ya en el espacio, quedaba confinada también en un rinconcito del tiempo, con un espesor inconmensurable a sus espaldas. ¿Puede imaginarse este vértigo cronológico que aún no hemos superado?
El darwinismo obtuvo en el siglo XX lo que necesitaba para validar sus tesis y hoy la edad de la Tierra se cifra en torno a los 4.500 millones de años. Hace solo 560 millones, durante la explosión cámbrica, aparecieron la mayor parte de las especies conocidas. Hace solo 65 millones desaparecieron los dinosaurios, que dominaron nuestro planeta durante el corto suspiro de 100 millones de años. El homo sapiens, en la puntita del arbusto bacteriano, ha cumplido quizás 200.000. La “historia” cuenta 15.000. La vida de un individuo, en el mejor de los casos, dura un siglo. ¿Sorprende la voluntad de este individuo, aplastado por semejante duración geológica, de escapar al tiempo midiéndolo hacia abajo?
¿Qué quiere decir hacia abajo? Quiere decir escapar, como sugiere Mairena, “por una brecha”. O lo que es lo mismo: metiendo la cabeza y luego todo el cuerpo en un segundo. El problema es que, por debajo de un segundo, la obsesión de medir se precipita en un abismo en todo comparable al geológico y solo computable para la tecnología, la cual desgrana unidades cada vez más pequeñas, inasibles para la conciencia humana, en las que el cuerpo se deshace como una pastilla de jabón.
“Una hora bien contada”, como dice Mairena, “no se acaba nunca de contar”. Sería bien absurdo perder la hora que me otorga la amada contando la hora que paso con ella; la única manera de ganar esa hora sería precisamente no contarla, ocupados más bien en contar dedos y pechos y piernas y brazos. Pero ahora todas nuestras horas, no importa qué hagamos o con quién estemos, “están bien contadas”.
¿Quién las cuenta? Esa es la cuestión que justifica este largo exordio metafísico. No somos los individuos los que medimos el tiempo; los individuos somos más bien unidades temporales “contadas” por un totalitario reloj social.
Pensemos en los millones de operaciones financieras que escanden los mercados, en la velocidad de nuestros transportes, en la circulación de nuestras imágenes, pero también en las trenzas rápidas y líquidas de las redes tecnológicas. Desde hace dos décadas estamos viviendo, como formidable ruptura antropológica y, si se quiere, cósmica, el desplazamiento de la explotación capitalista, con su vocación de infinito, del espacio al tiempo; es decir, de la producción al consumo.
El capitalismo extrae cada vez más riqueza del tiempo de ocio -también de la conciencia misma y de sus flujos conectados a redes tecnológicas- y esto determina la conformación de un sujeto sin tiempo, porque él mismo es solo un granito descontado en el reloj de arena del mundo. “La hora bien contada” ya no es nuestra, ni siquiera de nuestra angustia vital, sino del nuevo “tiempo geológico”, el de las sociedades capitalistas altamente tecnologizadas en las que todo el tiempo se pierde en medir el tiempo o en agotarlo hasta el extremo imposible de su unidad más pequeña. Por la brecha del cómputo capitalista -trabajo y ocio- se nos va la vida.
Nos da miedo mirar hacia atrás, donde el espesor cronológico se pierde en el abismo de las estrellas, pero nos da también miedo mirar hacia abajo, donde el “ocio proletarizado” -según la expresión de Bernard Stiegler- acorta tanto nuestra existencia que las horas, y con ellas nuestros cuerpos, se quedan en minutos, luego en segundos, luego en microsegundos, luego en nanosegundos, hasta que nuestra vida entera, prolongada por la medicina, dura menos que un parpadeo. Hemos pasado ya. Somos el segundo que mide las ganancias de Facebook. La amada no nos espera.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 56, MAYO DE 2018