Una convivencia de siglos

En una de sus previsibles arengas contra el soberanismo catalán, posteriores a la declaración del 9-N, Mariano Rajoy ha evocado una serie de causas que, según él, justificarían la supresión de la voluntad del pueblo catalán expresada en el Parlamento. Quizá la más pintoresca fue la de hablar de una “convivencia de siglos” que el proceso de creación del Estado catalán, según él, rompería. De hecho, lo que hace cada intervención del presidente español es confirmar a los catalanes que, efectivamente, hemos votado y obrado correctamente en los últimos meses. Al contrario que David Cameron, que en todo momento intentó ponerse en la piel de los escoceses y, al menos, recordar los aspectos positivos -según él- de la unión, Rajoy hace gala de los argumentos más antihistóricos y negacionistas por imponerse. Y digo negacionistas con pleno conocimiento del término, no quiero banalizar nada.

Quien habla de “convivencia” para describir la presencia de Cataluña dentro de España, está practicando el negacionismo puro y duro. Está negando una verdad histórica que tiene flagrantes pruebas y episodios en cada década de los últimos cuatro siglos. Pruebas presentes en los archivos, como desenterraron mejor que nadie personas como Antoni de Bofarull, Josep Benet y Francesc Ferrer. Pruebas presentes en la sociedad catalana, donde el estallido soberanista mayoritario no ha sido obra ni de Mas ni de ninguna manipulación de la opinión pública, sino una lenta y madura toma de conciencia en torno del único camino que le quedaba para sobrevivir al país. ¿Lo sabe Rajoy? Seguramente. ¿Actúa meramente desde el cinismo y el afán electoral? Seguramente. Pero hay que analizar fríamente la mentalidad de la que nace este síndrome. En este sentido hay dos hechos objetivos que pude constatar durante alguno de los viajes de la Comisión de la Dignidad a Salamanca en la etapa Aznar. Primero: la imposición de la voluntad de un nacionalismo invasivo empieza por la anulación del sentido crítico propio. “La verdad es la primera víctima de las guerras”, dice el dicho. ¡Por supuesto que lo es! Es lo que se denuncia cada año en el valiente Día castellanista de Villalar: la primera víctima del imperialismo castellano es el propio pueblo castellano y sus agregados (como Rajoy que es gallego o Rivera que es de La Garriga).

El segundo dato sobre este síndrome nos lo aporta el profesor Henry Ettinghausen en su libro sobre la prensa castellana del tiempo de la guerra de ‘els Segadors’ en el siglo XVII. Presentarse como “víctimas” es un recurso vital de los pueblos invasores. Así mueven el odio de los propios contra la auténtica víctima seleccionada. Es lo que hizo el conde duque de Olivares contra Cataluña ayer. Es lo que hace Rajoy contra Cataluña hoy. De hecho es el mismo síndrome que lleva al paroxismo su alumno predilecto, Albert Rivera, cuando va a Extremadura para pedir perdón, en nombre de los catalanes, por “insolidarios” [sic] y, por consiguiente, por habernos resistido a la agresión. Un tertuliano recordaba, estos días, que Vidkun Quisling también pidió perdón a los alemanes, en 1941, por la resistencia de sus conciudadanos noruegos…

El análisis de esta realidad nos debe infundir seguridad, confianza y esperanza en el futuro. Rajoy no tiene otra arma que la amenaza, la incultura y la coerción para tratarnos. Ningún argumento, ningún gesto de comprensión. Sólo un ánimo de suprimirnos. ¿Cómo quieren que, en pleno siglo XXI, un pueblo europeo acepte seguir dentro de una cárcel constitucional que impone un Tribunal presidido por un militante de un partido heredero de Franco? ¿Quizás PSOE y Ciudadanos nos auguran una posibilidad de marco estatal democrático alternativo a éste? ¡En absoluto! Simplemente hacen de claque de Rajoy. Son los indicadores perfectos, pues, para legitimarnos a la hora de poner fin a “tres Siglos de convivencia” lamentables y buscar un Estado que nos permita la supervivencia.

EL PUNT-AVUI