Un virus contra nuestro tiempo

Es comprensible y muy razonable que la preocupación por las consecuencias de la pandemia se centre, antes que nada, en las cuestiones de salud pública y, apenas unos instantes después, en la derrota económica. Sin embargo, la profundidad del impacto de COVID-19 también trastorna las estructuras espaciales y temporales sobre las que se soportan las rutinas que conforman nuestra cotidianidad y desmonta los marcos mentales que sostienen nuestra concepción del mundo y de la vida.

Que la pandemia ha afectado nuestra relación con el espacio se ha hecho visible desde el primer momento. Conceptos como los de ‘confinamiento’ o ‘distancia social’ se han abierto un lugar principal en una experiencia cotidiana en la que sólo había definidas situaciones excepcionales y extremas. Los nuevos hábitos han forzado cambios en la manera de relacionarnos -cómo nos saludamos, cómo ocupamos el espacio público, en la aparición de fronteras territoriales desconocidas-, e indican claramente la dimensión bíblica de esta plaga.

En cambio, no ha sido tan perceptible hasta dónde llega la transformación que la pandemia ha impuesto a los marcos de comprensión temporal. Ha habido cambios que han afectado muy claramente nuestro orden temporal más sensible. En primer lugar, los horarios cotidianos. Con perspectiva habrá que estudiar dónde se han producido y si tendrán efectos duraderos. Pienso, por ejemplo, en la desigual distribución de las tareas de mantenimiento y cuidado domésticos, que el confinamiento puede haber hecho más insostenible. En segundo lugar, están las transformaciones en la organización del trabajo. Acostumbrados a trabajar por horas, de repente la cantidad de tiempo ha perdido valor junto a aspectos ligados a la calidad: la intensidad, la concentración, la adecuación del espacio, la especificación de objetivos o la toma de conciencia del tiempo perdido en los desplazamientos o en las comidas fuera de casa. Y, además, la pandemia ha trastornado aspectos temporales sumamente relevantes desde el punto de vista simbólico para el mantenimiento del sentido comunitario como son la suspensión de los espectáculos, las fiestas populares o las celebraciones rituales, muy particularmente las de expresión del duelo.

Pero, más allá de este impacto en nuestro orden temporal cotidiano, hay transformaciones más de fondo que, en muy buena parte, explican la aparición de malestares sociales profundos y de ansiedades personales no siempre fáciles de soportar. El origen de todo ello, por decirlo brevemente, es que las estructuras temporales de la sociedad moderna se sostienen sobre la idea de la previsión. Es decir, de la posibilidad de anticipar el futuro y planificarlo. Desde lo más aparentemente trivial, como decidir dónde haremos vacaciones, hasta lo más trascendental, como, por ejemplo, establecer un lugar definitivo de residencia, orientar un futuro profesional o aventurarse a tener hijos.

Las consecuencias en todos los ámbitos de la vida social son brutales. Hay retornos instintivos a comportamientos premodernos, que abandonan la previsión para recuperar el tradicional aprovisionamiento -ahora de alimentos, de papel de inodoro, tal vez de dinero en efectivo…-. Hay irritación -a menudo injustificada- por el hecho de que los gobiernos no actúen con una previsión que ni la ciencia médica ni los modelos matemáticos -con sus propios desacuerdos y contradicciones- son capaces de facilitar. Abunda la pseudoinformación que se gusta de exagerar la incertidumbre y que no es capaz de prestar atención a las, todavía, fortalezas sociales. Y crece la demanda de autoritarismo como fuente de seguridad y, simultáneamente, la indisciplina social que se manifiesta en el confort de un ‘carpe diem’ sin mañana.

Nuestro presente -lo que hacemos, cómo lo pensamos, el sentido que le damos- se tambalea debido a esta angustiosa imposibilidad de imaginar el futuro. La pandemia agrieta radicalmente los fundamentos de la modernidad. Y esta es la herida más profunda que se está produciendo en nuestra concepción del mundo y nuestro sentido de la vida. Y, en este caso, no nos podemos consolar con eso de que “el tiempo lo cura todo”…

ARA