Un vieja obsesión, un mal olor

Esto era ya hace muchos años, quizá cerca de veinticinco, que con Eliseu Climent y el abogado Rafael Mansanet salimos del metro de Madrid en la estación Nuevos Ministerios, presididos por la estatua ecuestre del general Franco cuando el PSOE ya hacía varios años que gobernaba. Admirable sentido de la historia: salías del metro, y te encontrabas el caudillo a caballo. Entramos en el edificio del ramo de los transportes y comunicaciones, o algún nombre ministerial similar, y el personal debía estar haciendo la larga pausa del café, porque parecía todo medio desierto. Pero, desierto y todo, ese era un espacio donde el poder del Estado flotaba en el aire de los pasillos, escaleras y salones. Finalmente, nos recibió el señor ministro, José Barrionuevo, después conocido por otros asuntos también relacionados con el poder de quien tiene el poder, y hablamos del caso que nos ocupaba. El caso era, ya entonces, la recepción de TV3 en la Comunidad Valenciana, a través de los repetidores de Acció Cultural. Una cuestión de Estado, según parecía, y según las informaciones que el ministro había recibido de Joan Lerma, presidente de la Generalitat Valenciana. El resultado de la conversación, en forma de respuesta y de decisión ministerial, fue la presencia de la Guardia Civil en el repetidor de Castellón, y el cierre manu militari de las modestas instalaciones.

Las volvimos a conectar subrepticia y clandestinamente, el presidente Pujol hizo alguna gestión personal y enérgica, y así pasaron los años. Alternando indiferencia y amenazas en tiempos del insigne estadista de Cartagena y honestísimo político Eduardo Zaplana. Recibiendo promesas engañosas del ministro José Montilla, y la activa pasividad del ministro Joan Clos, ambos supuestamente amigos. Y después soportando la hostilidad declarada, inmutable, represiva y mortal del señor Camps y sus colegas de gobierno y de partido. El desprecio y la indiferencia de unos, la violencia de unos y otros. Antes, en medio y ahora: debe ser una de las pocas constantes del último cuarto de siglo. Ahora la amenaza odiosa ha llegado hasta los últimos proyectos de destrucción, y hasta las declaraciones de la señora Sánchez de León, portavoz de nuestra Generalitat: dice, con gesto de desprecio y de burla, que en el País Valenciano lo de TV3 sólo interesa dos o tres mil personas. Pero son decenas de miles las que han salido ya a la calle (espontáneamente, se lo aseguro), y cientos de miles los que firmaron la iniciativa legislativa popular (sin apoyo de los populares del PP, ni de los socialistas del PSOE).

Se trata, pues, de una obsesión antigua y permanente: que los valencianos no puedan ver la televisión catalana, que el ferrocarril entre Valencia y Barcelona continúe ahogado por una vía única de hace siglo y medio (debe ser la única de Europa occidental), que la lengua común, en el País Valenciano, no sea ni común ni respetada ni usada por los grandes políticos. Pasan ministros, pasan gobiernos, pasan partidos. La obsesión es la misma. El resultado, en esa materia de las televisiones, es una persecución metódica, incesante y brutal, que dura ya un cuarto de siglo. La dedicación persecutoria de Joan Lerma, una inútil visita al ministro Barrionuevo, repetidores de televisión cerrados por la fuerza armada, todas las estaciones de un calvario interminable, hasta la ejecución de la sentencia de muerte. Es la aplicación continuada de una antigua hostilidad irracional. O perfectamente racional y comprensible: el viejo anticatalanismo español, en su miserable y patética versión valenciana. El desprecio, la prepotencia violenta de unos y otros. Ahora, esta hostilidad inalterable, histórica, es obra sobre todo del señor Camps y de sus colegas de gobierno y de partido. Será que el simple intento de querer ver una televisión pública vecina, la catalana, es un atentado a la salud de la población, un peligro de contagio, un riesgo de enfermedad, o vete a saber qué, ante el que hay que mostrar contundencia autoritaria y, si puede ser, la más alta eficacia destructiva.

También para el gobierno español la idea parece nefanda, y por eso bloquearon (con intervención personal de la señora De la Vega, valencianísima) la tramitación de una ILP con más 650.000 firmas, en prueba de profundas convicciones democráticas. Y las multas administrativas y arbitrarias que impone Francisco Camps, valenciano ejemplar por tantos conceptos, llegan ya a cantidades tan inauditas y brutales que sólo se entienden si lo que buscan es la aniquilación total del enemigo, destrucción física incluida. Porque se trata, en último extremo, no sólo de impedir la recepción de la televisión catalana, sino también y sobre todo de destruir la entidad cívica que mantiene y hace posibles los repetidores, y que es a la vez el núcleo y el emblema visible de toda una concepción de la cultura y la lengua comunes: se trata de destruir Acció Cultural del País Valenciano, con todo lo que es y representa. Todo junto, esta larga historia me llena de tristeza, y de un profundo sentimiento de repugnancia.

Muy a menudo, yendo por tierras de Cataluña o de España, me preguntan “cómo van las cosas” en el País Valenciano, y si es cierto todo eso que de vez en cuando leen en los periódicos. Eso que ustedes leen en los diarios es cierto, contesto invariablemente, pero es sólo una parte de la verdad. Porque la verdad completa es mucho peor: la mayoría de los valencianos viven en un mundo de falsedades brillantes, en una sociedad de espectáculos inútiles y carísimos que halagan vanidades estúpidas, de fracasos profundos en economía, finanzas, política, moral pública, ética y estética. Las cosas, pues, no van bien: en realidad, incluso mucho peor de lo que parece. Algo, mucha cosa, huele a podredumbre, en Dinamarca, como escribía Shakespeare, y parece que muchísima gente no encuentra desagradable el olor. Esta es la tragedia, no sé si la del “ser o no ser” de Hamlet , la del Rey Lear o la del moro de Venecia. Es como el olor insoportable que producían nobles y reyes de siglos pasados, que no se lavaban nunca, y la cubrían rociando con perfumes intensos. Algo huele mal, y la causa del hedor es profunda y extensa. Lo más alarmante y peligrosa, sin embargo, no es la podredumbre y el mal olor: es el perfume aparentemente agradable que la disimula. La colonia sobre la suciedad, el desodorante con aroma de lavanda, y el buen pueblo del buen país caminando feliz hacia la ruina, entre los efluvios de perfume sintético. El perfume de un “despotismo suave”, como recordaba yo aquí mismo, hace dos o tres meses. Un monstruo dulce, un monstruo perfumado.

 

Publicado por Avui – El Punt-k argitaratua